– ¿Qué le explicó?
– Que no había tenido suerte. Que se había divorciado, aunque conservaba la custodia de su hija. Natural: ella era muy chiquitína cuando ocurrió todo, porque se ve que el divorcio vino poco después de que estuvieran en París. El señor Mayor le pasaba muy poca pensión a ella, pero en cambio cubría con generosidad todos los gastos de la hija. Tanto que, como ya era una muchachita, podía adquirir cultura y mundo haciendo unos cursos en París.
– Supongo que usted se volvió loca por ella.
– ¡Y tanto que me volví loca! Se notaba que la señora Lola no quería darme ninguna facilidad. Vamos, que no quería saber nada conmigo, la antigua sirvienta: se ve que pensaba que iba a infectar a la nena. Pero tanto insistí que me enseñó a Carol. Parece mentira, con los años que habían pasado, pero la reconocí en seguida.
– ¿Qué edad tendría?
– Unos dieciséis, o quizá dieciocho, no sé.
– ¿Ella se acordó de usted?
– Qué coño va a acordarse. Aunque, si bien se mira, es lógico.
– ¿Y qué impresión le causó Carol?
– No era lo que se dice una chica sana.
Méndez recordó inmediatamente lo que le habían dicho en la pensión de la calle Poeta Cabanyes: Carol no parecía una chica en buena forma física. De modo que todo concordaba.
– ¿Qué le pasaba? -preguntó.
– Flacucha, desmejorada. Es extraño, porque a mí me hizo el efecto de que comía bien. Pero ya se sabe que hay chicas que no nacen fuertes, y a otras les perjudica el trauma de saber que son hijas de padres que se odian. El caso es que la vi bastante pachucha, y en seguida pensé que yo podría arreglarlo. Imagine si me dejan el asunto a mí, una mujerona gallega.
– ¿No se lo dejaron?
– Qué va. La señora Lola se me acabó quitando de encima con cajas destempladas. Mire, usted es quien es y la nena es la nena. De manera que no joda. Ya la ha visto, ¿no? Pues hala. No me dio el domicilio donde iba a vivir Carol, naturalmente que no, pero yo no paré hasta averiguarió. Y es que con tantos años trabajando a base de agencias, me sé no sólo todas las de colocaciones, sino todas las de alquiler de pisos. Di con Carol.
– ¿En ese sitio de la rué Gay-Lussac?
– No, en otro piso de la parte de arriba, cerca de la place de Clichy. También era un piso baratito, no crea, de estudiante. Carol hablaba mejor el francés que el español, pero nos entendíamos. Al principio debió de parecerle que yo era una pesada, pero cuando vio que le hacía la limpieza y la comida, y que incluso la compra la pagaba algunas veces yo, me aceptó como se acepta a una madre. Y es que se notaba que yo la quería más que su propia madre, oiga. La veía con frecuencia en la place de Clichy, hasta que se fue a estudiar en otro sitio del extranjero.
– Concuerda con lo que me han contado de ella -dijo Méndez.
– ¿Qué le han contado de ella?
– Nada especial ni que pueda perjudicarla. ¿Pero de qué vivía Carol?
– Se lo he explicado: de lo que le enviaba su padre.
– Pues no debía de ser mucho, porque, por lo que he visto, Carol siempre ha vivido en sitios modestos.
– Eso es verdad, pero no creo que a ella le importase. Es una chica de gustos sencillos, me parece que al contrario de su madre. En cambio gastaba mucho en matrículas y cursos universitarios. Los estudios son muy caros.
– Eso es verdad. Y, según parece, se ha ido licenciando en diversas cosas, de modo que tiene que ser una sabihonda, aunque me temo que eso no sirve para comer. ¿Usted ha vivido con ella?
– En cierto modo. Quiero decir que yo le atendía la casa, pero no vivía allí, quiero decir que no dormía allí. Y si no duermes, no intimas. Dos que duermen en el mismo colchón se vuelven de la misma condición. ¡Qué más hubiese querido yo! Porque Carol es mi hija. Pero siempre hubo una cierta distancia en ella, supongo que exigida por la Lola: nena, si quieres ser una señorita europea, una euroseñorita, no intimes con una fregona gallega.
– ¿Y usted por qué vive ahora en la rué Gay-Lussac?
– No vivo, sólo voy a cuidar el piso. Lo hago sin ningún interés, sólo por ver a Carol, pero la verdad es que no la veo; aunque mantiene el alquiler, está haciendo ahora un curso en Alemania.
– Es fantástico lo que han cambiado los tiempos. Antes, la juventud se ponía a trabajar a los catorce años. Ahora estudia hasta los cuarenta, mientras haya alguien que la mantenga. Vive de tus padres hasta que puedas vivir de tus hijos. La leche.
– Ya lo pienso a veces, ya… Yo, a los doce años, ya fregaba suelos. Pero son los tiempos.
– ¿Sabe si Carol ha estado en Barcelona muy últimamente?
Méndez pensaba en David, en su muerte horrible, en su ano roto por un taladro: maricón a máquina. Pero la gallega dijo:
– No. Sólo estuvo hace tiempo, en una pensión barata de la calle Poeta Cabanyes.
– Lo sé. Oiga, ¿Carol no tiene ninguna relación, ningún novio, ningún amante, ninguna polla voladora? A su edad, sería lógico.
– No, pero no me gusta.
– ¿No le gusta, qué?
– Su aspecto. Siempre tiene muy mala cara, mal aspecto, aunque podría vivir muy bien. Y eso que es guapa, la puñetera. Guapa. Ella dice que yo no entiendo, que qué me he creído. Las gallegas antiguas pensamos -asegura- que una niña bien plantada ha de estar alimentada a chorro con leche de vaca, o mejor con leche de toro. Y ahora las chicas elegantes han de tener aspecto de alimentarse con agua de litines y con el perfume de una coliflor. Antes, cuando estaba más gordita, los hombres la veían y se ponían a cien, pero ahora ya me dirá usted: resulta que ahora los agujeros de una mujer no tienen que estar hechos en un pedazo de carne, sino en un pedazo de aire. No me gusta.
– Sigue sin explicarme lo que no le gusta. Hay algo más, al margen de que no la vea del todo sana.
– No sé decirle… ¿Cómo puede una explicar lo que no sabe? Pero para mí que tiene alguna mala compañía o toma algo que la consume. No me lo explica.
Méndez cabeceó.
– ¿Y usted se lo pregunta?
– Claro, pero la veo poco. Y cuando la veo, hace lo que todas las chicas de hoy en día: me envía a hacer puñetas. Bueno, a todo esto, yo hablo y hablo y usted aún no me ha contado para qué quiere verla.
– Simple cuestión de residencia -mintió Méndez-. Lleva tanto tiempo fuera de España que no tiene los papeles en regla, y ahora eso lo controlamos un poco más que antes. Ningún problema, ¿sabe?, ningún problema. Pero hay jóvenes españoles que viven en Francia y acaban siendo medio enredados por ETA.
Olga Tavares rió con su risa sana y rotunda, carcajada recuperada de los años duros, de los tiempos españoles del pico, la pala, la fregona y el hambre, de cuando eres joven, tienes una sola hora libre y entonces no comes porque no hay, pero te ríes que es la hostia.
– ¡Vamos, hombre, ni soñar con eso! -dijo mirando a Méndez-. Si no le importa España, a bonita hora le va a importar el País Vasco. Además, no trata con gente de más allá de los Pyrénées. Nunca le he conocido un amigo de Madrid, Barcelona o Valencia: ni siquiera gente de confianza, como por ejemplo un seminarista de Compostela. Aunque no es exactamente así. Bueno, quiero decir que me equivoco. Sólo una vez trató un par de días con un tío de Madrid, aunque tenía pinta de rico, de esos que no se meten en política. Iba muy bien vestido y viajaba la tira. Cuando me explicó dónde vivía, me quedé turulata: todo un señorito. Imagine una casa chalet de esas que ya no quedan en Madrid, toda una mansión en los altos de Serrano, donde hay un jardín con un surtidor de agua mineral y donde hasta los pájaros comen de la mano de la duquesa de Alba.
18 UNA CUESTIÓN DE PAPELES
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