Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido

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Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.
Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

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Uno se hace viejo, y como le queda poca vida, se atreve a todo. Méndez nunca había salido de los barrios bajos y sombríos, por temor a que el aire limpio le perforase los pulmones, y como máximo hacía excursiones -previa consulta médica- hasta la Diagonal y el paseo de Gracia. Hasta que un día se atrevió a ir a Egipto, y como no le ocurrió nada (salvo una mayor momificación de sus partes viriles), fue ganando atrevimiento y audacia. Fuentes de la Jefatura Superior decían que había sido visto incluso en el Tibidabo y Vallvidrera, y hasta comiendo los restos de una paella en una terraza del Puerto Olímpico. Ahora se iba a París, aunque sus compañeros más veteranos decían que no volvería para contarlo.

Méndez no conocía París ni las líneas férreas que lo unen con Barcelona, en trenes rigurosamente nocturnos. En el colmo del lujo, adquirió billete para un departamento single del coche cama más prometedor que había visto en su vida. Lástima que no tuviera allí una chica, al menos para pasar la noche hablando de los cuplés de la Bella Dorita. En realidad, Méndez pasó la noche observando los fugitivos pueblos franceses, con las torres de sus iglesias iluminadas, sus pequeñas residencias burguesas y sus casas de piedra donde vivían probablemente mujeres a punto de cometer un pecado mortal. Méndez, en su juventud, había sido educado en la limpia santidad española, según la cual, todos los pecados mortales se cometen en Francia, y por tanto lo que hay que hacer es poner mucha guardia civil en la frontera. Llegó extasiado, pero muerto de sueño, a la estación de Austerlitz, sitio sin duda peligroso porque durante cuarenta años todos los refugiados españoles habían pasado por ella.

Hermosa ciudad, París. Hermosa y vieja ciudad llena de buhardillas para atrapar desprevenida a una criada, mientras que en España no las hay, y las que hay están desaprovechadas porque sólo sirven para que un gato atrape desprevenida a una gata. Sin más que su perspectiva visual, Francia le pareció a Méndez un país acreditado y burgués, donde curiosamente la familia significaba algo más que la sociedad de socorros mutuos que ha llegado a ser en España. La misma perspectiva visual le decía que París no definía a Francia: Francia era la provincia, la casa de los antepasados, el monumento a los muertos de la Gran Guerra, el negocio familiar, el vino de la tierra, la sobrina del cura y, en fin, todos esos elementos que dan a un país estabilidad y permanencia.

Méndez se instaló en un hotel del barrio Latino situado muy cerca del bulevar Saint Germain, en un edificio tan antiguo que en él debió de haber criadas graciosamente fecundadas por Enrique IV. Tuvo suerte: le dieron una buhardilla desde cuyas claraboyas se divisaban las torres de Notre Dame, y en cuyos cristales defecaban palomas llegadas desde Roma con órdenes secretas. Una escalera de caracol, que parecía la última obra de los templarios antes de ser quemados vivos, llevaba desde la buhardilla de Méndez, a una recepción que parecía la taquilla del metro y a un comedor donde dormitaban dos japoneses. La calle era tranquila, oscura, y en ella había un vendedor de flautas, un librero de viejo, un coleccionista de soldados de plomo y otros comerciantes venerables.

Si Méndez se había instalado allí era por una razón: le gustaba el corazón de las ciudades. Y aunque París tenía muchos corazones (Méndez había leído docenas de libros sobre la plaza de los Vosgos, la Bastilla, el Palais Royal, el fauburg Saint Antoine y los líos financieros del barón de Hausmann), éste era el más cercano a la dirección que andaba buscando. Era la única pista de la infanta Carol, el domicilio que ésta había dado en la pensión barcelonesa del Poeta Cabanyes.

París es una ciudad cara, y por tanto a Méndez no le convenía pasarse demasiados días allí. Lo lógico habría sido ir en seguida a la rué Gay-Lussac, donde estaba o había estado el último domicilio de Carol, pero antes quiso situarse. Todas las ciudades -pensaba Méndez- y por tanto todos los misterios, tienen un alma. Si no conoces la primera, nunca aclararás el segundo. Y su instinto le dijo que parte de las almas que buscaba las encontraría en lugares más bien olvidados y sórdidos: las catacumbas y el cementerio de Le Pére Lachaise. Las almas de los bulevares, el Lido, el Maxim's, Pigalle y la place du Tertre las venden empaquetadas en las agencias de viajes. Méndez volvió a ser hombre de sombras, de esquinas y de rutas clandestinas en el metro.

Las catacumbas estaban en el entorno de una de las estaciones, la de Denfer-Rocherau. Méndez había leído no sabía dónde ni cuándo -seguramente en un libro comprado una turbia mañana de domingo en el mercado de viejo de San Antonio- que cerca de allí, durante una excavación, fueron halladas centenares de cabezas de gato. ¿Qué pasaba? ¿Eran gatos proletarios, que alguien había ido asesinando junto a las basuras de París? ¿O, por el contrario, eran gatos capitalistas, guillotinados durante la Revolución francesa? ¿Y por qué allí? Tras arduas investigaciones, el historiador había comprobado que en ese mismo lugar, en tiempos bendecidos por la buena fe, había existido un gran restaurante especializado en carnes de conejo. Méndez meditó sobre los misterios de las grandes ciudades mientras se sumergía en las catacumbas, en su angustia, en su encierro y en su sensación de aire ya respirado por muertos. Cuando los cementerios parroquiales de París quedaron engullidos por la ciudad y hubo que suprimirlos, los huesos de los parisinos muertos en gracia de Dios (pero nada más) fueron recogidos y trasladados a las catacumbas, ordenándolos por barrios.

Con ello, no París, pero sí las entrañas secretas de París, les reservaban perpetua memoria. No como en Barcelona, pensaba Méndez, donde los viejos cementerios parroquiales fueron eliminados edificando sobre ellos una plaza. Todas las plazas de la ciudad antigua, donde ahora crece un árbol y donde una dependienta masturba a un dependiente, están construidas sobre un inmenso osario. Allí yacen los comerciantes de la ciudad amurallada, los mártires de la venta al detall, sus santas esposas (mártires de cien polvos bendecidos por la abuela), sus empleados (mártires del mostrador y la escoba), las pobres putas de las casas francas, los marinos venidos de América, los sargentos de la Ciudadela, los anarquistas del esperanto y la bomba y los mártires de la Barcelona libre de 1714, malos españoles ellos, sobre cuyas tumbas izaron un día bandera los falangistas y desfilaron brazo en alto al paso alegre de la paz.

Este París más respetuoso con los muertos era el que visitaba Méndez, como homenaje a las entrañas olvidadas en las que nadie piensa. Pero como Méndez era un hombre de ideas fétidas, y que en el fondo no creía en nada, al llegar al osario de los muertos de la Bastilla tuvo una idea inquietante. Allí estaban mezclados todos los caídos, desde los que murieron por el rey hasta los que murieron por la libertad del hombre. Y Méndez pensó que a la fuerza tenían que estar también allí los huesos de algún comerciante de Reus que, sin comerlo ni beberlo, se había visto envuelto en el fregado de Lafayette cuando estaba a punto de cerrar una venta.

En el cementerio de Le Pére Lachaise, bajo cuyos huesos pasaba prácticamente el metro, tuvo muchos motivos para no creer en nada. Allí yacía el gran París, el de los poetas y los músicos, el de las damas de los salones que les dieron de comer (como hoy les da de comer la tele), el de los bolsistas que pagaron un día la cuenta de Balzac, el de las mamonas del Palais Royal, el de los cardenales que las visitaron, el de las feligresas con un virgo conservado en alcohol, el de los clientes opulentos del Grand Vefour, el de los mariscales de Francia y el de los protectores de las nenas que aprendían a bailar en la Opera durante el día y a gemir en la cama durante la noche. Sic transit gloria mundi . El cementerio guardaba el secreto de sus vicios, sus ahorros, sus cuernos y sus deudas. Gran amigo que nunca habla. Pero a veces habla. Méndez, que no creía en nada, creyó todavía menos al hallar la tumba de un general napoleónico, un tal general Hugo, cargado de medallas, cicatrices y honores, vencedor en cien batallas, sobre cuya lápida había un cartelito que indicaba a los turistas: «Esta no es la tumba de Víctor Hugo. La tumba de Victor Hugo está en el Panteón.»

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