Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido

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Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.
Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

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Méndez echó la cabeza para atrás y de nuevo apareció en sus ojos, aunque fugazmente, la mirada de la serpiente vieja.

– ¿Esa hija de París se llama casualmente Carol? -preguntó en voz baja.

– No lo sé. Yo sólo sé lo que las chicas me han contado en el café, entre cortados, pipermints y encargos para la legación pontificia.

– ¿Doña Lorena puede recordarlo?

– Pues supongo que sí.

– Es que puede que yo conozca a la tal Lola -explicó Méndez-. El mundo de las camas parece muy grande, pero en el fondo no lo es tanto, y además una cama está siempre relacionada con otra. Lola también es depositaría de una historia de la España profunda. Me contaron que es hija de una emigrante, la señora Tomasa, que en los años del hambre caminó casi veinte kilómetros hasta la población de Gavá, desde la estación de Francia, llevando una maleta en cada mano y las hijas colgando de la falda. Una de las hijas era la tal Lola, que con los años llegó a hacer fortuna por la vía del altar y se casó con Pedro Mayor, un hombre rico, del que se divorció más tarde, y entonces, me han dicho, trató de hacer fortuna por la vía de la cama. Supongo que fue en esa época cuando Paco Rivera la conoció. Lola, si es la misma, tiene una hija estudiando en París, de modo que coinciden bastantes cosas.

– ¿Y eso qué tiene que ver? -preguntó don Álex.

– Puede que esté relacionado con una serie de crímenes, aunque ni Lola, ni mucho menos su hija Carol, tienen la culpa.

– Mal asunto, señor Méndez.

– ¿Por qué?

– Me temo que se va a ir usted de Madrid.

– No lo sé. Es posible. ¿Pero por qué lo lamenta?

– Porque estando usted en Madrid siempre tenía mi cafelito pagado -se quejó don Alex-. Hala, afloje la mosca.

16 UNA CUESTIÓN DE SUERTE

Tenía razón don Álex, con esa intuición que siempre ha tenido el funcionario español desde los tiempos de Isabel II: era verdad que se iba a quedar sin su cafelito. Méndez, en efecto, convencido de que nada averiguaría ya en Madrid, regresó a Barcelona, a su refugio cercano a Atarazanas y las tres chimeneas del Paralelo, a lo que quedaba de los viejos cafés que un día figuraron entre los mayores de Europa (el Español, el Rosales, el Sevilla) y que hoy habían desaparecido o constaban de cuatro mesas donde se celebraban cenas de jubilados que seguirían trabajando o despedidas de solteros para tíos que, de todos modos, tampoco se iban a casar.

De modo que a Méndez volvió a quedarle tiempo libre y lo aprovechó para visitar a don Pedro Mayor, el ex marido de Lola, a fin de averiguar algo más sobre su hija Carol, la que estudiaba en París, aunque después de la horrible muerte de David, la joven ya no parecía correr ningún peligro. De modo que fue al paseo de Gracia, donde ahora vivía Pedro Mayor.

El paseo de Gracia ya no es del todo la gran vía señorial donde las damas burguesas ponían todas las mañanas flores frescas en las tribunas y los gatos burgueses vigilaban desde ellas a los empleados de las notarías. Hoy el paseo de Gracia está lleno de establecimientos de comida rápida y de cafeterías mixtas donde puedes desayunar y al mismo tiempo comprar una revista donde se detallan todos los embarazos rápidos del mes. Pero también se rehabilitan los edificios nobles y las aceras se llenan de turistas con la boca abierta, de modo que ha conservado su nobleza.

Pedro Mayor vivía en un edificio casi nuevo en el chaflán de Mallorca, donde es fama que habitan algunas de las personas más adineradas del país, y cuyo portero consultó por interfono si podía dejar entrar a Méndez.

Pedro Mayor no estaba, pero en el gran salón de recibir se mostraban algunas evidencias, como por ejemplo una foto enmarcada en plata de una niña minúscula que debía de ser Carol, puesto que Méndez recordaba haber visto otra exactamente igual en el salón de Lola. O una dama de no más de veinte años, que se presentó como la secretaria privada de don Pedro Mayor, y que demostró en seguida tener una alta preparación académica para el cargo (hay que ver, la policía aquí y a estas horas de la mañana, «cuando todavía no han dado las once, también son huevos») y a cambio llevaba una minifalda de alta costura haciendo juego con los muslazos ídem. La secretaria privada debía de atender, sin duda, todos los asuntos privados de don Pedro Mayor, de modo que Méndez respiró tranquilo al ver restablecido el equilibrio del universo: Lola llevaba unos buenos cuernos para compensar los de don Pedro Mayor, que sin duda habían sido durante un tiempo los monumentos más fotografiados por los japoneses en el paseo de Gracia.

Méndez justificó su visita diciendo que tenía noticias de que Carol Mayor corría peligro en París, a causa de un maleante internacional, y preguntó si allí sabían algo de eso. Ni idea -dijo la secretaria- y tampoco me extraña, porque Carol quedó al cuidado exclusivo de su madre (la

Lola, creo que la llaman) y el señor Mayor no la ha vuelto a ver, en parte porque la madre (la Lola ésa) se lo impide con todos los trucos del mundo, supongo que para hacerle daño moral, además de daño económico. Porque daño económico se lo hace, vaya que sí, con la niña esa de las berenjenas.

– Deduzco que usted tampoco la ve -susurró Méndez.

– Daño económico se lo hace, vaya que sí, con la niña esa de las berenjenas -repitió la secretaria-. Exhibirla no la exhibe, pero cobrar sí que cobra la Lola lunera. Como la niña, la infanta doña Carol, no para de estudiar, el señor Mayor ha de entregarle dinero no sólo para manutención, sino para matrículas, libros, viajes, estancias y besamanos diversos. Fue una de las cláusulas de cuando la Lola y él se separaron: la madre se quedaba con la hija, puesto que era tan chiquitina que el padre no se la podía quedar, pero la mantendría y se lo pagaría todo mientras estudiase. ¿Y hasta cuándo estudia una señorita de nuestro tiempo? -preguntó la secretaria-. Ah, señor policía, antes las nenas estudiaban hasta que les venía la regla, luego hasta que perdían el virgo, y ahora hasta que les viene la menopausia. A la Carol Mayor le queda al menos hasta los treinta o treinta y cinco, de modo que su padre ya puede ir abriendo la bolsa. ¿Y dice usted que en París quieren matarla? ¿Hay alguna posibilidad de que eso sea cierto?

Méndez respiró hondamente y contempló a través de una de las ventanas la luz tarifada del paseo de Gracia.

– ¿El dinero se lo envía directamente a Carol? -preguntó.

– Se lo gira a bancos extranjeros, a cuentas que están a nombre de Carol y su madre.

– ¿Y el señor Mayor no ha intentado nunca librarse de esa carga?

– ¿Cómo? ¿Abriendo un juicio?

– Es el sistema más normal, y hasta dicen que el más civilizado. Antes, cuando había un problema familiar de esos tan gordos se resolvía con un trancazo.

– No, señor policía, no: para el señor Mayor es más civilizado pagar que ir ajuicio. Su desgraciada boda con la Lola ya ha sido olvidada por nuestra buena sociedad, de modo que lo único que haría un juicio sería refrescarle la memoria a la gente. Y encima habría quien diría que el señor Mayor no quiere mantener a su hija ni lograr que sea una catalana normalizada, es decir, una catalana bilingüe. ¿Qué digo bilingüe? La infanta Carol es al menos pentalingüe, después de haber estado en tantas universidades extranjeras y haberse acostado, digo yo, con tantos rectores honoris causa. Y aparte de eso, imagine las declaraciones de la madre: que ese tacaño podrido de dinero no quiere pagar ni para la cultura de su hija, después de todo lo que yo he hecho por él.

La secretaria minifaldera quedó al fin satisfecha de sus explicaciones, pero aún añadió:

– Porque sepa usted, señor policía, que hay mujeres capaces de decir hasta eso.

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