Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido

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Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.
Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

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– ¿En qué sentido cumplió usted?

– En el de vigilar a mi padre, en el de impedir, sobre todo cuando ya tuve el poder de un obispo, que hiciera el ridículo más. Supongo que usted no lo ha pensado, Méndez, y que los maridos españoles no suelen pensarlo tampoco: pero si el pecado es además ridículo, pues doble pecado. Y ése fue el deber que me impuse: seguir el caritativo consejo de mi madre.

– Lo hizo muy bien -susurró el viejo polizonte-, y lo prueba el montaje de la muerte de Paco Rivera.

– Reconozco que, en este sentido, mi madrastra me ayudó.

– A pesar de lo cual, usted no siente demasiada simpatía por ella. Si la visita, es sólo por educación.

Las manos cerradas sobre el volante se crisparon otra vez.

– No es cuestión de simpatía, sino de altura moral. Ella ha sido una mujer de otro mundo, y todavía lo es: le parece muy normal sentarse de cualquier manera, como si delante no tuviese un hombre.

– Tal vez ella piense que usted no es un hombre.

– ¿Pues qué soy?

– Un obispo.

– Mire, Méndez, déjese de mandangas. Yo no voy a discutir si soy más hombre que obispo o más obispo que hombre, pero Marga debería ver una cosa clara: soy su hijo.

– Eso lo entiendo -susurró Méndez.

– Gracias por haber accedido a acompañarme en el coche y a tener esta conversación conmigo: reconozco que no he sido demasiado educado con usted.

– Tampoco yo lo he sido. Espiritualmente pertenezco a barrios obreros, ¿sabe?, en que la gente, antes de morir, pedían que le dejasen dar una patada al amo y quemar una iglesia. Y creo que soy yo el que debe darle las gracias. Me ha aclarado algunas cosas.

En la mirada del obispo Jorge Rivera hubo una señal de alarma.

– Espero que esto no forme parte de una investigación -dijo.

– No, no, de ninguna manera. Reconozco que he venido a Madrid a investigar, pero no he averiguado absolutamente nada. Además, ni a usted ni a su madrastra tenía que interrogarlos. ¿Por qué habría de hacerlo?

– En casa de mi madrastra se produjo un crimen -apuntó el obispo.

– Sí, pero ya está resuelto. Sabemos quién mató a aquella criada, a Sonia: fue un tal David Mellado, al cual no podemos detener porque ya está muerto. Lo mataron salvajemente en Barcelona, en una especie de ritual de sangre que quizá se tuviera bien merecido. Se ve que Mónica, antes de morir, dijo que le tenía miedo. Bueno, no sé si llamarla Mónica o llamarla Sonia, porque ella, como muchas mujeres que viven de la cama, mezclaba su nombre de bautismo con su nombre de trabajo, pero lo mismo da. El caso es que sabía que estaba en peligro y tenía miedo de morir.

– Miedo del tal David Mellado, supongo.

– Sí.

– ¿Eso se lo contó mi madrastra?

– Claro. ¿Es que mintió?

– No. Estoy seguro de que no mintió -susurró el obispo-, porque Marga, mi madrastra, a falta de otras virtudes, suele decir la verdad. Pero es curioso…

– ¿Curioso, qué?

– En una visita que hice a casa de mi madrastra… el lío del entierro de Paco Rivera originó muchos contactos entre nosotros, ya lo puede imaginar, vi a Sonia muy preocupada, tanto que le pregunté qué le ocurría.

– ¿Y ella le dijo que tenía miedo de un hombre?

– No. Me dijo que tenía miedo de una mujer.

15 UNA CUESTIÓN DE COMPAÑÍA

Si las palabras de la Santa Madre Iglesia están para ser recordadas, Méndez era un cristiano de narices, con gran sorpresa del personal. Porque en su cerebro daban vuelta continuamente las últimas palabras del obispo, las que pronunció cuando se despidieron en el coche: «Miedo de una mujer.»

¿Una mujer?

¿Pero quién?… La verdad es que Méndez no entendía nada. Estaba claro -o razonablemente claro- que a la criada de Marga la había amenazado un tipo llamado David con el que tenía una relación, probablemente sentimental, o ligada a su antigua vida. Estaba claro -o razonablemente claro- que el tal David había acabado con ella. ¿Pero una mujer?… ¿Qué mujer? Los datos se amontonaban en el obtuso cerebro de Méndez: a la chica la había amenazado un hombre, no una mujer, porque Marga oyó su voz al descolgar casualmente el teléfono. A la chica la había depositado en la cama un hombre, no una mujer, entre otras razones porque a una mujer quizá le habrían faltado fuerzas. O al menos eso pensaba Méndez, que era uno de los pocos que aún creían en el macho ibérico.

Por consiguiente, se transformó en oscura una cosa que él tenía -o creía tener- clara. Pero era evidente que a aquella mujer desconocida no la hallaría nunca en un desconocido Madrid, de modo que decidió olvidarse del asunto y regresar cuanto antes a Barcelona.

Antes, sin embargo, tenía que despedirse de un amigo. Y así decidió ir a ver a don Alejandro Díaz de Quiroga Manglano y Mesa, honra y prez del funcionariado español y de todas sus clases pasivas.

Lo encontró haciendo la ruta de las papeleras. La cosecha debía de ir muy mal, porque don Alejandro llevaba un ABC antiguo de dos semanas.

– Se agradece un cafelito -dijo.

Tomaron asiento en una terraza de la Gran Vía, y don Álex explicó que todas las chicas de la casa de doña Lorenza Dosantos recordaban con agrado a Paco Rivera, un hombre que les hacía obsequios, las animaba en los momentos difíciles, gestionaba sus papeles y no las molestaba nunca.

– Hay algo que no me acabo de explicar -dijo pensativamente Méndez-. Don Paco Rivera tenía una esposa muy atractiva, ¿por qué iba entonces a una casa de mujeres?

– Vamos a ver, vamos a ver… -dijo don Alejandro alzando un poco un brazo, como si fuera a buscar algo en el archivador de su memoria-. Por lo que me han contado, Paco Rivera no fue nada feliz con su primera mujer.

– Pues lucharon juntos en épocas difíciles. Paco Rivera parece que las sufrió.

– Eso es cierto y pudo superarlas. Pero luego su mujer fue cambiando. Mi experiencia de funcionario mamón, que ve el mundo a través de una ventanilla, me ha enseñado que es muy difícil que un matrimonio sobreviva a una crisis económica grave y a su angustia, pero es también muy difícil que sobreviva a una abundancia y a su aburrimiento. Es más, yo le diría que las dificultades económicas unen, y hasta cargan a un matrimonio de proyectos, pero el dinero separa, y carga a un matrimonio de puñetas. Yo creo que los problemas entre don Paco y su mujer empezaron cuando ya lo tenían todo pagado y les quedó tiempo para ver morir la tarde en su salita de estar, mientras se miraban a la cara. Cuando tienes problemas, no ves la cara; ves el futuro. Cuando no te queda más que la cara, mal asunto.

– Eso es aproximadamente lo que me explicó su hijo -dijo Méndez-. El aburrimiento matrimonial es uno de los grandes problemas del país. Habría que dictar alguna ley para remediarlo, o mejor aún, diecisiete leyes, una por cada autonomía. Y es que yo estoy seguro de que el aburrimiento de un matrimonio catalán no es el mismo que el aburrimiento de un matrimonio de Burgos.

Don Alejandro, que no era nada centralista, hizo un gesto de asentimiento.

– Tiene razón, señor Méndez, y creo que ésa fue una de las causas del distanciamiento de don Paco y de su gran aburrimiento madrileño. Y del aburrimiento de su mujer, todo hay que decirlo. Yo, dentro de la modestia, he estado pensando entre expediente y expediente, señor Méndez, y como mi escasa categoría como funcionario no me permite pensar en las grandes crisis nacionales, me he dedicado a pensar en las grandes crisis domésticas. ¿Cómo se origina una gran crisis doméstica? Mire usted, señor Méndez, para dos novios es muy fácil tener un proyecto de vida común: ambos piensan al mismo tiempo en irse de casa, encontrar un piso, amueblarlo, mirar los folletos de las agencias de viajes y planificar un polvo. Eso les hace pensar que la vida tiene un sentido y que han nacido el uno para el otro. Pero los años de matrimonio van variando poco a poco la situación, con la persistencia de una gota de agua. Nada garantiza que el proyecto de vida que se va formando el marido coincida con el proyecto de vida que se va formando la mujer; es más, uno de los proyectos estorba al otro. Al final, son dos perfectos desconocidos que se encuentran, se miran, se gruñen y buscan refugio en otros sitios. Pero no tema, señor Méndez, que la sabiduría occidental lo tiene todo previsto: hay excelentes refugios, como el trabajo, el juego del dominó, el cotilleo con las amigas y el Campeonato Nacional de Liga. Quien crea que en una casa hay un mundo, se equivoca: hay dos mundos. Ni siquiera los hijos renuevan el primer proyecto común, porque para los hijos, cada uno suele tener un proyecto distinto.

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