Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido

Здесь есть возможность читать онлайн «Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию без сокращений). В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: Триллер, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.

El pecado o algo parecido: краткое содержание, описание и аннотация

Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «El pecado o algo parecido»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.

Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.
Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

El pecado o algo parecido — читать онлайн бесплатно полную книгу (весь текст) целиком

Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «El pecado o algo parecido», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.

Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

– Supongamos que sí.

– ¿Seguía a su padre más o menos regularmente?

– Sí.

– No le gustaba su vida, ¿verdad? -Supongamos que no.

– Lo cual indica -susurró Méndez- que en los sentimientos hacia su padre se confundían la compasión y el odio.

– ¿Y a usted qué le importa?

Méndez no hizo caso. Continuó:

– Me importa porque tuve que intervenir en esa muerte, aunque fuese de un modo marginal. Y déjeme suponer que usted lo ordenó todo, le dio una apariencia, digamos, respetable por pura compasión.

– Sí.

– Pero ahora, solucionados los problemas de la compasión, lo único que queda es el odio.

Habían llegado al final del paseo del Prado, es decir, a la estación de Atocha; seguro que el obispo conducía sin rumbo y no sabía muy bien ni dónde estaba. La estación de Atocha conservaba su vieja estructura decimonónica, pero, dentro, el imperio del tren de madera, la maleta de cartón, el bocata, la parienta, el pedo y el callo habían sido sustituidos por la pulcritud de unos jardines bancarios. El paseo ya no era lo que había sido, pensaba Méndez, pero conservaba sus bares de aluvión, sus cascaras de gamba, sus albóndigas de arcipreste, sus calamares de entreguerras y sus costillitas de cordero pascual. Méndez respiró hondamente, porque al fin y al cabo aquello se parecía mucho a sus calles barcelonesas: estaba en una de las esquinas de la tierra prometida.

El obispo se detuvo junto a un paso cebra y le miró con fijeza.

– Agradezco todo lo que ustedes han hecho -dijo-. Al menos no se ha hablado de mi padre.

– Usted se avergüenza de él.

– Se equivoca. Nunca he tenido miedo de que su modo de actuar entorpeciera mi carrera eclesiástica. -No me refiero a eso.

– ¿Se refiere usted entonces a una vergüenza moral, a la vergüenza más humana que existe? En ese caso, para qué vamos a engañarnos. En ese caso le diré que sí, que no me gusta recordar a mi padre, al conocido don Paco Rivera. Si pudiese, me cambiaría el apellido. Él destruyó muchas cosas, empezando por mi madre.

– Una señora hogareña, supongo.

– ¿Qué tiene usted contra ellas?

– Nada, nada… Justamente soy de los que creen que la estabilidad de un país viene de las señoras hogareñas.

– Mi madre es una buena cristiana: recatada, cumplidora, casta y justa. Ya de niño me crió en el temor de Dios.

– No es lo mismo el temor de Dios que el amor a Dios -se atrevió a susurrar Méndez.

– A ver si me va a resultar usted un moralista…

– No, no, todo lo contrario… Soy un hombre pervertido y lúbrico.

– Yo admiro a mi madre. Amo a mi madre. Ello no me impide ver sus defectos, como por ejemplo el que le guste, o le haya gustado, lucir socialmente, estrenar ropa, ir a cenas y recepciones y tener muy al día la lista de personas que deben invitarla o a las que ella tiene que invitar. Pero desengañémonos: la vida del Madrid tradicional es eso, y nunca cambiará. Ni conviene que cambie. Una familia pertenece a su clase, y sobre todo una mujer pertenece a su clase. Mi madre tiene muy asumido eso, sobre todo porque hubo de subir desde muy abajo.

– ¿Su padre no fue siempre rico?

– Oh, no… -El joven obispo rió secamente-. Este país, que tuvo cuarenta años de estabilidad con Franco, ha visto luego nacer y morir fortunas muy rápidamente. Mi padre estaba arruinado, pero, eso sí, siempre fue un gran trabajador. Volvió a subir desde abajo.

– Cuando estaba abajo conoció a su madre…

– Sí.

– Que supongo era una mujer humilde, sensata, trabajadora y sencilla. Pero los dos subieron juntos, su marido y ella.

– Pues claro que sí.

– Yo no sé si su padre, señor obispo, cambió demasiado. Pese a que venía de una gran familia y últimamente tenía mucho dinero, la fama que ha conservado es la de un hombre bromista, amable y asequible. Su madre, por lo que parece, pensó más en las recepciones, las cenas y las personas que la tenían que invitar. Bueno, en ese Madrid que no conviene que cambie.

– Lo dice usted con un cierto retintín, señor Méndez. Y eso me molesta.

– Todo lo contrario. Intento ver las virtudes de cada uno.

– Pues, en el caso de mi madre, las virtudes se han acentuado cada vez: una casa muy ordenada y limpia, con el personal de servicio en su sitio. Misa diaria, porque al fin y al cabo no cuesta tanto trabajo hablar con Dios. Corrección en la cama, o al menos nunca he tenido motivo para pensar otra cosa. Respeto absoluto al nombre de mi padre, y por supuesto una conducta honesta a toda prueba.

– Me parece que no fue ése el caso de su padre -dijo Méndez, mirando al vacío.

El obispo sonrió amargamente.

– Qué va a ser el caso… En fin, para qué voy a mentir, señor Méndez, si usted es el primero en saber cómo murió. Pues murió como había vivido, rodeado de mujerzuelas y de pecados, envuelto en sábanas que no eran suyas y quién sabe si en una actitud innoble. No debería decir esto, porque es una falta de respeto muy poco cristiana, pero a veces importa más la verdad que la vergüenza. Por supuesto, mi madre nunca fue tonta, y pronto adivinó toda la verdad.

– ¿Qué hizo al adivinarla?

– Me pidió consejo a mí.

– No todas las madres tienen a mano un obispo -dijo Méndez-. Magnífica idea.

A Jorge Rivera tampoco le gustó esta vez el tono de voz. Gritó bruscamente:

– ¡Baje del coche! -Y en seguida-: Bueno, no, perdone, a veces no me doy cuenta de que mi actitud es poco cristiana. Puede quedarse pero, por favor, no haga comentarios. Mi madre me pidió consejo, aunque entonces yo no era obispo ni pensaba serlo. Debo decirle, señor Méndez, que hay una jerarquía moral, muy alejada de la jerarquía de las callejas que usted frecuenta, según me han dicho. De modo que mi propia madre, con lágrimas en los ojos, me pidió orientación, y yo le aconsejé que tuviera la virtud de la santa paciencia. No es nada baladí, créame: la santa paciencia es importantísima para la cohesión social. Uno ha llegado a calcular que, de los matrimonios que ya tienen más de cinco años, un diez por ciento se mantiene por intereses comerciales de las partes, un veinte por ciento por el sexo, lo cual, me confiesan muchos feligreses, ya es una proeza, y el setenta por ciento restante se mantiene gracias a la santa paciencia, que de paso se ha convertido en una costumbre hogareña. Eso fue lo que le aconsejé a mi madre, pero ella no aceptó.

– ¿Y qué fue lo que hizo?

– Pedirle a mi padre el divorcio, que entonces ya existía, aunque para mí nunca debió existir. Que se fuera de casa y le pasara una buena pensión, además de la mitad de lo que él había llegado a poseer durante toda su vida.

– Eso le dio mejor resultado económico que la santa paciencia -dijo Méndez.

– Cállese. Le he pedido que no hiciera comentarios. Reconozco que el trato se resolvió muy bien a favor de mi madre, pero no fue eso lo que le aconsejé. El negocio del divorcio, tan practicado hoy, no es un negocio cristiano. Si ella había venido con lágrimas en los ojos hasta mí, con lágrimas en los ojos fui yo hasta ella para pedirle que no lo hiciese.

– ¿No intentó hablar con su padre, es decir, con Paco Rivera?

– Sólo le pregunté si era verdad lo que mi madre decía.

– ¿Y él qué contestó?

– Que sí. No intentó negarlo: dijo que sí. Fue a partir de ese momento cuando me negué al menor diálogo con él, aunque luego me arrepentí. Me arrepentí, como los malos sacerdotes, cuando el mal ya estaba hecho: mi padre tampoco me pedía diálogo, pero debería haber comprendido que era por vergüenza. Debería haber ido yo hacia él, y no lo hice. Falté a mi deber, aunque entonces no me daba cuenta. Me parecía que ya cumplía siguiendo las indicaciones de mi madre, que en este sentido se comportaba como una santa.

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Похожие книги на «El pecado o algo parecido»

Представляем Вашему вниманию похожие книги на «El pecado o algo parecido» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.


Отзывы о книге «El pecado o algo parecido»

Обсуждение, отзывы о книге «El pecado o algo parecido» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.

x