Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido

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Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.
Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

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– La muerte de la mujer de que me habla debió de ser horrible…

– Sí.

– Lo que demuestra que quien a hierro mata a hierro muere.

– Yo lo expresaría de una forma más exacta: quien a culo mata a culo muere. Hay frases que son un bien cultural del país -dijo educadamente Méndez.

Y a continuación hizo una investigación rutinaria, aunque sabía lo que iba a encontrar: todos los documentos y recibos estaban a nombre de David Mellado, que sin duda era la víctima. Por cuestión de principios, Méndez hizo una última investigación: miró en la guía telefónica por si aparecía el nombre de David Mellado. Aparecía, y con el número del teléfono que estaba en la casa.

– Al menos sé quién era el muerto -dijo-, y sé también que es el mismo que un día tendió una trampa a una mujer en Madrid en una hermosa casa de los altos de Serrano.

– Ya es algo, Méndez. Supongo que eso le llevará a alguna pista.

– No. La lástima es que la pista termina ahí. Pero es posible que los asesinos hayan dejado huellas. -¿Usted lo cree?

– No, pero tengo obligación de creerlo. Los expertos las buscarán por todas partes, especialmente en la taladradora y en el baño. Yo creo que un asesino profesional no dejaría una huella nunca, pero tengo derecho a pensar que un padre vengador no es un asesino profesional, y encima, cuando mata, no piensa.

– Ojalá tenga razón, Méndez.

– Es una simple posibilidad. Ahora habrá que comprobar cuánto tiempo llevaba en este piso David Mellado: seguro que es de alquiler, y encima un alquiler reciente, porque ese tipo se movía de una ciudad a otra. Por supuesto, haré que Lola lo identifique. Lo conocerá muy

bien, porque él la amenazó, y encima fue su cliente en la cama.

– Mal trago…

– O quizá no. Lola tenía más de un motivo para desear esta muerte. A lo mejor, lo celebra con champán.

– Lo cual indica que la podrían acusar a ella.

– Es verdad. A lo peor la acusan, pero no fue ella. Yo declararé en su favor.

– ¿Y ahora qué va a hacer, Méndez?

– No me queda más remedio que avisar a las altas jerarquías, y que ellas hagan lo que les parezca. Este marrón no me lo puedo comer yo sólito.

– Le acusarán de allanamiento de morada, Méndez.

Méndez detuvo la mano que ya iba a asir el teléfono mientras decía:

– Estás muy equivocado, Amores. Te acusarán a ti.

14 UNA CUESTIÓN DE BUENA SANGRE

Méndez siempre había sido un polizonte mal visto, mal pagado, mal considerado y además lesionado por la popa. Todas esas circunstancias indicaban una sola cosa: pobreza. Pero en realidad no era del todo cierto. Aunque Méndez ganaba poco, también gastaba poco. Toda su vida había comido en figones, bares a punto de clausura y tabernuchos cercados por los inspectores de Sanidad: es decir, había comido, sin darse cuenta, residuos municipales y sobrantes de ambulatorio. Con ese régimen de vida, una de dos: o uno se muere o ahorra.

Todo esto quiere decir que Méndez había ahorrado algún dinero, pese a su digna pobreza. Y ahora él, que apenas había salido de la ciudad, resolvió gastarlo en una serie de viajes, entre ellos uno a Madrid, recordando los tiempos en los que una rabiza que había visto Emmanuelle se encerró con él en el aseo de un avión de puente aéreo.

Antes tuvo que atender a una serie de requisitos con los investigadores y con la policía de Barcelona; en primer lugar, evitar que le empapelasen por allanamiento de morada. ¿Por qué entró ilegalmente en aquel piso?, le preguntó Pons. Pues porque el tal David había amenazado a una mujer a la que yo quería defender, y fui allí para cantarle las cuarenta. Usted siempre defendiendo putas -dijo Pons, quien tenía la cabeza en otro sitio-. Por esta vez, lo pasaré. Y ahora, Méndez, no crea que porque ha descubierto un crimen lo va a investigar usted. De modo que olvídelo todo, déjenos en paz y váyase a la mierda.

Que a uno lo dejen de lado es a veces una ventaja. Méndez investigó, y además pudo enterarse de lo que investigaban los otros. En primer lugar, nada de huellas, lo cual indicaba que los asesinos podían no ser unos profesionales, pero tampoco eran unos incautos. Nada de testigos, por supuesto, a pesar de que a la hora del crimen -medianoche-, bastantes vecinos aún estaban despiertos, veían la tele, lavaban los platos, se jugaban a las cartas la paga del mes o esnifaban en el cuarto de baño. Ese inmueble -decía la policía- es de gente de paso, gente de aluvión, y por tanto sospechosa. Hay en él desde viajantes de comercio que se turnan en la misma cama a estudiantes que se turnan en el mismo libro, pasando por sindicalistas, banqueros fugitivos y curas rebotados. Créeme, Méndez, es de esos sitios catalogados en los que puede pasar cualquier cosa.

Tampoco había fibras de tela, pelos o restos de saliva en un vaso. Parecía como si al tal David Mellado lo hubiesen matado unos fantasmas. Porque el nombre era ése: David Mellado. La policía averiguó que había vivido en varias ciudades, aunque frecuentaba Barcelona, y que se dedicaba en pequeña escala a la trata de blancas. «Hubo un tiempo en que ganó dinero de verdad -decía un informe- porque hay mucha demanda de mujeres en saunas, bares de alterne y clubes de carretera. Sin embargo, parece que se iba apartando de esa actividad sin bajar su nivel de vida, lo cual hace sospechar que obtenía ingresos aún mejores haciendo de correo de la droga.»

Parece una conclusión bastante lógica, dada la catadura del tipo, pensó Méndez, mientras husmeaba en los informes buscando rastros del muerto en otras ciudades españolas. Pero nada llevaba a ninguna parte, excepto, en todo caso, a Madrid, cosa que Méndez ya pensaba. Tampoco había datos que relacionasen a David Mellado -a ojos de la policía oficial- con el crimen de los altos de Serrano.

De modo que poco podía avanzarse, e incluso se corría el peligro de que el crimen se catalogase como un ajuste de cuentas entre gente de la droga, lo cual condenaría el caso poco menos que al olvido eterno. Pero quizá el comisario Fortes, ese tigre solitario, sepa algo más, pensó Méndez.

Por tanto, fue a Madrid. Con la esperanza de que alguna azafata de servicio hiciera de Emmanuelle, Méndez las miró a todas fijamente, pero sólo consiguió que una le preguntara si necesitaba primeros auxilios. Descendió en el puente aéreo, y para no gastar tanto en un taxi fue en autobús hasta la Biblioteca Nacional, de donde anduvo, en una larga caminata, hasta la Gran Vía. Buscó alojamiento en la pensión de la otra vez, donde se enteró de que uno de los clientes había muerto y una de las dientas había contratado a un cubano -sobrante de una artista famosa- con la esperanza de tener un orgasmo, y quién sabe si un hijo.

De modo que Méndez se instaló en la más absoluta normalidad del país. Y hecho eso, fue en busca del comisario Fortes.

Fortes le saludó afectuosamente:

– En mala hora, Méndez. Me gustaría saber quién ha tenido la jodida idea de enviarle a hacer pipí a Madrid.

– No me ha enviado nadie.

– ¿Quiere decir que viene por su cuenta?

– Sí, señor.

– ¿Pagándose el viaje usted?

– Exacto. Y sin descuentos.

– Pues vaya coña. ¿Y el trabajo?

– He pedido unos días a cuenta de mis vacaciones. De todos modos, tampoco se habrán enterado.

Fortes consultó su reloj. Quién sabe si tenía un trabajo inaplazable en la casa de citas de Carabanchel. Preguntó con impaciencia:

– Bueno, ¿y qué?

– Ha muerto David Mellado, uno de los que tendieron la trampa a la chica en los altos de Serrano.

– Me lo han dicho los compañeros de Barcelona. Un trabajo de artesanía, oiga.

– Sí, Fortes. Y encima todo hecho en casa y con instrumentos de casa.

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