Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido

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Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.
Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

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– ¿Pero la educaba?

– Sí.

– ¿La atendía en todo?

– Sí.

– Alabada sea la gloria del Altísimo.

– No tanto, Méndez. La vida tiene muchos rincones, y en cada uno de ellos hay una mano que te pide pasta. Nunca hay suficiente. Por otra parte, Lola no era doctora en Ciencias de la Información, ni en Ciencias Políticas, ni en Ciencias de la Imagen, pero era doctora en Ciencias de la Cama. Ese es un título que da dinero: a ver si de una maldita vez alguna universidad lo reconoce.

– Es lo que yo digo siempre -declaró Méndez-. Hay que orientar a la gente, hay que crear una entente entre universidad y empresa.

– Méndez, que te den.

– Ya me han dado muchas veces.

– Pues que te hagan daño. Y ahora vamos a la historia, porque al fin y al cabo soy amiga tuya. La historia es ésta: Lola ha sido prostituta de alta calidad. Todavía hoy, pese a ser una mujer mayor, conserva la vieja clase. A ver si nos entendemos, Méndez: todavía hay señores… señores, no como tú, que prefieren una felación hecha como por favor con la boca de una gran dama con la que antes han hablado de si Egon Schiele es un buen pintor o no, y han escuchado música de Debussy en un piso de Pedralbes. ¿Que cómo domino esos nombres tan poco populares? Pues porque tú ya sabes que fui bibliotecaria. El caso es que la Lola ganó dinero y vivió bien, aunque dudo que tuviera bastante: sobre todo ahora, cuando los viejos clientes van escaseando o se le mueren a media felación, ya ves qué cosas. Y ahí entra David.

– ¿Qué David?

– El que he recordado ahora pensando hacerte un favor, Méndez. Te hablé de dos David, ¿no? Pues te hablo de un tercero; éste es un cabrón que vive de las mujeres y ha estado en Madrid, Valencia, Barcelona, Bilbao y en todas partes donde se mueva pasta, o sea, que cuadra con el tipo que tú buscas. Ese David conoce a Lola como cliente, o sea, que se la tira un par de veces. Se la tira y paga. Luego pasan tres cosas.

– Suéltalas.

– La primera es que se da cuenta de que Lola se gana mal la vida. Ella pretende ser lo que era, pero ya no lo es, de modo que le vendrán bien unos ingresos extra. La segunda que Lola, por sus relaciones, puede ser una magnífica vendedora de droga entre gente que puede pagarla. Porque David, mariconazo, está además en el negocio de la droga, sí, señor. Y la tercera cosa: ve un retrato de la hija.

– Carol.

– Sí.

– Explícate.

– A Carol no la he visto nunca, pero su retrato sí; es una chica preciosa. Lola tiene dos retratos: uno de cuando se separó, con la niña pequeñita y picarona, pero con uniforme de colegiala y mocos en la nariz. Otra, el actual o casi actual, con una mujercita que tira de espaldas, una señorita bien que puede dar millones en el circuito de la cama.

– A ver si lo entiendo -dijo Méndez-. Te lo explicaré antes de que me envíes a que me den. Ese tercer David le ofrece a Lola un trato de mucho dinero: tú vendes droga a gente de altura y además le cobras la cama. Pero al mismo tiempo sitúas a tu hija. Y si lo hacéis las dos juntas, será fabuloso. Hay gente podrida de millones que está deseando gastarlos para quedar podrida en un morbo.

La voz de Julia sonó opaca al otro lado del cable:

– Méndez, que te den.

– ¿Qué le contesta Lola?

– Que de tenderse ella en la cama, pues sí. Pero que de drogas nada, que ella será puta, pero honrada como la que más. Y de la nena, menos. La nena es superdecente, y además hija de un hombre rico, que le pasa una generosa pensión. No sabe nada de cómo se busca la vida la madre; para ella, la madre se pasa la vida en misa. Y encima ahora la nena está en París, estudiando en la Sorbona. ¿Pero qué se ha creído el puerco de David? Lola lo echa de casa.

– ¿Y qué pasa luego?

– David no se va.

– ¿Me dejas imaginar el resto, Julia?

– Puedes oler toda la basura que quieras.

– David la amenaza -susurró Méndez-. Le pega una paliza. La viola sólo para hacerle daño. Luego la coacciona: tú misma me has dado la dirección de la hija. Pues muy bien, la hija y tú os iréis a tomar pol saco. Mis amigos y yo la buscaremos. O me das el «sí» antes de una semana o más vale que te tires por este balcón. Este balcón está en el séptimo piso.

Hubo un brusco silencio al otro lado del teléfono.

Julia acabó diciendo:

– Sí.

– ¿Cuándo pasó eso?

– Hace tres días.

– O sea, que aún no se ha cumplido la semana.

– No, pero qué más da.

– ¿Quién te ha explicado eso?

– La propia Lola. Está desesperada.

– ¿Le has dicho que vaya a la policía?

– No, Méndez, no me vengas ahora con soluciones de confesonario. Tú sabes que la policía esas cosas no las arregla. Lo primero que le he aconsejado es que envíe a la chica a otra ciudad bien lejos de París y que contrate protección, o sea, un gorila. Pero dudo que tenga dinero para gorilas. Luego he pensado que ese David podría ser el David que tú buscas. He descolgado el teléfono y aquí estoy.

– Me has hecho un favor, Julia.

– Tú podrías hacerme otro.

– ¿Cuál?

– Te daré el domicilio de Lola. Tú averiguas dónde vive el tal David; no será tan difícil. Lo trincas por lo que a ti te parezca. Por ejemplo, por haber hundido el Titanio. Cosas peores se han visto. Pero como se resistirá, le cortas los huevos, los trituras, les añades sal y los registras en Patentes y Marcas como producto dietético.

Méndez protestó:

– Julia, yo soy un policía demócrata.

– Y una leche.

– No sé por qué la gente me da una fama que no merezco. Pero, de todos modos, reconozco que en las tiendas hacen falta nuevos productos dietéticos. Empieza por darme la dirección de Lola.

Julia se la dio: parte alta de Sarria, ático a los cuatro vientos, dos grandes habitaciones y salón, baño con espejos a tutiplén, aire acondicionado, parking.

– ¿Me dejará hablar con ella?

– No le he dicho nada de ti, pero te dejará hablar con ella.

Méndez dijo:

– Te invitaré a una comida de régimen.

Y colgó.

Fuera estaba el sol, estaba la muerte horizontal del Paralelo. Estaban las tres chimeneas, la acera inmemorial, las fachadas donde antes hubo teatros, luces de neón, carteles con gloriosos nombres de vedettes y vicetiples llegadas para triunfar, es decir, mujercitas con los ojos llenos de ilusión y el culo lleno de esperanzas. Méndez, tú no tienes más que una mirada decadente e impía, que antes sólo veía la mentira de las vidas y ahora sólo ve la verdad de los fantasmas. Estás hecho de ellos, Méndez, de los fantasmas de la calle, de los fantasmas con nombre de mujer, y les dices adiós todos los días. Miras a la gente, calculas sus años y te preguntas de cuántos pedazos está ya hecha. Tú, como los poetas de barrio, acabarás recogiendo los pedazos de los otros en esta tierra sagrada.

Miró la notita con la dirección de Lola y se encaminó hacia allí, aunque temía que el aire puro y la luz le acabarían dejando manchas en la piel. Menos mal que el trayecto procuraría hacerlo, como de costumbre, en la protección amorosa de los túneles del metro.

Iba a descender la escalera cuando la voz de Amores dijo:

– A la paz de Dios, señor Méndez.

Méndez supo entonces que, como siempre pasaba con Amores, la paz de Dios les iba a traer algún muerto.

– Ahora, después de tantas desventuras e incomprensiones, llevo una vida tranquila y digna -dijo Amores-, dedicada a poner en orden las pruebas de imprenta y a engañar a la mujer del director. No crea que resulta tan sencillo, Méndez, porque eso de engañar a las mujeres, sobre todo si están resabiadas, es un arte difícil y antiguo. Bueno, ya que nos hemos encontrado, supongo que me dirá adonde va y me permitirá acompañarle.

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