Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido
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Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.
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– Yo ya sabía por dónde iba.
– Muy bien, Amores. Trabaja y que el Supremo Hacedor nos ayude a los dos. Te llamaré esta noche. -¿A las tres?
– No, no quiero que me confundas con la mujer del director.
Y Méndez colgó piadosamente.
Acababa de hacerlo cuando le llamó Julia, la del bar marrón, la del agua tónica, la de los cristales cargados de tiempo. Julia tenía el teléfono de la nueva dirección porque Méndez se lo había dado al pasarle una tarjetita sobre la mesa.
– Hola, Méndez.
– Qué sorpresa, Julia.
– Me he acordado de otro David, aunque a éste no lo conozco personalmente. Me habló de él una amiga, una amiga de oficio, bueno, de ex oficio, porque ya lo he dejado. Ella también quiere dejarlo, pero parece que no puede del todo. Es más joven que yo.
– ¿Cómo se llama?
– Lola.
– ¿Y qué le pasa?
– No ha tenido demasiada suerte en la vida. Su madre la vendió.
– ¿Qué dices?
– No me vengas ahora con que no has conocido a ninguna capaz de hacer eso, Méndez.
– Bueno… Imagino lo que quieres decir.
– Hay una tierra que tú no has conocido, Méndez: la Barcelona del hambre y encima aplastada por el sol del verano. Los balcones de los barrios, las persianas desvencijadas, los niños berreantes y las mujeres acodadas en las barandillas para ver pasar la cochina tarde. Y algo peor: la cochina vida.
– Maldita sea. Yo conocí esa Barcelona hasta sus entrañas, Julia.
– No sé si te he hablado alguna vez de la señora Tomasa y de sus cuatro hijas enviadas por Dios, nacidas para la gloria.
– No, de eso no me habías hablado nunca.
– Bueno, pues ahora te lo contaré, porque está relacionado con Lola. Una mujer viuda, de cincuenta años, llamada Tomasa, llega desde un pueblecito de Málaga donde no hay nada. Bueno, sí, hay un señorito, el caballo del señorito, un guardia civil, un monumento a un torero que se mató cayendo de una escalera y un cacique del que todas las mujeres del pueblo saben que la tiene muy gorda. Tomasa llega como todos los inmigrantes del sur, por la estación de Francia y en un tren botijero. Ahora los trenes llevan hasta azafatas con minifalda, pero entonces llegaban madres jóvenes, con cinco críos y una sola gota de leche. Bueno, pues la señora Tomasa no tiene un clavo al bajar del vagón: gasta lo último en cuatro panecillos para sus cuatro hijas. Luego echa a andar con ellas paseo de Colón abajo, puerto del Morrot abajo, cementerio de Montjuïc abajo, río Llobregat abajo. Le han dicho que tiene trabajo en Gavá, un pueblo que hoy está lleno de jubilados con tripa, pero que entonces estaba lleno de peones con callos. Gavá, le han dicho, cae hacia el descenso del sol. Y ella, con sus cuatro hijas y sus maletas, sigue el curso del sol durante veinte kilómetros.
– Me estás contando la historia de una desafecta al régimen -gruñó Méndez…
– Sí.
– ¿Qué tiene eso que ver con Lola?
– Lola es una de las hijas, la mayor. No cree en nada ni sabe nada, excepto que hay que comer todos los días y que, allá en el pueblo, ya se la quería tirar el cacique de la cosa gorda. La madre trabaja en la limpieza de las fábricas, pero ya tiene cincuenta años: no gana para cuatro. Mejor dicho, para cinco, porque ella también tiene hambre atrasada. La hija mayor, Lola, la ayuda en la limpieza. Ni aun así. Un día, un señor muy religioso le ofrece hacerse cargo de Lola, mantenerla, educarla, llevarla a un buen colegio. Encima, le da a la señora Tomasa una bonita cantidad. No me digas que eso no es una venta.
– Lo es -dijo Méndez, con la mirada perdida.
– Podría hablarte de la educación de Lola, de los estupendos colegios de Lola.
– Háblame.
– El señor muy religioso la mantuvo, es verdad, le dio buena comida, buenos vestidos y buenas palmadas en el culo. La enseñó a usar el bidet, que entonces, en la Barcelona del hambre, sólo usaban las nenas de la Sección Femenina y las señoras monárquicas y de buena familia. La llevó a un colegio donde enseñaban religión, buenas maneras, costura, la lista de los pecados capitales y el cuidado de la mesa. No se puede decir que la engañase: le dio educación y formas redondas, es decir, formas de señorita bien comida y bien sentada. Tampoco la engañó en la cama. La propia Lola me lo contó: se la tiraba todos los domingos, desde el día en que ella cumplió doce años, es decir, cuando a él aún podían acusarle de estupro, lo que no es tan grave, según la ley de entonces, pero no de violación. Lola lo recuerda muy bien: la cama ancha con un crucifijo encima, la gramola en la que sonaban canciones de entonces, como Bésame mucho, Los últimos de Filipinas y Qué lindas playas tiene Mallorca , la ventana tras la que moría la tarde y el tío encima gritando «Ah, ah, ah…». Te juro, Méndez, y tú lo sabes, y por eso no crees en nada, que miles de historias de niñas se han escrito así, en miles de tardes de domingo, en las mil Barcelonas del hambre. Coño, pero qué literaria soy. Soy una ex puta ilustrada. El tío se corría a veces antes de penetrarla, de tan emocionado que estaba ante las rollizas piernas de Lola y el liguero tamaño infantil que le había de confeccionar a medida una vieja corsetera. Bueno… ¿seguimos hablando de cosas en las que tampoco la engañó, Méndez?
– Sigamos.
– Había prometido a Lola que la dejaría bien colocada, que su virgo valdría un precio. Aquel señor, ¿sabes?, era un señor. Todos, al final, intentaban situar a sus queridas en un lugar acomodado y, por supuesto, santo. Hubo un famoso magnate que casaba a sus sucesivas queridas con sus sucesivos secretarios. El meapilas fertilizador de nenas, que no había fertilizado a Lola, la casó con uno de sus socios cuando vio que se acercaba la hora de morir, y por tanto la hora de arrepentirse de todos sus domingos por la tarde, arrepentirse de que no hubieran sido domingos y jueves, porque en la vejez, uno se da cuenta de que no ha aprovechado su vida. Lola tenía entonces dieciocho años, unas formas solemnes, una gran sabiduría de lengua, una cara de metal y una mirada de hielo. Yo he visto sus fotos, Méndez. ¿Te hablo de ese álbum donde se empieza viendo a la señora Tomasa haciendo la siega en Málaga, bajo un sol mahometano, y se acaba viendo a Lola tomando un cóctel en Rigat, bajo un toldo de rayas?
– No. Yo no conservo ningún álbum de los viejos tiempos. Las fotos me hacen llorar.
– Pues no te hablaré. Pero como tienes que estar bien informado, te mencionaré al marido socio de empresa y socio de cama, el segundo hombre, el segundo barítono del «Ah, ah, ah». Parece que Lola, cansada de la misma partitura, le fue infiel: al fin y al cabo, no creía en nada, si había llegado a no creer en su propia cama. Para entonces ya tenía una hija, Carlota, a la que llamaba Carol. El marido se separó; no quiso saber nada con ella ni con la hija. Eso sí, siempre le ha pasado una generosa pensión para la nena, que ya no es nena, pero un día lo fue, y así ha quedado, como envuelta en una luz irreal, en la memoria del padre. Aquel hombre, don Pedro Mayor, estaba acostumbrado a decir las cosas en castellano claro, como un canónigo del siglo XVII: «Todo este dinero es para que eduques bien a la nena y para que ella nunca chupe lo que no tiene que chupar.»
Méndez, al otro lado del teléfono, siempre decía las cosas -también- como un canónigo del siglo XVII. Preguntó:
– ¿La nena vive?
– Sí.
– ¿Chupa?
– No.
– Lo celebro.
– Lola la cuida.
– Muy bien. Lola cuida a Carol.
– Queda poco para el final de la historia, Méndez, pero he de contártela toda, porque si quieres investigar necesitas saberla. Lola siempre ha querido vivir bien después de su separación; al fin y al cabo, estaba acostumbrada a ser una dama que iba al Liceo antes de que el Liceo se quemase, y visitaba al obispo Modrego antes de que el obispo Modrego se muriese. Supongo que tú me entiendes: vivía a lo grande con lo que le daban para que viviese en grande la nena.
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