Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido

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El pecado o algo parecido: краткое содержание, описание и аннотация

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Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.
Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

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– Bien, pero ¿cuál era la otra respuesta? ¿Por qué ibas tú allí, una bibliotecaria ya no muy joven, pero de las que todavía guardan el libro de la primera comunión en casa? ¿Por qué, si tenías un sueldo fijo?

Julia miró al vacío a través de la ventana del viejo café. Aquel vacío, sin embargo, estaba lleno de cosas: una mujer de ochenta años pedía limosna para mantener a sus padres, un vejete miraba los culos de las paseantes, y como no podía levantar nada más, levantaba una ceja, una barrendera municipal perseguía escobón en ristre a un perro cagón y encima de derechas. Un oriental acabado de llegar hacía encuestas por entre la roña de los portales y de paso se ofrecía como mayordomo filipino.

Pero Julia sólo veía el vacío, que es lo que queda después de verlo todo en la vida.

– Mi marido -dijo.

– ¿Tu marido, qué?

– Estaba enfermo. No físicamente, no… Había sido un hombre fuerte, que trabajaba en dos sitios a la vez y encima cumplía los sábados por la noche, después de la película. Pero la cabeza y los recuerdos se le habían ido. No sabes lo que me costó recordar a mí también el maldito nombre: Alzheimer. Y todo eso a los cuarenta años, que a veces ya pasa. Había que darle de comer poniéndole la cuchara en la boca; no sabes lo que necesitaba pagar cada mes para que lo tuvieran en la clínica.

Méndez cerró un momento los ojos.

Si al cabo de los años hay un vacío de fuera, también hay un vacío de dentro.

– Eres admirable, Julia-musitó.

– ¿Por qué? ¿Por cuidar de una persona que me había querido?

– Por eso y por haber aprendido, sin llorar, que el cariño se olvida, que todo el amor, todas las lágrimas, todos los versos y hasta los boleros, que para mucha gente fueron música religiosa, dependen de que no se rompa un nervio entre dos huesecitos. Es demasiado difícil no llorar: no ya por el marido, sino por un amor que resulta que no existió jamás.

– El mío aún existía, Méndez.

– Esa es la segunda cosa por la que te admiro: no parecías hacerlo como un penoso deber. En la cama eras una mujer alegre.

– Quizá es que me acabó gustando el sexo, que es lo último que evita el aburrimiento final. No se lo digas a nadie, pero yo ya he llegado a ese aburrimiento, Méndez. Por eso soy una especialista en mirar al vacío.

Y trató de reír. El sol cuadrado de la cama llegaba allí como un sol lleno de pulgas, como un sol muerto de hambre. Se posó en los años de la mujer y en sus dos venitas azules. Méndez pidió para Julia una tónica, y él terminó su vermut de marea negra.

– ¿Qué haces ahora? -musitó.

– Cobro un pequeño retiro y una pequeña viudedad. Podría vivir bien, pero tengo una hija que sigue gastando. ¿Y tú? ¿Qué haces tú, Méndez?

– En el Ministerio del Interior llevan años preparando mi expulsión, pero a última hora siempre cambian al ministro. Si éste dura tres meses más, seguro que me echa.

– Entonces aún sigues persiguiendo a alguien.

– Pues claro que sí. Hay muchas señoras ricas que han perdido su perro, como hay muchos señores ricos que han perdido su dinero. Pero yo me he especializado en ellas; lo otro es cosa de la policía científica.

– No te desanimes. Tal y como se están poniendo los estudios y el trabajo, la de buscador de perros de buena familia acabará siendo una carrera de grado medio en la Universidad de Bellaterra.

Y volvió a reír. Julia aún conservaba milagrosamente la vieja alegría de la cama, la calle, el gato escondido y el cliente sandunguero. Se zampó la tónica.

– Persigo fantasmas -reconoció Méndez-, aunque he de decir en mi defensa que son fantasmas de buena familia: una chica muerta en una casa lujosa de Madrid, una criada muerta en otra casa lujosa de Madrid… buena chica, no creas, al menos era ex felatriz de la embajada, y un nombre oído en una cinta mal grabada. El nombre es el de un tipo llamado David, un malparido chuloputas, pringado de sangre de nena y que acabará, te lo juro por éstas, pringado de semen de guardia civil.

– Sigues estando en forma, Méndez.

– Lo malo es que hay una montaña de tíos llamados David y una montaña mucho mayor de chuloputas.

– Tienes razón. Yo al menos conozco a dos, Méndez.

– No es lo que se llama una pista de cojones -gruñó el policía.

– Tampoco perderás nada si te digo dónde viven. Podrás hacer eso que se llama una investigación de rutina.

– Perder cien horas buscando un minuto -se lamentó Méndez-. ¿Viven en Madrid?

– No. Si vivieran allí, yo no los conocería. Viven en Barcelona.

– Entonces no me sirven.

– Tampoco pretendo que te sirvan: es cosa de la conversación; pero, además, de uno de ellos me gustaría vengarme a pesar de los años que han pasado. Un día me quiso cobrar, y al no conseguirlo me dio una paliza. Y el otro no sé, no sé… Fue sólo una vez, pero de pronto me preguntó qué precio cobraría mi hija.

Méndez volvió a cerrar los ojos.

– Una gran alegría la de la cama -dijo.

– Sí.

– Puedo hacerles una investigación rutinaria -susurró Méndez-, aunque sólo sea por cumplir una de las misiones que la Constitución encomienda al funcionario español.

– ¿Sí? ¿Cuál es?

– Joder.

Y sacó una libretita tan fina, tan eclesiástica, que parecía haber sido regalada por el Banco Ambrosiano, mientras murmuraba:

– Voy a apuntar los datos. Dime, venga.

12 UNA CUESTIÓN DE NOMBRES

No, no era una pista como para volverse loco, y por tanto Méndez la siguió sin el menor entusiasmo. Pero estaba prácticamente sin trabajo; no le encargaban nada porque dudaban de su eficacia hasta en la Interpol. Encima, la comisaría nueva de la calle Nueva le aburría soberanamente: era limpia, metálica, olía a detergente y no tenía el menor pasillo oscuro donde practicar el acoso sexual. Méndez pasaba en ella el mínimo de horas exigible, aunque por otra parte nadie le había pedido que pasase en ella hora alguna. Aún derramaba lágrimas por la vieja comisaría de la zona, por su portal oscuro, sus cucarachas jubiladas y su balcón desde el que se podía atender al servicio, vigilando a las matronas cuando iban de compra y a las delincuentes en edad de merecer.

Por tanto, podía dedicar tiempo a pistas que no llevaban a ninguna parte. El primer chuloputas, el primer David del que le habló Julia vivía en el barrio, en una zona de destrucciones masivas: el ayuntamiento, decidido a acabar con el barrio Chino, estaba derribando casas de la guerra de Cuba, abriendo calles y construyendo pisos con balconcito y bidet. En la zona bíblica del primer David había un solar con restos: aún se veían las paredes desnudas de lo que un día fue una casa. Los azulejos blancos de la cocina, tan puestos al día que tenían una mancha de ketchup; la cenefa del comedor, con las manchas de las sillas; una ventana intacta, con la mancha de un recuerdo. Méndez subió al piso del cabrón, una quinta planta que le dejó al borde de los viáticos, y que sin duda había sido antes un palomar o un picadero de gaviotas. El cabrón le recibió en camiseta, le enseñó la documentación (ésa era la excusa de Méndez: fingir que buscaba inmigrantes ilegales), le juró que no vivía ya de ninguna mujer (excepto de la suya), le habló de sus grandes tiempos, cuando tenía cuatro mujeres trabajando para él (una de ellas, su hermana) y de sus fracasos actuales, cuando ya no había buen material, cuando todas las mujeres a las que perseguía ya estaban trabajando en El Corte Inglés. Le echó cuentas de lo que le costaba mantener la colección de gatos que llenaban el piso y que encima aumentaban continuamente (no era extraño, porque dos de ellos estaban tris-tras sobre su propia cama) y le contó sus miserias no amparadas por la Seguridad Social: y es que no existe ninguna nómina de macarras, aunque créame, señor, si le digo que pronto habrá una nómina de maricones fuertemente protegidos. Terminó echándose a llorar y pidiéndole un préstamo a Méndez.

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