Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido

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Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.
Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

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– Puede ser un dato importante -dijo Méndez.

– Aún no lo sé. Otros detalles: la víctima iba a acostarse. Estaba desnuda del todo, pero aún no se había puesto el pijama. El contenido del estómago coincide con el de la cena de que nos habló Marga, la viuda de Rivera, o sea, que no la hemos cazado en ninguna contradicción: mejor dicho, no la han cazado los de Madrid. Por supuesto, los de Madrid también han tenido que someterla a un interrogatorio, que ya está en manos del juez, aunque a mí también me han informado.

– Y usted me informa a mí aunque sólo sea para apartarme del caso. Muy bien -dijo Méndez.

– Le preguntaron las dos cosas que le habría preguntado yo, aunque dudo que a usted se le hubieran ocurrido, Méndez.

– Oh, por supuesto.

– La primera fue el misterio de la puerta. Usted entró ¡legalmente, Méndez, detalle que consta en el sumario, aunque el juez ha preferido olvidarlo, y a mí mismo me conviene que lo olvide. ¿Pero el asesino o asesina cómo entró? Eso suponiendo que no sea la propia Marga. Usted ha declarado que la puerta no estaba forzada, y los expertos de la policía de Madrid han dicho lo mismo. Cabe suponer que el asesino era un auténtico experto o llevaba una llave falsa, mejor dicho, una llave duplicada. ¿Cómo la consiguió? La policía de Madrid supone que pudo copiar la llave de la muerta.

– O sea, que tenía con ella una relación.

– Joder, Méndez, todo matador tiene alguna relación con la persona matada: eso lo enseñan hasta en los jardines de infancia.

– Desde el fondo de mi estupidez me disculpo -dijo Méndez-. He querido expresar que el asesino y la víctima tenían alguna intimidad.

– Seguro que la tenían. No sabemos de qué clase, pero la tenían: dinero, secretos, parentesco o metisaca. Es igual. La viuda de Rivera incluso sabía algo, y eso contesta la segunda pregunta que le hicieron: ¿por qué no acabó de tener la reacción lógica de miedo y de sorpresa? Pues porque sabía que Mónica había sido amenazada. Sorprendió parte de una conversación al descolgar por casualidad el teléfono auxiliar, cuando Mónica estaba hablando. Un hombre la amenazaba. No pudo saber por qué ni para qué: ya le digo que fueron sólo unas palabras. Pero, claro, inmediatamente pidió explicaciones a Mónica.

– ¿Y ella qué le dijo?

– Parece que estaba asustada, pero lo disimuló muy bien. Dijo que se trataba de un antiguo novio y que no había que darle importancia. De todos modos, Marga, la dueña de la casa, le aconsejó que se fuese unos días fuera de Madrid. Incluso ofreció anticiparle unas vacaciones, lo cual me parece una actitud muy lógica. Mónica dijo que lo pensaría durante un par de noches.

– Pero ya no le dio tiempo.

– No.

– ¿Y Marga no pudo averiguar nada más? En aquella conversación que sorprendió, ¿no hubo algo especial que le quedase en la memoria?

– Sí. El nombre de la persona que hablaba con Mónica, parece que ella lo pronunció una vez. Era un nombre masculino: David. Ya sé que no significa gran cosa, porque los nombres se repiten en este mundo hasta el hastío total. Pero era David, seguro.

Méndez reflexionó un momento, cerrando los ojos.

Gracias a los párpados, que las bichas no tienen, no apareció en su cara la mirada de la serpiente vieja.

Recordó la grabación. Los altos de Serrano. Una casa en la parte más distinguida de Madrid. Una habitación con una cama. Un culo de mujer que sufre. Una boca de mujer que gime.

Y la grabación otra vez.

Una voz masculina que pronunciaba dos nombres: los de los dos tipos que habían retenido en la casa a la mujer, diciéndole una falsedad, para dar tiempo a que se presentara allí el violador. David y Alberto, Alberto y David. Pese al desgaste cerebral de Méndez y la fuga estelar de sus neuronas, recordaba esos dos nombres perfectamente.

Abrió los ojos.

La mirada del funcionario que no cobra había sustituido a la mirada de la serpiente vieja.

– ¿Y bien? -preguntó Pons.

– Nada.

– Lo suponía. Usted es el Señor Nada, el Policía Nada. No sé ni por qué le he dado tantos datos.

– Debe de ser por la cortesía que rige entre las personas del Cuerpo.

– Seguramente. Bueno, ahora ya sabe lo justo para no meter la pata. Váyase. Queda relevado de este servicio y a disposición de la Superioridad correspondiente.

Méndez se levantó.

Y como se estaba convirtiendo en un hombre bien educado, dijo:

– Gracias.

Bueno, Méndez, ahora ya vuelves a encontrarte en tu situación natural: policía viejo y que no acaba de retirarse, porque si se retirase moriría de asco en una pensión de la ciudad antigua, mientras sobre los patios interiores acaba de ponerse el sol. Marginado del servicio porque nadie confía en ti, porque los jefes saben que los delincuentes se te escapan o no quieres detenerlos: a veces los chorizos se te confiesan en los bares del barrio gótico, sin enterarse de que la mujer se busca un amigo o se corre un polvo salvaje la hija. Estás en tu mejor momento, Méndez, el que sueña todo burócrata español bien nacido: sin destino, sin trabajo y a disposición de todas las autoridades correspondientes.

Méndez anduvo como siempre hacia las profundidades del Raval, la única tierra tan peligrosa -según él- como para haber estado entre dos murallas. En efecto, la muralla medieval de Barcelona, la de Jaime I, que terminaba en el lado izquierdo de la Rambla bajando hacia el mar, no fue derribada cuando se alzó la muralla moderna, la de la ronda de San Antonio (y sus prostíbulos), la

de la ronda de San Pablo (y su cárcel para ejecutar la suerte del garrote vil), y la de Atarazanas (y sus cafés, sus tocadores del dos, sus aventureras de quince años y sus especialidades del francés a la menta). Entre las dos murallas palpitaba una tierra vacía que pronto cubrieron las instituciones más pías de la ciudad: el Liceo, el mercado de la Boquería, el hospital de la Santa Cruz, el teatro Principal, Madame Petit y el palacio de la Virreina. También lo cubrieron las fabriquitas miserables, los huertos donde sólo cabían una matrona, un perro y un conejo, las pensiones donde sólo cabían un poeta, un obrero y un marino sodomita, los colegios de esperanto, los bares anarquistas, las habitaciones donde una mujer lloraba ante su cliente, las galerías con gato milenario, las casas de gomas y todos los sitios, en fin, donde se escribió la historia secreta, la historia de la Barcelona negra.

Méndez, pues, anduvo hacia su patria, devastada por sucesivos alcaldes. Méndez añoraba, sobre todo, los viejos cafés del carajillo legionario, vino al aguarrás y cazuelita con calamar arrepentido. No quedaba apenas nada: la mayoría habían sido sustituidos por pizzerías tailandesas y súpers de diez metros cuadrados donde la cajera tenía que sentarse sobre las latas de aceitunas y los envases de leche El Castillo.

Mejor dicho, quedaba uno. Estaba en la calle de San Pablo, tenía puertas marrones, sillas marrones y algún que otro cliente marrón. Los espejos y el suelo eran históricos: en los unos se anunciaban licores aptos para el desembarco en Alhucemas, y en el otro aún yacían las colillas arrojadas por el ejército franquista. Méndez se sentó cuidadosamente, pidió un vermut de la casa y se puso a repasar sus últimos éxitos profesionales con los ojos en blanco.

Sobre la muerte natural de Paco Rivera ya no había nada que averiguar: incluso la sustracción del cadáver se explicaba por el amor -o quién sabe si por la repugnancia- de su hijo cura. Olvido eterno para él. Sobre la muerte de una chica desconocida en una torre -para él desconocida- de los altos de Serrano, nada que investigar. Méndez no estaba en Madrid, y además, del asunto ya se ocupaban otros. Sobre el asesinato de Mónica en casa de la viuda de Paco Rivera, olvido y chitón, Méndez. Tampoco estás en Madrid. Y del asunto también se ocupan otros.

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