Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido

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El pecado o algo parecido: краткое содержание, описание и аннотация

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Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.
Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

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– Sí, es ésa. Además, Sonia siempre la colocaba ahí.

– ¿Alguien pudo hacer una copia?

– ¿Lo dice usted porque no notó ninguna señal de violencia en la puerta?

– Sí.

– No es tan fácil sacar una copia de una llave de seguridad -reflexionó Marga-. Además, los profesionales autorizados para ello toman el número de tu documento de identidad.

– A veces, ésa es una precaución inútil. Pero vayamos por partes: ¿el portero tiene copias de las llaves de los pisos, para caso de emergencia?

– Sí, pero las tiene guardadas.

– Esa es también, a veces, una precaución inútil.

– Pero, hay algo más: ninguna lleva el nombre del inquilino, claro. Y los números están cambiados: por ejemplo, si usted tiene la llave que pone «principal», puede ser la del quinto piso. Sólo él las conoce.

Méndez cabeceó, mientras anotaba mentalmente aquel dato que ya suponía. Luego señaló el reloj.

– Se acuestan ustedes muy pronto.

– A mí me gusta madrugar, y Sonia, claro, se amoldaba a mis costumbres.

– Me da por pensar que el asesino tenía que saber eso, y encima lo calculó. De lo contrario, se exponía a no encontrar a su víctima tan indefensa.

– ¿Adonde quiere llegar?

– No lo sé. Estoy pensando, lo cual me producirá un dolor de cabeza horrible dentro de poco. Oiga, ¿usted ve la tele desde la cama?

– Un rato.

– ¿La estaba viendo ahora?

– Sí.

– Lo cual explica que no oyera nada. Sin embargo, me ha oído a mí.

– Pudo ser durante una pausa: a veces, la tele grita mucho, sobre todo cuando te dice que tienes que beber aguas adelgazantes y ponerte compresas con rayos láser. Pero otras veces es un susurro.

– Ya.

Marga le miraba fijamente.

– Imagino por lo que dice -murmuró con voz opaca- que yo soy su primera sospechosa.

– Podría serlo -dijo Méndez-, pero no me atrevo a acusarla, porque yo he entrado en esta casa y he descubierto el cadáver de una manera ilegal. Eso le da a usted, señora, un margen de seguridad. Y encima me han ordenado que evite los escándalos en torno a Paco Rivera, de modo que tengo la sensación de que también he de evitarlos en torno a la viuda de Paco Rivera. Seguro que si consulto a la Superioridad me dirán que busque otro sospechoso.

Fue hacia la mesilla. En esa mesilla había un teléfono blanco, como los que distinguían a la gente rica en las películas españolas de los años cuarenta. Méndez alzó el auricular.

– Debo avisar a la Policía con mayúscula -dijo-, aunque policía con minúscula sea yo. Pero lo haré de una forma discreta, haciendo que vengan el forense y un solo comisario. Luego ya veremos. Permítame.

Naturalmente, Méndez llamó a Fortes. A aquella hora, Fortes todavía estaba trabajando, es decir, la llamada le llegó a través de al menos cinco chicas de una casa de citas de Carabanchel. Fortes se cagó en la madre de Méndez. Méndez contestó que su madre no se merecía eso, después de haberse pasado la vida recosiendo trajes de picador de toros y haciendo vestidos para viudas de la Guardia Civil.

De todos modos, Fortes se presentó allí al cabo de veinte minutos. A aquella hora, a pesar de que estaban llenas las tabernas, había poco tráfico. Además, debía de haber sacado tiempo para hablar con algún juez, porque venía en compañía de un forense bajito, gafudo, calvo, cansado, con pinta de hacer horas extras y llevarse los cadáveres a casa.

Méndez no esperaba que aquel forense aclarara gran cosa, después de lo que él ya había visto. Pero curiosamente fue aquel tipo insignificante el que empezó a aclararlas, empleando términos científicos desde el primer momento.

Porque echó un vistazo sobre la mujer muerta en la cama y susurró:

– Joder, la Mónica.

Méndez murmuró:

– Yo creí que se llamaba Sonia.

El gran bar-tasca-restaurante-terraza mirador y rompeolas de las Españas estaba todavía lleno, a pesar de lo avanzado de la hora. La gente trasegaba vinos pasiegos, comía pimientos de Tudela, pinchaba calamares de Namibia, recomendaba a los parientes para que entraran en la Policía Municipal y preguntaba si el dinero invertido en las quinielas desgravaba de la Renta.

Méndez miró los grandes balcones de la que había sido casa de Paco Rivera, cerrados sobre la plaza y que apenas dejaban filtrar un resquicio de luz. Repitió:

– Yo creí que se llamaba Sonia.

El forense y él estaban sentados en la terraza, bajo una protectora mirada del caballo de Felipe IV, bebiendo la última copa del funcionario cumplidor. El forense había accedido a sentarse allí con él, para hablar a solas (entre gritos, como son las rigurosas soledades de España), cerca y lejos de la casa de la muerta.

– No le extrañe -dijo-, porque las mujeres como Mónica-Sonia cambian con frecuencia de nombre. Según la casa donde trabajen, sobre todo si la casa tiene clientes posmodernos, se llaman Vanessa, Christi, Yolanda o Cleo. Ella era una chica moderada: se hacía llamar Mónica, y encima creo que ése era su verdadero nombre. La conocí en una casa donde imperaba una maîtresse todavía joven, que calzaba tacones de aguja para que los clientes le besaran los pies, vestía riguroso látex negro, tan ceñido que le marcaba el ano… perdone, pero ése es para mí un término científico, como última puerta del conducto digestivo, puerta milagrosa, porque no siempre está sana y en situación de prestar servicio, y antifaz de terciopelo, que realzaba una nariz pequeña y una boca viciosa y grande. Yo no sé si se ha fijado, Méndez, en lo sugestivas que resultan las mujeres de boca grande. Muchas actrices la tienen y la cultivan, porque una boca grande da sensación de salud, y además ya se han acabado aquellas boquitas de piñón de los años treinta: se lo digo yo, que soy un experto en los tiempos pasados y quizá remotos, pintadas como el que pinta un hueso de aceituna. Además, y vuelvo a la realidad del caso, la maîtresse de que le hablo era una auténtica profesional, muy puesta al día, que para los clientes sibaritas se hacía pis en un orinal forrado de cuero. ¿Qué? ¿Me paga otra copa, Méndez? Se acerca la hora en que me da angustia volver a casa y encontrarme con mi mujer, la hora del piso con la cena recalentada y la televisión encendida, la hora del matrimonio feliz, de la soledad y la desesperanza.

El forense alzó las manos hacia la estatua del rey y el cielo de la plaza. Méndez llamó al camarero.

– Dos más de lo mismo.

– Bueno, pues Mónica trabajaba en las camas de esa maîtresse , que si he de decirle la verdad era una buena ama de casa, amaba el cocido en su punto y sólo era perversa a horas fijas. Antes de abrir miraba los seriales de la tele, hablaba con las chicas, les aconsejaba sobre las rebajas de El Corte Inglés y echaba sus cuentas. Pero en las horas de trabajo era perversa, vaya si lo era. Sabía atar a las chicas de unos ganchos especiales y unas anillas, mientras las insultaba ante el cliente: «Lo que te espera, cabrona», «Unos cuantos latigazos le irán bien a tu culo puñetero» y «Como chilles te pongo una mordaza, maricona de mierda», aunque la chica sabía que para el buen ambiente de la sesión tenía que chillar un poco. Luego enseñaba al cliente a manejar el látigo, arte difícil y para el que se requiere una adecuada preparación cultural, porque los golpes han de ser lo bastante fuertes para hacer daño y lo bastante débiles para no dejar marcas, aunque siempre había algún cliente encabronado que pagaba un extra por dejarlas. De hecho, la maîtresse sabía dar el toque exacto, con la adecuada garantía profesional. Las chicas confiaban en ella.

Hombre habituado a la paz de los muertos, el forense paseó una mirada de desolación por la terraza repleta, los vasos salivares, las mesas donde al parecer se decidía el campeonato de Liga y también por los cuatro extremos ruidosos de la plaza.

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