Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido
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Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.
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Ni rastro.
En la grabación aparecían dos nombres, Alberto y David, presumibles conocidos del asesino, y por supuesto también de la víctima. Pero nada más. Sólo esos dos nombres. Ni una huella que permitiera acudir a los registros. Ni un cadáver que permitiera la soledad de una autopsia. Sólo la biología de la sangre de la chica y el semen del cabrón, pero eso no sería útil hasta que se detuviera al cabrón o apareciese ella.
Fortes, que tenía rango de comisario pero estaba adscrito a misiones especiales y por lo general solitarias, no iba casi nunca a Jefatura, en la seguridad de que eso le haría pasar desapercibido. Oficialmente regentaba un negocio de maderas en Carabanchel, del que nadie podía sospechar que no fuera el dueño: nunca iba allí antes de las once. Dio a Méndez dos teléfonos de contacto: uno, el de ese almacén, y otro, el de un bar de la calle Orense, por si tenía que llamar por la noche. No le conocía nadie allí como policía al servicio de la legalidad vigente: «Sobre todo, mida sus palabras y tenga cuidado con eso, Méndez.» En cuanto al bar, había sido centro de reunión de estudiantes desesperadas que siempre estaban en primer curso y follaban sin bajarse los téjanos, pero ahora lo frecuentaban divorciadas otoñales, damas de compañía que buscaban un sobresueldo a la hora del té y viudas de buena complexión que, de vez en cuando, enseñaban astutamente un tirante del liguero. Con eso, el bar iba adquiriendo un aire melancólico y de entreguerras, el aire de un Madrid que ya se había ido.
Méndez telefoneó a aquel número, facilitado por el policía más desconocido de España. Preguntó sibilinamente por el señor Fortes, especializado en pinos de Flandes y ricas maderas tropicales traídas del golfo de Guinea. La dueña del local le contestó:
– Ah, sí, el poli.
Méndez no se sorprendió. Estaba acostumbrado a los secretos del mundo hispano. A él le habían hablado de un periodista barcelonés, gran profesional y gran persona, que en tiempos de la guerra civil era miembro del espionaje franquista. En el mayor secreto -como es natural- tenía montada su tela de araña entre los exiliados españoles del sur de Francia, a los que engañaba astutamente y sin que su identidad fuera conocida jamás. Hasta que un día el mando le llamó para darle instrucciones al hotel donde él y los exiliados se hospedaban. El recepcionista recorrió el vestíbulo gritando:
– L'espion de Franco au telephone!
Y el agente secreto pasó hacia la cabina entre sus amigos del alma, que por cierto tampoco le hicieron el menor caso.
Pero ni las esquinas de la memoria aliviaban los males de Méndez, que ahora llevaba dos asuntos cuando en realidad estaba acostumbrado a no llevar asunto alguno. Él, lo que quería era patearse Madrid, recordar, bucear en la entraña de la ciudad vieja.
Y más o menos la entraña de la ciudad vieja era la plaza Mayor, donde ahora se encontraba el cansadísimo Méndez, mirando en torno suyo y haciéndose reflexiones. No entendía que un matrimonio tan rico como el de los Rivera pudiese vivir allí, sin haberse trasladado con los años a Chamartín, la colonia de El Viso, Puerta de Hierro, Padre Damián o Las Rozas, que son los destinos de los millonarios modernos. Cierto que el piso oficial de los Rivera estaba en la calle de Serrano, muy cerca de la Puerta de Alcalá, pero aquello había resultado ser poco más que un despacho con unos cuadros, un diván, una conexión a Internet y un par de habitaciones de urgencia. La única residencia de los Rivera estaba aquí, en la plaza Mayor, en un piso antiguo y enorme desde cuyos balcones, tres siglos antes, debió de verse cómo quemaban a los herejes y oírse sus gritos de agonía, porque los desdichados, claro, no creían en la resurrección. Hoy se oían los gritos del pueblo pidiendo una cerveza y los del servidor del pueblo, es decir, el camarero manchego, pidiendo a cocina unas morcillas fritas, una ración de papas bravas, unos pinchitos, unos pulpos compostelanos y otras especialidades de la cocina de autor.
Bueno, pues era aquí donde había vivido Paco Rivera en compañía de su mujer, sin duda fundadora de la Sección Femenina. Todo concordaba. Un piso heredado de los abuelos, una cocina más grande que la del Asador de Aranda, un pasillo de lado a lado para ensayar la maratón, un salón con sillones frailunos, puntillas de Valenciennes y platería toledana, un boceto de Solana -con las piernas de las putas tapadas- y un retrete con la bendición papal.
De todo eso era capaz una santa esposa como la de don Paco Rivera, tan inevitable como momificada, Gran Cruz del Yugo y las Flechas y duquesa del castillo de la Mota. Oficiante en un dormitorio donde ya debía de haber muerto la abuela y en el que el pobre don Paco Rivera habría tenido que echar los polvos bajo un águila imperial.
Pudiendo haber vivido en La Moraleja, los dos se habían encerrado aquí, en el centro de un Madrid que ya no se sabía muy bien cómo era.
Méndez entró en el portalón, dispuesto a dar los últimos pasos en la investigación sobre Paco Rivera, preparar un informe y luego olvidarse de todo. El principal era el piso que andaba buscando, y tenía al menos cuatro balcones sobre la plaza. Nadie le detuvo, porque el portero, que tenía que controlar la entrada, estaba controlando el bar inmediato. Subió en silencio. Una puerta escurialense y una placa del Sagrado Corazón llenaron de gozo el corazón del tradicional Méndez.
Llamó, pero sin que contestara nadie. Era extraño, porque en aquel piso tan enorme necesitaban servicio: si no estaba la dueña embalsamada, tenía que estar al menos una criada vestida de penitente. Méndez contempló la puerta con recelo, dudando si volver a llamar, mientras hasta él llegaban intermitentes los rumores de la plaza, las mil voces del pueblo que siglos antes había pedido más herejes, luego más caballos, y ahora pedía más goles, más vino de Valdepeñas, más sardinas de Alicante, más jamón de bellota y más mojama de la que había sobrado a los Tercios de Flandes. Fue entonces cuando Méndez pensó en Pablo Muñoz, el cerrajero más hábil de Barcelona.
A Pablo Muñoz lo llamaba la policía cuando detrás de una puerta hermética podía haber un muerto, una acumulación de gas o una niña llorona: Pablo Muñoz, con una técnica que no explicaba a nadie, trabajaba en silencio y abría en unos minutos. Méndez había sido su discípulo, aunque también tenía aprendido el noble arte con los mejores espadistas y cerrajeros del viejo barrio Chino, hoy tan olvidados por la gente que empieza. De modo que realizó unas suaves maniobras, y la puerta acabó cediendo. La lucecita de otro Sagrado Corazón, éste entronizado, le mostró un recibidor enorme, con balcón a la plaza, muebles tan severos que parecían robados de Capitanía, búcaros con flores y un gran tapiz linajudo, de esos que llevan bordadas en oro las armas de la familia. El que Méndez tenía ante los ojos proclamaba: «Armas de Cataviejo» (Cataviejo debía de ser un antepasado de la viuda momificada e inevitable), y exhibía unas lunas y unos cañones navales: eso significaba que los antepasados habían sido marinos, pero Méndez pensó, con la seguridad que da la mala leche, que habían sido piratas.
Tras cerrar con cuidado la puerta, pasó al interior. La luz eclesial de la imagen llegaba hasta un pasillo, ayudada por la que, a través del balcón, llegaba desde la plaza y las losas de los Austrias. El pasillo, aunque hundido en sombras, parecía muy largo, larguísimo, de modo que se confirmó el presentimiento de Méndez: allí, un hombre de bien se podría preparar para la maratón o para perseguir a la criada, miembro en ristre y que sea lo que Dios quiera. A ambos lados había puertas cerradas, más búcaros con flores, una histórica foto de Pío XI y dos nuevos retratos de antepasados con los ojos en blanco, en trance de ver a santa Teresa de Jesús.
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