Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido

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Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.
Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

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– Sí, por lo visto, es un hombre muy poderoso y con una mala leche que envenena las aguas.

– Pero no sabemos nada más.

– No.

– Necesitaría que me hablase de él, Fortes. Tiene que ser un hombre poderoso, como dice, y a la gente poderosa de Madrid usted la conoce toda.

– Qué cojones voy a conocer. Madrid es una ciudad pobre y auténtica, en contra de lo que la gente cree: es una ciudad de hogaza, vinazo tinto, tripa de cordero, calamar jubilado y sardina de estanque municipal. Pero es pobre porque la riqueza está mal repartida. En Madrid hay cinco mil ricos que se folian la ciudad entera, y es imposible que yo los conozca a todos.

Méndez prefirió no discutir.

– O sea, que cinco mil maricones -dijo.

– Sí, señor, maricones del chollo de la Administración, del chollo de la política y del chollo del Supremo. Y sobre todo maricones de la construcción, de la banca y del fútbol, por no hablar de la droga. Imposible saber en qué batallón de tantos maricones está el padre de esa chica, imposible saber si es coronel o simple corneta. Ese es un trabajo que dejo para usted, Méndez.

Méndez se asustó. Su cara cambió instantáneamente. Dejó de ser la serpiente vieja para convertirse en un conejo joven, si es que Méndez había sido joven alguna vez.

– ¿Qué?… -susurró.

– Sí -reafirmó Fortes-. En ese asqueroso crimen se están haciendo toda clase de investigaciones, pero yo diría que son rutinarias: que si las ruedas de un coche, que si el análisis de sangre, que si el ADN de una polla. Y es que tampoco podemos ir más allá. Oficialmente, en la casa de los altos de Serrano no ha pasado nada, y oficialmente no se ha publicado ni se publicará una nota informativa. De prensa, ni hablar. Esta cinta la ha escuchado un juez, pero bajo absoluto secreto de sumario. O sea, nada. No hay crimen porque no hay muerta: sólo esta cinta. Resulta inútil decirle que la casa no podemos alterarla ni «quemarla», porque en teoría aún es posible enratonar a los de ETA.

– ¿Y qué juego yo en esto?

– Méndez, a usted no le conocen en Madrid.

– Tiene razón, Fortes. Las putas que me conocieron y amamantaron ya han muerto, o están en el geriátrico, o se han casado con el último aviador yanqui de Torrejón.

– Mire, Méndez, vamos al grano. Lo que hacemos los policías de aquí lo saben en seguida los periodistas, porque vamos a los mismos cafés, tenemos las mismas deudas y estamos casados con las mismas mujeres. No se puede enviar a tomar pol saco una operación tan importante a causa de una indiscreción. ¿Y qué dice la Superioridad? ¡Ah, la Superioridad! Pues la Superioridad dice que esto tiene que llevarlo un tío de fuera.

Méndez se agarró a la mesa.

– Ya tengo bastante trabajo aquí -musitó.

– Al principio de la conversación ya hemos acordado que su trabajo aquí estaba concluido con la mayor brillantez. Un éxito, amigo mío, un éxito. De modo que, ahora que doña Lo le conoce, usted puede seguir viniendo y hasta echando una miradita para que nadie hurgue en lo de don Paco Rivera. Pero eso no es matarse, digo yo. Le quedará tiempo de sobra para investigar en lo que le he dicho. Muévase y obtendrá unos resultados que harán llorar de emoción a lo que queda de Patria.

– ¿Moverme? ¿Dónde?

– No se queje. Tiene usted la cinta, Méndez: es una copia muy buena. Tendrá los resultados del ADN, porque yo se los pasaré. Cualquier noticia, cualquier identificación, será suya al cabo de cinco minutos. Yo seré su correo y su seguro servidor, pero lo que no puedo es dar la cara.

– No me sienta bien el clima de Madrid -se defendió Méndez, usando uno de sus argumentos más manidos y poniendo cara patética.

– No hay noticia de que a usted le siente bien clima alguno, Méndez, excepto el de algunos viejos cines de Barcelona que ya han sido derruidos por la Sanidad Pública. De modo que no me hará llorar. Busque.

– Buscar entre cinco mil maricones… -gimoteó Méndez.

Fortes le señaló con el dedo.

– Me basta con que encuentre a uno.

9 UNA CUESTIÓN DE SANGRE

Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había ido a Madrid para no trabajar nada, como corresponde a un honesto funcionario, y se encontraba con que tenía que ocuparse de dos cosas: una, que la muerte de don Paco Rivera no se transformase en noticia, y menos en escándalo. Otra, saber qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado. Demasiado trabajo para un hombre que de verdad aspira a servir a la Patria, pero servirla en paz.

Hay ciudades que no nacen; se inventan. Madrid es una invención. Es una invención de reyes cristianos, reinas cachondas, validos prepuciales, pintores de cámara, ministros en crisis, periodistas en paro, funcionarios en cese, paseantes en corte, catedráticos de café, banqueros yanquis, futbolistas brasileños y putas tailandesas. Madrid es una amalgama parida un día por real orden, con gran sorpresa del personal. Madrid es incomprensible porque no tiene un alma, sino cien almas: por eso, de creación administrativa, nacida en una real cédula, ha pasado a ser creación literaria, nacida en una servilleta de papel. Madrid, parida en palacio, se ha criado en tabernas, figones, buhardillas, corralas, pasillos ministeriales, confesonarios franquistas y bailes de burdel. Tiene noventa y nueve almas que viven en las calles, los pequeños comercios de barrio, las faldas de las dependientas, los muertos de los cafés, las albóndigas caducadas y los calamares de ultramar. Y una sola alma que vive en un papel sellado.

Méndez, como se sabe, no era un hombre de papel sellado. Amaba el alma de las calles, todas esas almas pequeñitas que flotan en las esquinas y se dejan llevar por la voz de un poeta o el balanceo de una mujer. Por tanto, se habría sentido a gusto en Madrid -sin tener que trabajar- como se sentía a gusto en sus barrios de Barcelona, aunque los estuvieran transformando. Porque si Madrid había empezado como creación dinástica, Barcelona estaba terminando, según su pensamiento, como creación olímpica.

Veamos a Méndez trabajar. Méndez, completamente abatido, regresó a su pensión después de cenar, a una hora en la que los huéspedes jugaban una partidita sin fin: agotado el dinero, estaba en juego ahora, no la virtud de la dueña -que no la tenía-, sino la virtud del dueño. Méndez se encerró en su habitación, con vistas naturales a la Gran Vía, y empezó a escuchar la cinta que le había pasado Fortes. Lo hizo a muy poco volumen, porque si alguien llegaba a oír lo que se decía en aquella cinta, la partida del comedor cesaría inmediatamente.

Aun así, alguien golpeó discretamente en su puerta.

Era Bonifaz, un ex delegado de Hacienda en una delegación de la Castilla profunda, de esas que suelen estar instaladas en un ex convento de los dominicos, que son los que no han pagado nunca.

– Señor Méndez…

– ¿Qué?

– Perdone que le moleste. Si me lo permito es para decirle que a la dueña le molesta mucho que desde aquí se llame al teléfono erótico.

– Joder, qué oído tiene.

– Ya sabe usted que los delegados de Hacienda siempre hemos tenido un oído finísimo.

– De acuerdo, procuraré no molestar. Pero esto no es el teléfono erótico.

– Ya veo, ya… Es una grabación hecha en una oficina recaudatoria, y el diálogo es entre el jefe de servicio y una contribuyente. En fin, siga usted con lo suyo, que yo vuelvo a la partidita. A la paz de Dios.

Méndez escuchó dos veces más la grabación, mientras se nublaban sus ojos, el Palacio de la Prensa era envuelto por una rara niebla y de los cines de la Gran Vía salía la última hornada de gente. No entendía nada ni llegaba a la menor conclusión. Lo único que conocía era el lugar de los hechos: una elegante casa con jardín de los altos de Serrano, cerca de la embajada de Francia. Pero hasta esa casa era lugar ignorado para él, pues no la había visto y seguramente no tendría demasiadas facilidades para verla. Lo demás, nada. ¿Quién era -mejor dicho, quién había sido- la chica? ¿Quién era el joputa del agresor? ¿Quién el papá de la nena?

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