Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido

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Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.
Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

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Pero fue allí, entre tanto desmadre y tanta prisa, donde Méndez sí que oyó hablar de un verdadero crimen.

7 UNA CUESTIÓN DE VOCES

El comisario Fortes fue a verle al café. Fortes era viejo, fuerte, ancho, franquista, admirador de la política exterior de Estados Unidos y aspirante a ingresar en el FBI. Llevaba sombrero, alfiler de corbata, petaca y un bull-dog del 38 con el que había ganado, pese a su cañón tan corto, cuatro concursos de tiro, uno de ellos organizado por la Guardia Civil. Fortes, además, era discreto, silencioso, un poder en la sombra -«un Richelieu», explicaba a veces-, no decía a nadie que era policía -«porque el nuestro es un menester de discretos»- y estaba seguro de ser el investigador jefe más secreto de todo Madrid.

El camarero jefe le saludó:

– Hola, comisario.

– Tu madre.

– Perdone, no sabía que estaba de servicio.

– El servicio me lo pones en aquella mesa, donde está aquel señor -señaló a Méndez-. Quiero un café bien cargado y una copa Machaco. ¿Oído, cocina?

Se sentó al otro lado de la mesita donde Méndez se mataba trabajando. Le tendió la mano, exhibió muy discretamente la placa y susurró:

– Me parece que usted y yo, amigo, vamos a subir un momentito a casa de la señora Dosantos.

Por entonces, Méndez ya sabía algo más sobre aquella tradicional casa. Como en el fondo admiraba la antigüedad de los establecimientos, su seriedad bendecida por los años y su alcurnia, había pensado, durante sus largas investigaciones en el café, que la señora Dosantos merecía algo que la hiciera del todo respetable, por ejemplo, lucir un rótulo de esos a los que son tan aficionados los franceses: «Comerciantes de padre a hijo», porque eso da confianza. No había inconveniente en que la señora Dosantos pusiera: «Comerciantes de madres a hijas.»

Cuando salió del café en compañía del comisario Fortes -su superior, como todos los demás policías de España- ya sabía también otras cosas de la casa a la cual se dirigían. Por ejemplo, que un glorioso día, una de las chicas invitó a don Alejandro a subir al taller; no lo hizo para trabajárselo como cliente, porque el último polvo de don Alejandro -se rumoreaba- había sido con una miliciana en el frente de Madrid, aprovechando que ella estaba de espaldas y gritando «No pasarán». La putita, por lo visto, demostró tal confianza en don Alejandro que lo hizo depositario, no de su virgo ni de su honor, sino de su bolsillo.

La cosa, según lo que sabía Méndez, fue más o menos así: la chica abordó a don Alejandro, pidiéndole que subiera a la casa sobre las doce, cuando ella ya «se hubiera hecho» un cliente. El dinero del tal cliente -oyó decir Méndez, pues con el suceso del muerto se habían desatado las lenguas- pasaría a los bolsillos de don Alejandro, quien con él debía regresar al café. Sobre la una llegaría un tipejo dispuesto a reclamarle una deuda a la encamada, en sus ratos libres bordadora de casullas. Como la virtuosa no quería ver al tipejo, don Alejandro le pagaría en su nombre, exigiéndole que no volviese por allí, cosa que el otro obedecería sin duda, «porque un macho, don Alejandro, qué quiere que le diga, siempre infunde más respeto, y además, usted, se lo juro, tiene un no sé qué de policía arrepentido».

Tan sencillo acontecimiento fue el origen de una actividad comercial copiosísima y no exenta de momentos brillantes. Cuando doña Lorena Dosantos supo que don Alejandro había sido funcionario, hasta su jubilación, del Ministerio de Justicia, encargado precisamente del registro y control de títulos nobiliarios, aún le otorgó más respeto y le enseñó más mantos de vírgenes. A partir de ese día, don Alejandro subió con regularidad a la casa, pero nunca por iniciativa propia, sino previo requerimiento en forma. Doña Lorena le encargaba ordenar las facturas, y las chicas le enviaban a buscar cervezas, limonadas con burbujas, bocadillos ecológicos, tabacos de importación y revistas de duquesas.

Esta actividad, que don Alejandro se planteó al principio como absolutamente desinteresada, le proporcionó sin embargo algún dinero por la misma fuerza de las cosas. Era una situación placentera y cómoda, aunque Méndez supuso que don Alejandro la aceptaba por verdadera necesidad y cuando no había otra cosa, es decir, cuando habían fallado todas sus argucias en la ruta de las papeleras. Al fin y al cabo, aquel dinero de tapadillo le avergonzaba un poco, ya que él había iniciado aquellos servicios como una atención de gentilhombre.

Pero, en fin, la vida no siempre gira en la dirección que uno quiere, y Méndez, que compartía sus pensamientos aun sin haber hablado con él -guiándose sólo por las noticias del café-, le habría dicho que no se preocupara, que todo era normal, que si hay beneficiados de parroquias y catedrales, también puede haber beneficiados de casas de mujeres.

Con todo esto era inevitable que Méndez le abordase, y Méndez le abordó. Para entonces el viejo policía ya había pasado muchas horas en la plaza y el café, llevaba la investigación retrasadísima y tenía noticias de que Pons, su superior en Barcelona, acababa de sufrir un amago de infarto. Pero Méndez estaba convencido de haber actuado con toda diligencia, incluso demasiada, puesto que las pesquisas ya se sabe que hay que llevarlas paso a paso. Su primer encuentro directo con don Alejandro Díaz de Quiroga Manglano y Mesa fue muy tradicional, puesto que estando sentados los dos en el mismo banco, don Alejandro le pidió tabaco.

– Sólo tengo de ese que venden en la boca del metro -dijo Méndez-. Y me sabe mal, no crea, porque es rubio oxigenado. El tabaco que a mí me gusta de verdad es el celtíbero, o sea, el negro.

– Yo pienso lo mismo que usted, pero le acepto el rubio oxigenado ése.

– Tome -ofreció Méndez-. ¿Y fuego? ¿Necesita fuego? Pues aquí tiene. Yo, como ve, uso fósforos de madera, de los tradicionales, aptos para encender un faria en una casa de comidas de la calle San Bernardo. Odio esos mecheros anuncio en los que, en el mejor de los casos, hay un escudo del Rayo Vallecano. Y dígame: ¿cómo le gusta el negro? ¿El amariconado? ¿El mentolado? ¿El duro?

– Me gusta el duro -dijo don Alejandro, mientras encendía su cigarrillo de emergencia-. En el Ministerio de Justicia… porque sepa que yo he trabajado en el Ministerio de Justicia, en la sección de títulos de nobleza, he fumado Ideales, o sea, caldo de gallina, Celtas cortos y otros tabacos ricos en sustancias minerales. En eso del fumar, siempre me he sentido muy patriota. La única excepción la hago con los toscanos, pero son difíciles de encontrar, y además sólo los compro cuando estoy mal de los bronquios.

– Usted y yo nos entenderemos -declaró Méndez-. Me permitirá que le invite a un cafelito y a un paquete de Ducados comprados en el bar ése de la esquina. Y ahora que estamos en plan de confianza y sabemos cómo nos gusta el tabaco, ¿y las mujeres? ¿Cómo le gustan las mujeres?

– Gordas -declaró don Alejandro.

– ¿Y culonas?

– Culonas -precisó don Alex, poniendo los ojos en blanco-. Lo demás lo perdono, pero eso no.

– Veo que ha sido usted un buen funcionario.

– Uno ha hecho lo que ha podido. Sepa usted que uno ha tenido sus buenos tiempos.

– No estemos aquí -pidió Méndez- sometidos a los vientos del Guadarrama, que podrían acabar con nosotros. Yo creo que el gobierno los fomenta para reducir el número de pensionistas de cara al 2010. Vamos a por el cafelito ése antes de que sea demasiado tarde.

Se acodaron en la barra de mármol ya gastado, rescatado sin duda de la lápida de un pensador del 98 y que ahora conocía mejores tiempos, puesto que la pulían los dedos de los clientes de la señora Dosantos. Una de sus pupilas estaba allí, y dirigió a don Alejandro una sonrisa de piedad filial. Don Alejandro dijo:

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