Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido

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Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.
Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

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«Tu culo.» «Calla, hijo de puta.» «Tu culo.» «Te pones de rodillas en la cama, la cabeza abajo, la grupa bien levantada. Y no me vas a reventar la fiesta. Tengo curiosidad por saber cómo se folla a una mujer muerta.»

Méndez palideció.

Y al fin el disparo sordo, profundo, ahogado por las murallas de papel de seda, esfínteres abiertos, conductos íntimos y sobre todo montañas sonrosadas de carne, carne piadosa de los colegios, carne virtuosa de las casas ricas de Serrano, carne dorada por el sol del Retiro, carne, carne, carne. Carne de chica buena.

Fin.

Las mandíbulas de Méndez crujieron al cerrarse su boca.

– ¿Qué ha sido eso?

Fortes también tenía la mirada perdida, quieta y ancha como la de un sapo.

– Ya ve, Méndez: una conversación.

– ¿Cómo la grabaron?

– Digamos que fue casualidad.

– No creo en las casualidades, comisario.

– Yo tampoco. Las cosas pasan porque pasan, y a veces uno no se lo acaba de explicar. Pero tienen una lógica. La casa donde se grabó la conversación tenía micros hasta en la taza del váter. Te tirabas un pedo y salía hasta la música de flauta. Te corrías en la cama y dejabas el micro perdido de leche.

– ¿Quién puso los micros?

– La poli, hostia. Qué cosas tiene usted, Méndez.

– ¿Por qué?

– Teníamos un soplo. Sospechábamos que aquél iba a ser un piso franco de ETA.

– Entiendo.

– Pues menos mal.

Y Fortes dio una chupada a su faraón de la última dinastía, con la expresión plácida del que piensa que al fin las cosas empiezan a arreglarse.

Méndez aspiró con fruición el humo ajeno, pensando que si atrapaba un cáncer, al menos no lo habría pagado él. Susurró:

– De modo que tenían esos micros para los de la ETA y salió otra cosa.

– Sí.

– ¿Dónde está esa casa? Parece, por lo que he oído, que en un sitio donde nadie oiría los gritos de la chica.

– Está en los altos de Serrano, cerca de la embajada de Francia. Un sitio fetén, fino, de pasta vieja y larga, pasta de toda la vida, donde las niñas ya nacen con un pendiente de oro y los niños con un paquete de acciones del Banco de Castilla ensartado en el pito. Es una torre con jardín que alquilan por una porrada de pesetas. Nos pareció que el soplo sobre los de ETA podía ser cierto, porque el sitio resulta ideal: vecindario muy discreto, pocas vistas desde el exterior y salida y llegada fáciles por la Castellana y María de Molina.

– Pero a un sitio así -objetó Méndez- no podían llegar unos cuantos tipos bebiendo chacolí y sacudiéndose la boina.

– Tampoco lo esperábamos. Dábamos por supuesto que los terroristas iban a ser gente fina y discreta. Por ejemplo, un falso catedrático con su mujer y una criada o un mayordomo. Pero, en fin, la casa sigue preparada para recibirlos, si es que vienen. De momento, lo que nos interesa es lo que hemos cazado al vuelo.

La mirada de Méndez se aguzó, se hizo fría y dañina, se convirtió en la mirada de la serpiente vieja.

– ¿Quién es el dueño de la casa? -musitó.

– Pasó por bastantes personas, todas ellas gente de dinero. La torre es uno de esos sitios de burguesía alta, donde el viejo señor leía a Ortega y Gasset, y si se aburría se iba a follar con la criada. Aún encontraríamos debajo de la cama a alguna ama de llaves embarazada desde antes de la guerra. Pero lo que son las cosas: como parece que ningún particular puede mantener una casa de ese calibre, ahora pertenece a una agencia inmobiliaria que la alquila, y si se tercia la vende.

– ¿Quién tiene acceso a ella?

– Uf, bastantes personas -dijo Fortes pensativamente-. Presuntos inquilinos, presuntos compradores, es decir, gente que quiere verla. Y agentes inmobiliarios con una flor en el ojal. Y agentes inmobiliarias con una carterita entre las piernas.

Méndez no movió los ojos. Iba adquiriendo bilis la mirada de la serpiente vieja.

– De modo -susurró- que el tío enculador y la tía enculada pueden ser cualquiera.

– Sí, desgraciadamente, sí.

– Hábleme de las pistas, comisario.

– Por las voces, nada. No nos son conocidas ni están en ningún registro.

– Pisadas.

– Unos zapatos de salón, con tacón de aguja, del 42, o sea, que la chica tenía que ser bastante alta. Y unos zapatos masculinos con suela de cuero, o sea, sin relieves especiales, del 44. Es decir, también un tipo alto; no diré que fuera cabo de gastadores, pero casi.

– Leche.

– ¿Qué?

– Semen -dijo Méndez-. Quizá sobre las ropas de la cama se derramó alguna gota.

– Así es: encontramos rastros. El laboratorio está en estos momentos husmeando el ADN.

– Sangre.

– ¿Por qué dice eso, Méndez?

– Cuando a una chica la atacan de esa manera tan salvaje puede sangrar.

Fortes se envolvió en el humo faraónico, como si, pese a toda su experiencia, quisiera parapetarse tras él.

– Tiene razón, Méndez. Hay bastante sangre: quizá demasiada.

La serpiente vieja soltó una imprecación cuartelera:

– Me cago en la leche puta.

– Sé lo que quiere decir, Méndez.

– Quiero decir que ese ruido esponjoso del final refleja la verdad: el tío metió el cañón en el ano de la mujer y disparó dentro.

Fortes necesitó toda su fuerza de cabrón veterano para decir:

– Sí.

– Hábleme de esa sangre. De ninguna manera podía ser sangre limpia.

– No, claro que no. La hemos analizado. Está ligeramente mezclada con heces.

– O sea, que procedía de donde todos suponemos.

– Cierto, Méndez.

– ADN.

– Lo están investigando.

– Pero teniendo el cadáver, como tienen, no necesitan hacer grandes maravillas, comisario: habrán podido analizar todo el cuerpo de la chica. El maricón que la mató se envaina el pito y se larga, pero el cuerpo de la chica se queda.

– No, Méndez.

– ¿Cómo que no?

– No había cadáver, Méndez. A la chica se la llevaron de allí.

Y exhaló una bocanada. La serpiente vieja se deslizó bajo el humo. Su lengua pareció acariciar el aire, buscando algo que manchar. Luego volvió decepcionada a su refugio.

– Oiga, comisario, veo difícil que un solo tío pudiera llevársela.

– ¿Por qué no, si tenía el coche aparcado dentro del jardín? De noche, nadie le vería. Y además pudo recibir ayuda de alguien. En la conversación aparecen dos nombres: David y Alberto, Alberto y David. Sobraba gente para ayudar a ese canalla. Era toda una manifestación.

Méndez cerró un momento los ojos. Lo cual fue una buena medida de salud pública, porque su mirada hacía daño.

– O sea -dijo-, que no tenemos las huellas que pudieron quedar marcadas en la ropa o el cuerpo de la chica.

– Por desgracia, no.

– Quizá el ADN nos dé datos.

– Es una simple posibilidad.

– Y quizá haya huellas repartidas por los muebles, los vasos, los pomos de las puertas… No hay serial en la tele sin un policía culón que las encuentre.

– En este caso, no, Méndez. Lo siento. Una vez cometido su asqueroso crimen, el asesino recobró, por lo que parece, toda su sangre fría. Hizo un trabajo de profesional: lo limpió todo escrupulosamente, de modo que ya ve que no tenemos demasiados indicios.

– Es que aún no hemos terminado. Yo no soy un genio, pero huelo la mierda. Huelo las marcas dejadas por las ruedas del coche.

– Eran nuevas, acabadas de poner -determinó Fortes-. Creemos que correspondían a un Peugeot 406, y en ese sentido buscamos. Pero también es posible que a un coche que no es un Peugeot 406 se le pongan ruedas que no le corresponden, si ha de rodar muy pocos kilómetros.

Méndez suspiró, desalentado.

– Sólo nos queda una pista -dijo-. La chica habla de su padre.

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