Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido

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Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.
Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

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Méndez distinguió al fondo una habitación con balconada, como final del pasillo: allí había un comedor solemne, con dos vitrinas exhibiendo cubiertos de plata maciza, tacitas de Sévres y otras delicadezas de las horas. Del techo pendía una gran lámpara de lágrimas que parecía hecha con auténtico cristal de Bohemia. La balconada final, completamente cubierta, correspondía a un mirador con dos butacas desde el que se distinguía una calle tortuosa del viejo Madrid y, a los lados, muros de edificios que quizá ahora encerraban cajas de Chinchón seco, pero que en tiempos albergaron a hidalgos dispuestos a morir por la fe, y preferiblemente a matar por ella.

Méndez pensó que ya podía largarse de allí: nada sugería que la muerte de don Paco Rivera hubiese originado movimiento alguno. De modo que, aun sin ver a la viuda, la misión estaba cumplida, sobre todo teniendo en cuenta que quizá había cometido un error al despreciar las leyes -una vez más- y entrar de chorizo en la casa. Y encima, si se entretenía demasiado, quizá aparecería la ansiosa viuda, con escapulario y camisón, y se follaría a Méndez in situ.

Mientras regresaba al recibidor, volviendo sobre sus pasos, Méndez abrió una sola de las puertas laterales, en el pasillo, para ver mejor la estructura de la casa: Pons, el jefe, le preguntaría si de verdad había estado allí. Distinguió, a la luz que entraba por otra ventana, un dormitorio hecho con madera honrada y maciza trabajada al estilo de Valentí, firma, como se sabe, especializada en camas matrimoniales que han de durar toda la vida. Había un tocador regio, un barómetro (imprescindible para gente muy rica, porque si anuncia mal tiempo no vale la pena levantarse de la cama), un icono de plata, una bandeja con botellitas que parecían de pitiminí y una alfombra de seda india hecha con ojos de niño. Pero había también algo más.

Méndez las vio a un lado de la cama. Eran las piernas de una mujer, unas piernas esbeltas y largas que podían ser de maniquí, un pedazo de falda con color de fiesta, un pubis desnudo con color de luto, unas braguitas abandonadas en la mesilla, una inmovilidad de panteón: en fin, cosas que hasta al ministro del Interior le harían pensar en una mujer muerta.

10 UNA CUESTIÓN DE COPAS

Los ojos de Méndez fueron velozmente de las piernas de la mujer muerta a las piernas de la mujer viva; no todo el mundo tiene la suerte de poder elegir. Porque la puerta había chirriado levemente a su espalda, cuando él descubrió el cadáver, y eso hizo que se volviera con toda la rapidez que le permitían sus vértebras conservadas en alcohol y su reúma centenario. A partir de entonces, la actualidad se resumió en cuatro instantáneas inmediatas, cuatro flashes hechos con piernas de mujer, es decir, con una de las primeras materias del universo.

Las de la mujer muerta estaban tendidas en la cama, eran largas y llenas, jóvenes y rectas, sensuales a pesar de su rigidez. Las de la mujer viva avanzaban hacia él desde la puerta que acababa de chirriar: eran aún más largas y más llenas, más jóvenes y rectas, más sensuales, más carnosas, hechas para las tres utilidades básicas de las piernas de una mujer: la lengua del novio, la caricia del marido, el golpeteo brutal del cliente. Méndez se había educado en las leyes eternas de la calle, elementales y directas.

Las otras dos instantáneas también estaban construidas con piernas de mujer, pero sobre ellas había algo más: estaban los rostros. El de la muerta era un óvalo blanco envuelto en una cabellera negra; el de la viva, un óvalo moreno, tosí.ido por el sol, v envuelto en una cabellera rubia. Curiosamente, las dos mujeres iban peinadas de un modo aproximadamente igual: una superficie lisa y severa recogida por detrás en un moño, como los de las damas victorianas. La muerta debía de tener unos treinta y cinco años, estaba desnuda y había sido una mujer rotunda y guapa. La viva no debía de superar los treinta, estaba semidesnuda -lo que la hacía más atractiva aún- y era rotunda y guapa en tiempo presente, con toda la realidad del caso. Llevaba un finísimo camisón de dormir, pero sólo hasta el pubis: bajo sus bordes asomaban los pliegues de las ingles -insinuadoras de celulitis y otras sustancias no recomendadas-, el nacimiento de los muslos -propios de Celia Gámez, Rosita Carvajal, Carmen de Lirio y otras mujeres de tronío, cuyo centenario habría que celebrar igual que el del 98-, y sobre todo el rectángulo del pubis, negro atildado y fino -porque hasta en esto hay clases, dicen los entendidos-, tan bien construido que el malvado de Méndez pensó que no había sido modelado a tijera, sino modelado a lengua.

Es decir, las dos mujeres parecían haber sido sorprendidas en pleno sueño: una por la muerte, la otra por algún involuntario ruido que había causado Méndez al abrir la puerta.

Cosa curiosa: el oficio hizo que Méndez se fijase ante todo en la cara de la mujer que entraba. Quiso saber si la presencia de la muerta la sorprendía de verdad o no. En las nuevas escuelas de policía enseñan que hay que apretar la tecla de un ordenador; en las viejas escuelas de policía enseñaban que hay que fijarse en una cara.

Y llegó a la conclusión de que la recién llegada estaba sorprendida de verdad. Estaba sorprendida y asustada. La vio retroceder un paso, apoyarse de espaldas en una pared, jadear, arquear una pierna desnuda, mostrar la curva del culo desnudo, exhibir los estragos que en esa curva habían dejado la buena mesa, la buena cama, la buena lengua del samaritano, todas esas cosas benéficas que hacen que vaya naciendo una mujer, no una revista de modas. Méndez estaba extasiado ante tanta abundancia.

Pero comprendió que había llegado el momento de ahogar el grito que ya estaba brotando de la garganta de la mujer. Exhibió su placa.

– No se asuste. Policía.

– ¿Policía de qué…?

– No la engaño. Puede examinar la placa todo el tiempo que quiera. Además, llevo documentación, aunque normalmente la olvido en casa. Si no la convenzo, llame al ogi y ante ellos también me identificaré, pero antes creo que es mejor que hablemos. Punto primero: me llamo Méndez.

– ¿De verdad es policía?

– ¿Por qué no?

– No lo parece. Parece un privatizador de compañías de entierros.

– Me temo que una compañía de entierros es lo que nos va a hacer falta -susurró Méndez-, pero antes serénese y hágame la pregunta que ya tiene en la boca.

– Estoy serena. ¿Cómo ha entrado aquí?

– De una forma ilegal, lo reconozco. Pero es que pensaba que en esta casa no iba a encontrar a nadie.

– ¿Y por qué…?

A pesar de que la mujer había dicho que estaba serena, se la veía a punto de gritar. Pero no lo harás -pensó Méndez-, porque eres una dama. Y porque lo que en realidad te asusta no es ver a tu muerta, sino estar enseñando tu culo de mazapán y tu pubis de seda. Ahora darás media vuelta y huirás de aquí, mostrándome de lleno tu trasero formado durante siglos por generaciones de mujeres que supieron vivir: tu trasero, monumento nacional. Me harás recordar aquella frase del poeta árabe: la raya de tu culo es tu sonrisa. Y luego volverás envuelta en una bata, y entonces recuperarás la calma pero no perderás tu dignidad de mujer desnuda. Entonces quizá sí que te pondrás a gritar y berrear, pidiendo que vengan las agentes de Mujeres Agredidas.

Méndez se equivocó. La mujer no dio media vuelta ni mostró de lleno su retaguardia lunar, su cintura estrecha y joven -todavía la de los primeros viernes de mes- y sus piernas que desde los doce años le espiaban los concejales y los curas.

La mujer terminó la frase:

– ¿Por qué lo ha hecho?

– Sólo quería echar un vistazo a la residencia de Paco Rivera. Asegurarme de que todo está en orden antes de cerrar el caso. Cerrarlo, entiéndase bien, en el sentido puramente administrativo.

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