Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido

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Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.
Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

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La mujer miraba obsesivamente a la muerta, pero abrió la boca con asombro al oír las últimas palabras de Méndez.

– ¿Qué tiene usted que ver con Paco Rivera? -farfulló.

– Me encargaron asegurarme de que no se hablaba de su muerte. De que no habría escándalo en la prensa, la radio, la televisión y todo eso que ahora los estudiantes, después de años de reflexión, han aprendido a llamar mass media .

– ¿Pero por qué?

– Me temo que usted no acaba de entenderlo.

– No.

– Un escándalo podría hacer surgir otros nombres: políticos, banqueros, periodistas, policías de altura… Gentes con el culo a sueldo.

– Ahora lo entiendo.

– Ya es algo.

La mujer logró suspirar. Giró un poco la cabeza. Miró de soslayo a Méndez.

– ¿Sabe con quién está hablando? -musitó.

– La frase me suena.

La mujer entornó los párpados.

– Yo soy la viuda de Paco Rivera.

Una serie de pensamientos sacudieron a Méndez, pero todos iban en dos direcciones fijas. La primera llevaba al villano a decirse que aquello era lógico, y que desde el primer momento tenía que haberlo supuesto. La segunda llevaba al villano a decirse que Paco Rivera bien muerto estaba (y que le dieran pol saco), ya que el tío había sido un idiota.

Teniendo aquella mujer, ¿había necesitado buscar algo en casa de Lorena Dosantos?

Era difícil explicar la muerte de Paco Rivera. ¿Pero cómo explicar su vida?

Méndez balbuceó:

– No sospechaba que fuera usted.

– ¿Pues cómo creía que era?

– Vieja, con un culo no hecho de grasa, sino de gelatina, unos pechos caídos de tanto amamantar carlistas, una experta… perdone la indecencia, en usar el rosario para el ejercicio de las bolas chinas y un certificado de que nunca ha follado en cuaresma.

La mujer torció los labios.

– Es usted un hijo de puta, Méndez.

– Soy un policía viejo, señora, que ha visto muchas cuaresmas y ha sufrido muchos carlistas.

– ¿Y por qué creía que yo era así?

– En parte, por la edad de Paco Rivera: él se conservaba bien, pero ya se sabe que las mujeres envejecen antes que los hombres. Y en parte porque me parece que usted tiene, al menos, un hijo cura.

– Habla, supongo, de los que se llevaron el cadáver de la plaza. Tengo la sensación de que usted lo sabe todo.

– Sí

– Lo hicieron por caridad.

– Lo supongo.

– Solían seguir a Paco.

– Me parece lógico -dijo Méndez-. No se suele encontrar por casualidad un cadáver sentado en una plaza.

– De nada sirve mentir, si es que usted está tratando de ayudarnos. Luego fingimos que Paco había muerto en nuestra casa de la sierra.

– Media España tapa a media España, señora. Eso hace que la historia de nuestro país sea, a veces, incluso presentable.

– Pero hay un error.

– ¿Cuál?

– Uno de los dos curas no es mi hijo. Es hijo de la otra. Yo soy la segunda esposa.

Si los pensamientos de Méndez se habían disparado antes en dos direcciones, ahora se dispararon al menos en cinco direcciones distintas. Miró a la mujer, miró a la muerta y se dio cuenta de que había algo surrealista en aquella habitación entre dos luces, situada sobre una plaza entre dos copas. Pero la vida española está llena de situaciones surrealistas, incluso en el Congreso de los Diputados. Intentó concretar:

– ¿Paco Rivera era viudo? -musitó.

– ¿Sus jefes no le han dicho nada de eso?

– No.

– Pues salió algún comentario en las revistas del corazón. En contra de nuestra voluntad, naturalmente.

– Los jefes de la policía no leen revistas del corazón; las leen sus mujeres.

– ¿Y luego no se lo cuentan?

– Los jefes de policía no hacen nunca caso de lo que les cuentan sus mujeres.

– Por eso se equivocan tanto.

– ¿Pero qué decía la prensa del corazón? -musitó Méndez.

– Que Paco Rivera se había divorciado. Por tanto, no era viudo. Y que se había vuelto a casar.

Méndez tragó saliva, porque por primera vez se sentía desbordado ante la serenidad de una mujer.

– Tiene usted un gran aplomo, señora. En ningún momento la he visto asustada por enseñar lo que tiene.

– Está en su derecho de suponer que lo he enseñado en muchos sitios.

– Yo no supongo nada, y además sé que estoy en falso aquí. Para molestarla lo mínimo, me gustaría hacerle sólo dos preguntas más.

– Hágalas.

– Primera: ¿dónde vive su antecesora de usted?

– ¿La primera mujer de Paco? En su casa.

– Segunda: ¿quién es la muerta?

Los ojos femeninos giraron un momento. Vacilaron por la habitación, como si no se atrevieran a mirar el cuerpo yacente. Al fin se posaron en la cama.

– Es mi criada -dijo con voz insegura.

– ¿Cuánto tiempo llevaba con usted?

– Tres meses.

– ¿Sabe si tenía algún conflicto, algún enemigo, algún lío? ¿Le había contado algo?

– No.

– ¿Y usted no ha oído nada, en el silencio de esta casa?

– Nada. Pero seguro que ha muerto sin hacer ruido -dijo la mujer, a punto de sollozar, mientras su serenidad se rompía en pedazos.

– Trataré de ver de qué ha muerto -susurró Méndez-, aunque sin tocar nada, porque eso depende del forense. Además, tampoco entiendo gran cosa: en mis barrios, las mujeres siempre se mueren por causas perfectamente conocidas, como por una hostia del marido. Usted repóngase, señora, tómese una copa y póngase una bata encima. Seguro que se sentirá mejor.

La mujer lo hizo y volvió. Ahora, el que se sintió peor fue Méndez, pues con la bata había desaparecido uno de los panoramas más sugestivos -y excepcionales- que puede ofrecer el Madrid de los pecados. De pronto, todo había pasado a ser como en las películas de la posguerra franquista, donde las artistas, sobre todo si estaban un poco llenitas, ya parecían haber nacido con una bata puesta.

Con cara de hombre frustrado murmuró:

– No me ha dicho ni su nombre.

– Me llamo Marga.

– También me gustaría saber cómo se llamaba su asistenta.

– Sonia.

– Era muy joven. Y muy bonita.

– Eso me parecía bien porque no soporto a los viejos. Me crié entre ellos.

Méndez la miró de soslayo.

– Paco Rivera no era joven -musitó.

– Puedo soportar a un viejo si me paga, pero no si encima he de pagarlo yo.

– Agradezco su sinceridad. En fin… Procuraré estar poco tiempo aquí, porque en seguida empezará usted a mirarme con mala cara. Y abreviaré: a Sonia le han clavado una aguja en el bulbo raquídeo, o sea, teniéndola de espaldas. La aguja aún está hundida en la nuca y por eso no la veíamos, ya que encima no ha dejado resbalar más que un par de gotas de sangre. Dicho esto, puedo llegar a dos conclusiones de policía de barrio.

– ¿Cuáles son?

– Primera: la muerte debió de ser silenciosa e instantánea. Segunda: el asesino sostuvo el cuerpo y lo depositó piadosamente en la cama.

– ¿Por qué no asesina?

– Lo digo por el peso. De todos modos, ahora hay mujeres que te tumban de una hostia y luego se te folian. Los tiempos han cambiado.

– Sigue siendo usted un hijo de puta, Méndez.

– Sí, señora. Con unos cuantos quinquenios de antigüedad, pero no me los pagan. Y ahora dígame cuántas personas tienen la llave de esta casa.

Marga necesitó reflexionar apenas un momento, mientras jugueteaba con el lazo de su bata.

– Mi marido tenía una, desde luego, pero estaba en uno de los bolsillos de su traje. Por tanto, ahora la poseo yo. Otra llave es la mía, claro. Y una tercera la llevaba Sonia.

– ¿Es ésta?

Méndez había señalado una bandejita de plata de tocador, donde estaba colocada una llave de seguridad. Marga asintió.

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