Forzó la cerradura con perfecta suavidad, temiendo despertar a alguien, pero vio las luces encendidas, un recibidor, una pared desnuda, una percha, un retrato del Dioni, una alfombra valenciana y un rastro de sangre.
Méndez, que no había leído ningún libro del FBI, dijo:
– Hostia.
13 UNA CUESTIÓN DE MALA LECHE
La verdad es que nunca había visto una cosa semejante.
El policía hispano, sobre todo el tradicional, está acostumbrado a ver sangre en los crímenes pasionales, las venganzas familiares y los partidos del final de la Copa, pero no tanta como la que Méndez tenía ahora delante de los ojos. La sangre llenaba la primera habitación situada más allá del recibidor, que era la principal de la casa; las paredes, las butacas, las botellas de licor, el equipo musical, la alfombra, estaban teñidos de sangre. Había manchas rojas hasta en el techo. Si un cuerpo humano puede almacenar cinco litros, los cinco estaban allí, creando un océano de muerte.
En cambio, al cadáver ya no le quedaba ni una gota.
Méndez lo miró mientras Amores, el audaz reportero de sucesos, vomitaba silenciosamente. El cuerpo desnudo, por supuesto, también estaba teñido de rojo; de no ser por eso, la blancura de la piel habría resultado espectral. Méndez le dedicó una mirada estrictamente profesional, fría y sin emoción alguna. El hombre podía contar unos cuarenta años, aunque era difícil calcular su edad en aquellas circunstancias, con la agonía inenarrable de su rostro. Dos pañuelos al menos habían taponado por completo su boca, pero con los espasmos de la desesperación se había tragado uno. Un bulto patético en el cuello aún pregonaba aquel espantoso final.
Méndez no pudo acercarse del todo, porque de lo contrario habría pisado el lago de sangre. Mejor, porque a pesar de toda su experiencia estuvo a punto de vencerle una náusea.
Oyó que un gimoteante Amores arrastraba los pies hacia él.
– Vámonos, Méndez.
– ¿Nunca habías visto una cosa así?
– No.
– Yo tampoco.
Mientras profundizaba en ese primer examen, Méndez se daba cuenta de la magnitud de aquel horror. Era evidente que a la víctima la habían atrapado por sorpresa, ya que no había señales de lucha, y muebles, botellas y lámparas estaban en su sitio. Conseguido esto, le habían introducido dos pañuelos hasta la garganta, para que no chillase, aun a riesgo de ahogarlo. Pero, por desgracia para él, el hombre no se había ahogado. Luego lo habían desnudado por completo: la ropa aún estaba en un rincón, teñida absolutamente de rojo. Dentro de lo que se podía distinguir, las prendas parecían caras, aunque con un gusto parvenú y un poco detonante. Méndez volvió la cabeza para mirar a un Amores vacilón, pero que intentaba recomponerse y avanzar en busca de la noticia.
– Ahora mismo voy a telefonear -dijo.
– Tu madre.
– Este es el crimen más espantoso que se ha cometido en muchos años, Méndez.
– De acuerdo, pero no puedes decir nada aún. Además, a esta hora ya no llegas a tiempo de que hagan ningún cambio en el periódico.
– Fí… fíjese, Méndez.
– Ya veo. Le han cortado el pene.
– Se ha desangrado por ahí. Debe de haber sido como una pesadilla.
– No se ha desangrado solamente por ahí, Amores. Hay algo más.
– ¿Qué dice?
– ¿Tú ves esa máquina doméstica de taladrar que está ahí, inundada de sangre?
– Sí. En… en casa tenemos una.
– Pues le han metido el taladro por el ano. Yo había leído muchas cosas sobre los empaladores de la Edad Media, pero eran unos aprendices al lado de lo que le han hecho a este hombre.
Amores miró.
Comprendió que el taladro había llegado hasta el fondo de los intestinos de la víctima.
Apoyado en la jamba de una puerta, se puso a vomitar sobre las baldosas, sobre el recuerdo de su periódico, sobre la mujer del director, sobre su angustia de reportero perdido.
Gimió:
– Méeeeeeeendez…
Pero Méndez, el maldito, ya volvía a mirarlo todo con la precisión y la frialdad de una máquina. Dio unos pasos, bordeando el lago de sangre. Pensó en voz alta:
– Punto primero, si la puerta no estaba forzada, es porque la propia víctima ha abierto a sus asesinos. Seguro que eran al menos dos. Y si no hay señales de lucha, es porque ha confiado en ellos hasta el último momento. Es decir, los conocía.
– ¿Y la hora? -logró gimotear Amores.
– Ése es el punto segundo. Por el aspecto del cadáver y su sangre, la fiesta debe de haber tenido lugar hacia medianoche. Razón de más para creer que la víctima confiaba en sus asesinos, porque no se abre la puerta a un desconocido a esa hora.
– O… oiga, Méndez.
– ¿Qué?
– Cortarle el pito a un tío… Meterle hasta las entrañas un hierro que gira como un loco… La sangre no saldría a chorros… Saldría a manguerazos. Mire: ha llegado hasta el techo. Eso indica que los asesinos saldrían con los trajes hechos un sofrito de tomate. Así no se puede dar un paso en el puto bulevar. Y eso indica que… que…
Amores casi dio un salto mientras le recorría un escalofrío de miedo.
– … ¡Que aún podrían estar aquí!
– Ojalá, Amores, porque les podrías sacar una entrevista en exclusiva. Pero no temas, porque estoy seguro de que se lo han tomado con calma. Una vez desnuda e indefensa la víctima, se han desnudado ellos también. Todo fuera, hasta los zapatos. Entonces ha empezado la fiesta. Por supuesto, se habrán puesto perdidos de sangre. Sangre hasta en la raíz del pelo, hasta en la punta del capullo.
Mientras hablaba, Méndez buscaba el cuarto de baño. Lo que vio en él le reafirmó en su idea.
– Luego se han duchado -continuó-. Una ducha a fondo, con jabones hechos de baba de tortuga, champús hechos de semen de hormiga y otras mariconadas de toilete. Veo que la víctima tenía un buen surtido, de modo que encima el repaso les ha salido gratis. Luego se han vuelto a vestir de pies a cabeza, con la ropa que tenían a buen recaudo.
Amores, desde la puerta, miraba fascinado la bañera, por la que aún resbalaban goterones de sangre.
– ¿Y la máquina de taladrar? -musitó-. ¿También era de la víctima?
– Seguro que sí. Luego lo comprobaré, pero apuesto a que encuentro armarios revueltos. Los asesinos sabían que en una casa hay electrodomésticos manuales: los electrodomésticos manuales, amigo Amores, son los instrumentos de tortura más horribles que existen. Cortan, penetran, rasgan, trituran, pulverizan y dejan un dignísimo miembro viril convertido en suflé de pene. Ellos sabían que encontrarían algo, aunque quizá no pensaron concretamente en una taladradora. Al verla, pensaron que les resultaría perfecta.
– Pero todo este horror… ¿por qué?
Méndez ni siquiera le miró al contestar:
– Una venganza.
– Pero una venganza tan espantosa… ¿Por qué?
– Apuesto a que el muerto se llamaba David, y que encima es el David que llevo tiempo buscando, después de oír su nombre en una grabación.
– ¿Dónde oyó esa grabación, Méndez?
– En una casa de putas de Madrid.
– O sea, una casa de putas centralista.
– Ya sé que tú, Amores, sólo follas en las casas autonómicas. Y con mujeres que hayan hecho la inmersión lingüística.
– Eso lo dice con doble sentido, Méndez, supongo.
Amores parecía más aterrorizado que nunca. Estaba convencido de que, por una razón u otra, de aquel crimen le acusarían a él. Pero Méndez dio unos pasos y siguió pensando en voz alta.
– Debió de ser el tal David que, en compañía de otro tipo llamado Alberto, condujo a una trampa mortal a una mujer en una casa de Madrid que estaba llena de micrófonos ocultos, aunque imagino que él no lo sabía. Esa mujer, que ya está muerta, tenía un padre, por lo visto, muy poderoso y por tanto con capacidad para vengarla. Y creo que eso es lo que ha hecho.
Читать дальше