Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido

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Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.
Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

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– En el caso de Lola, puede ser verdad.

– Digo.

– De modo que la madre quizá no tuvo mucha suerte en la vida, pero la hija sí.

– La hija vive como Dios.

– ¿Y no ha llamado últimamente a su padre para decirle que tenía la sensación de correr peligro?

– ¿Qué le va a decir, si no se han hablado nunca? Y tampoco se han visto, a no ser por foto: el único detalle de la Lola ha sido enviar de tarde en tarde alguna foto de la nena, y hasta algún diploma de licenciatura, de esos que ella obtiene con los cheques del señor Mayor.

Y añadió:

– Supongo que lo hace para justificar gastos o para darse importancia: mira lo bien enseñada que está la nena. Yo guardo los diplomas, cuatro o cinco. ¿Los quiere ver?

– No, no hace falta.

– Mejor, porque no vaya usted a creer que son títulos de esos que cortan el aliento: arquitectura en la Politécnica de París, por ejemplo. No, nada de eso. Tiene un título de la Universidad de Nanterre sobre Sociología de las Masas, cualquiera que sea el significado de eso. Porque vamos a ver, señor policía: a mí que me expliquen lo que es Nanterre, lo que es la sociología y sobre todo lo que son las masas. Pero también tiene uno de Técnicas de la Imagen en algo así como la Universidad Libre de Bruselas. Y ya me dirá usted lo que son las técnicas de la imagen: sacar fotos en un fotomatón. Pierde el tiempo, se lo pasa bomba y encima puede presumir de chica intelectual, de esas que acaban de fundar una ONG para las madres solteras del Beluchistán. Seguro que fuma en los cafés de todos los ateneos de Europa y se las da de chica distinta e innovadora, es decir, no se mete el cigarrillo en la boca, sino en el culo.

Y la entusiasta secretaria añadió:

– Cualquier día nos envía el título desde Corea.

– Esas cosas terminan un día u otro -intentó calmarla Méndez.

– ¡Qué va! Cualquiera sabe lo que te dura una hija hoy día, y mucho más una hija de… de…

– ¿De puta?

– Usted lo ha dicho, señor policía, no yo. Pero está bien: una hija de puta.

– ¿El señor Mayor se ha casado otra vez?

– ¿Con quién?

– No sé… Con una mujer, supongo, aunque tal como están hoy día las cosas y con todo eso de las parejas de hecho, lo mismo podía haberse casado con un barrendero público con todo puesto en su sitio.

– Mire, oiga, vamos a ver… Aquí la única que lo tiene todo puesto en su sitio soy yo.

– Y usted, a falta de una nueva esposa para el señor Mayor, es la única que puede controlar todos esos gastos de la nena.

– Poder, lo que se dice poder, no puedo. Pero como secretaria lo controlo todo y de vez en cuando doy mi opinión. En fin, qué importa.

Como todo aquello coincidía con lo que le había dicho Lola, Méndez se puso en pie.

– Es verdad: qué importa. Y además yo no he venido a preguntar por los asuntos internos de la familia, sino por lo que supieran de alguna amenaza sobre Carol. Como veo que todo parece estar en orden, no voy a molestarla más.

Estaba ya en la puerta cuando se volvió para preguntar:

– ¿Usted ve a Lola?

– ¿Yo?… ¿Pero qué dice? Yo soy una mujer de buen gusto.

– ¿La ve el señor Mayor?

– Ni en sueños. Fue una de las cláusulas del divorcio: que ella no le molestaría más. Sólo se hablan a través del banco.

– Me parece lógico. ¿Para qué más? Uno paga y la otra cobra. Ese lenguaje, los bancos lo entienden. En fin, sentiría haberla molestado. Ha sido una simple cuestión de rutina.

– No me ha molestado; al contrario, quizá me ha venido bien desahogarme. Y además, ¿qué quiere que le diga?, a veces la policía da un poco de emoción a la vida. Aunque usted no parece un policía, la verdad. No lo parece.

– ¿Qué parezco?

– Funcionario del Negociado de Cementerios. De los que cobran los atrasos de los nichos.

Y en seguida añadió, con la rapidez de una profesional que al final acaba sabiendo estar en su sitio:

– No se ofenda.

– Nunca me ofendo porque me digan la verdad -suspiró Méndez-. En fin, deseo que eso de Carol termine bien y ustedes no tengan más sobresaltos… Ah… Una última pregunta.

– Diga.

– ¿Carol nunca viene a Barcelona?

– No hace falta. Su madre va a verla a París, a Londres o a donde sea.

– Pero Carol, si no me equivoco, nació aquí. Y es lógico que haya querido volver a una ciudad que en los últimos años ha cambiado tanto. Ya no digo que haya querido ver a su padre. Ver la ciudad.

– Al señor Mayor ya se encarga la Lola esa de que no lo vea. Es algo así como su venganza. Pero la ciudad, sí: Barcelona ha cambiado tanto que la infanta Carol quiso verla. Y yo pienso, digo yo, que no ha venido sólo una vez, sino dos o tres. Pero qué más da. Nosotros siempre nos enteramos cuando ya ha pasado.

– ¿Qué quiere decir eso de que se enteran cuando ya ha pasado?

– Cuando ya se ha ido. Por lo menos una vez sabemos seguro que estuvo, porque la Lola telefoneó al señor Mayor y encima en plan chungo: «Para que lo sepas, tu nena ha estado aquí, pero te has quedado sin verla. Se fue ayer. Y ni puñeteras ganas de verte ha tenido, ¿te enteras? Pues toma del frasco.»

– ¿Y el señor Mayor qué contestó?

– Que se metiera la nena en el culo.

– Parece que, para él, ésa es una historia pasada del todo -dijo Méndez.

– Afortunadamente, porque de lo contrario la Lola le pudo hacer mucho daño. Pero ya no. El tiempo lo acaba borrando todo. Es lo que yo le digo al señor Mayor: tú no te preocupes. A los malos recuerdos, patada en los huevos. Así de claro, para qué vamos a disimular. A los malos recuerdos hay que darles tiempo y hay que darles cama.

– Es verdad. La cama también cura -dijo Méndez.

– No hay remedio mejor.

– Es usted una mujer muy sincera.

– Ahora ya menos. Antes, cuando era secretaria de una empresa de transportes, sí que hablaba como se tiene que hablar. Pero ahora he cambiado porque estoy haciendo un curso de Derecho en la universidad a distancia.

Muy convencida de que era ya una mujer integrada, la secretaria terminó:

– Bueno, ¿qué más quiere?

– Si lo recuerda y no le molesta, dígame en qué último domicilio estuvo Carol, cuando visitó la Barcelona posmoderna y postolímpica.

– Aquí no.

– Ya lo imagino. ¿Pero dónde?

La mujer hizo un gesto de resignación, fue a un despacho que estaba contiguo al salón y que debía de ser el sitio de los desvelos y trabajos del señor Mayor, si es que tenía desvelos y trabajos. Regresó con una gruesa agenda. Y repasó las páginas con sus ojos de secretaria que trabaja bien en sus horas libres de cama.

– Sí, aquí está la dirección -musitó-. La Lola-Loli se la dio por teléfono a su marido para mayor recochineo, pero cuando la nena ya se había ido. Hala, para que veas lo cerca que la has tenido, chato, y las pocas ganas que ella tenía de poner el ojo en tu jeta. Esta es la dirección donde estuvo: Poeta Cabanyes, 165.

Méndez no apuntó aquella dirección. Pero la recordaría.

– Poeta Cabanyes es la calle en que nació el cantante Joan Manuel Serrat -dijo.

– Eso lo saben hasta las monjas clarisas.

– Es un sitio muy modesto, me parece -dijo Méndez-. Yo conozco bien el barrio.

– Más modesta es la pensión en que se alojó. No sé por qué hizo eso la infanta Carol, teniendo dinero como supongo que tenía, pero barrunto que lo hizo para demostrar a su padre que, encima, es ahorrativa. En fin, agua pasada. Adiós, señor policía.

Méndez giró para enfocar la puerta. Pero algo había cambiado en la habitación, algo había cambiado en el aire, y en el primer momento él no supo aún lo que era. Al fondo todo estaba igual: los muebles algo macizos, solemnes, de rico de entreguerras que sigue siendo rico y espera confiado la próxima crisis, a ver si todos se acuerdan menos él. Muebles del catálogo de Hurtado, pensó Méndez, que de vez en cuando leía revistas. La gran ventana que daba al paseo de Gracia seguía enviando su luz de alta calidad, mitad notarial mitad bancada. Pero algo ha cambiado, Méndez, maldita sea, y tú no sabes qué. Algo que antes no estaba ahora está posado en el aire. Giró un poco más la cabeza y entonces lo vio. Al abrirse la puerta del despacho se entreveía una salita de espera con una gran consola también de entreguerras (pero de entreguerras carlistas, es decir, una venerable antigüedad), un sillón isabelino, un diploma de alguna escuela de Comercio y una lámpara de algún taller de Murano. Sobre la consola había una cabeza de madera tallada, y ése fue el objeto sobre el que se posaron los ojos de Méndez. No porque fuera una obra de arte; él no podía saberlo. Pero sí que era el busto más atormentado, más salvaje, más maravillosamente mal hecho de toda la colección de caras mal hechas que en sus barrios había visto el viejo policía. Era esa cabeza atormentada la que había roto la luz y la armonía del paseo de Gracia. Sin despegar apenas los labios, Méndez preguntó:

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