Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido

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El pecado o algo parecido: краткое содержание, описание и аннотация

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Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.
Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

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me atizaban con las botas cuando apareció el coronel. Ya no era joven, pero se les plantó. «¡Yo soy un oficial rojo español y delante de mí no se pega a una mujer que está trabajando!» Un gendarme joven se le plantó también: «¡Tú vete a tratar con los obreros de tu tierra, que bastante trabajo tienes!» Y el coronel gritó: «¡Si hace falta, yo me cago en los obreros, pero defiendo a las obreras!» Y todos empezaron a guantazos. Dios mío, nunca he visto aguantar tanto a un hombre. Los españoles de ahora son muy distintos, pero antes comían piedras, segaban trigo en los campanarios y podían dejar preñada a una cerda. Así me hablaba el coronel los domingos, mientras pasábamos la tarde, sin gastarnos un franco, en un puente del Sena. Le partieron la cabeza, le hicieron beber litros de su sangre, y al final lo detuvieron, pero él aún iba con la frente alta, y cuando llegó un oficial se cuadró. El caso fue que a mí me dejaron en paz. Dos días más tarde me enteré de dónde estaba preso, reuní cuatro cosas en una cesta de comida y se la entregué diciendo sencillamente: «Aquí estoy.»

– La historia de nuestro país -susurró Méndez- la han escrito en secreto millones de mujeres que han sabido estar en su sitio.

– Con el jaleo, me hicieron una ficha policial y me despidieron del trabajo, de modo que la primera noche tuve que ir a dormir a un albergue. Porque lo peor de una criada es eso: no tener casa. Y a la mañana siguiente, en la puerta del albergue, estaba él. Me miró y me dijo sencillamente: «Aquí estoy.»

– ¿Se casaron?

– Sí. Y volví a conseguir trabajo. Era fácil: las señoras francesas se pirraban por las manos de una gallega, ya que los señores franceses tenían prohibido pirrarse por las tetas de una gallega.

– ¿Y el coronel de qué trabajaba?

– Ya estaba pensionado. En eso, los franchutes siempre han sido gente muy seria.

– Entonces irían bien de dinero…

– ¡Qué va! Hasta mi libreta de ahorros se fue en ayudar al Socorro Rojo. Ante cualquier desgracia de un compañero, él siempre se plantaba. «Aquí estoy», decía. Se ve que entendía mucho de guerra, pero yo me tuve que poner en plan gallega que entiende mucho de paz. «Mira -le dije-, una gallega, antes de defender una bandera, tiene que dar de mamar a su hijo.» Al final supongo que lo entendió.

– ¿Tuvieron un hijo?

Olga Tavares miró a otro sitio.

La habitación pequeña, la ventana que daba a la ventana vecina, el aire que se había hecho agobiante y se había ido cargando de tiempo.

– Sí.

– ¿Hijo o hija?

– Hija.

– ¿Dónde está?

Olga Tavares se puso en pie e hizo una sola seña.

– Venga.

El metro de París, donde se derrama la miseria de los países avanzados. El metro de París, donde vive gente y se cultiva el vertedero nuclear de la pobreza. Un mendigo chillaba en un vagón: «¡Tantos franceses ricos y el único que me ha dado limosna ha sido un africano!» Otro conseguía andar milagrosamente sobre sus piernas cortadas. Un jovencito imberbe cantaba una dulce canción de Charles Trenet. Una estudiante opulenta, sentada de cualquier manera, le mostró hasta arriba las piernas a Méndez, quien se aterrorizó al no sentir absolutamente nada.

En el cementerio de Pantin había una pequeña tumba con un retrato al esmalte: era una hermosa niña de apenas tres años. Olga se detuvo allí, clavando en el vacío una mirada que también había muerto.

– Mi hija está aquí -susurró.

– ¿Y el coronel?

– El coronel quiso que lo enterraran en España.

Anduvieron por los senderos silenciosos, que tenían un reflejo dorado a la luz de la tarde.

– Murió cuando empezaba a quererme -dijo Olga en voz muy baja-. Ella era mi esperanza.

Fue en un viejo café donde ella se lo explicó todo. Café de barrio, de esquina, de anciana con gato y de votante de Léon Blum.

– Después de la muerte del coronel y de la niña, yo quedé espantosamente sola. -La ciudad vacía ante tus ojos, pensó Méndez, la ventana que siempre recibe una luz gris, la habitación llena de recuerdos y de retratos congelados-. Pero de eso hace muchos años.

– ¿Y no ha podido olvidarlo?

– No.

– ¿Por qué no volvió a Galicia?

– ¿Y abandonar la tumba de mi hija?

Méndez lo comprendió. La pared donde garabateaste de niño es tu patria. El cementerio de Pantin puede ser tu patria.

Olga susurró:

– Casi acababa de morir mi niña cuando conocí a Carol, la hija de Lola.

Los ojos de Méndez pasearon con indiferencia por el techo del café, con indiferencia por el culo de una dienta pensionada, con indiferencia por el culo del camarero (afortunadamente). Sus oídos, en cambio, se alertaron al máximo.

– ¿Y qué edad tenía Carol? -preguntó.

– También unos tres años.

– Entonces empiezo a entender algunas cosas. ¿Pero cómo la conoció?

– Sus padres eran ricos y vinieron a pasar una temporada en París. Él se llamaba Pedro Mayor. Ella, Lola.

– Conozco a Lola. Y a él, en cierto modo, también.

– Como es natural, trajeron a la niña: no iban a separarse de ella. Pedro Mayor era rico y alquiló un magnífico apartamento de tres habitaciones desde cuya cama, si abrías la ventana, parecía que podías tocar la Torre Eiffel. Por medio de una agencia con la que yo había trabajado antes, tuvieron un gran interés en contratarme, al ser española, para que cuidara de la niña.

– Lo entiendo todo.

– Entonces ya se habrá dado cuenta de que la niña, Carol, fue otra vez como mi hija -musitó Olga Tavares.

– Sí.

– ¿Usted no tiene hijos?

– No. Yo soy como un pequeño monstruo. Sólo tengo libros -musitó Méndez.

– Pero puede imaginar cómo quise a Carol.

– No necesito que me explique nada. Lo terrible era que no podía durar.

– Claro que no duró. Los padres estuvieron dos meses aquí: visitaron los alrededores, las iglesias, los museos, las pinacotecas y, por supuesto, los mejores restaurantes. El señor Pedro Mayor era un hombre culto: me enseñó a hablar bien, como antes había hecho el coronel, que tenía el lenguaje de los clásicos. Ella, la señora Lola, era más ligera de cascos. Yo sólo sé que, a mi manera, fui feliz, pero cuando se marcharon fue como si mi hija hubiese muerto otra vez.

– ¿Y ahora cómo es que vive en su casa?

– Todas las historias -musitó Olga- tienen una lógica. Yo ya no trabajé más porque, con la pensión de viuda, no lo necesitaba. De vez en cuando hacía algo para señoras españolas, pero esporádicamente. Tenía mis recuerdos y mi piso, por supuesto cerca del cementerio de Pantin.

– Lo entiendo.

– Pasaron los años. Yo vivía en soledad, aunque todavía era joven. Iba demasiado al cementerio, y mis pocos amigos españoles no acababan de entenderlo. «En vez de ser una gallega beata más te valdría ser una gallega cachonda», me decían algunos. Otros eran más directos: «En vez de ser una gallega rezadora, más te valdría ser una gallega folladora.» Pero cada uno es como es, qué quiere que le diga. Pasó el tiempo como pasa la vida, sin que te des cuenta, aunque la vida se te haga más larga porque siempre estás mirando la misma pared. Y un día va y me encuentro a la señora Lola. También es leche, digo yo. Pero si andas por París, es natural que encuentres a la gente que anda por París. Ella fingió que no me conocía: ya se sabe, la gente con pasta es muy suya. Pero algo me dijo que había perdido pasta y en cambio había ganado no sé qué de provocación. Vamos, que hay maneras de andar por la calle, y una de esas maneras es pensar que en la calle hay hombres. Casi me le eché encima de tanta emoción y, claro, le pregunté por Carol. Entonces la señora Lola me lo explicó todo.

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