Pero el linaje de los Gomara, que había sido muy amplio, se iba reduciendo con los años. Las bodas abundaban cada vez menos, porque las damas Gomara se hacían exigentes y no aceptaban a cualquiera en el tálamo, mientras los señores Gomara se iban haciendo sabios y mantenían queridas hasta los setenta, casándose sólo cuando ya no se les levantaba (generalmente con una de las queridas), de modo que no tenían descendencia. ítem más: algunos Gomara se habían dedicado a las pesetas y no a las mujeres, porque las pesetas (aunque el pueblo sencillo no lo sepa) producen orgasmos que duran toda una noche. Y, en fin, unos últimos Gomara habían sido maricones ilustradísimos, de modo que tampoco tuvieron descendencia, aunque hoy el problema del amor anal está resuelto porque, gracias a la astucia de los legisladores, dos maricones bien avenidos pueden tener una descendencia copiosísima.
Al tiempo que Méndez -siempre mal pensado, como se ha visto- profundizaba en el estudio de los registros, se daba cuenta de que no sólo habían descendido los Gomara biológicos, sino también los Gomara capitalistas. Como dijo sabiamente Víctor Hugo, no basta con ser malvado para triunfar. Al contrario, la honradez también es un capital, aunque sea a largo plazo. Bastantes operaciones turbias de los Gomara habían salido mal: negocios frustrados, estafas entre socios, inversiones fallidas y hasta esposas que, sabiendo que no las podían denunciar, se habían largado con el dinero y con un masajista cubano. El caso era que, en los años ochenta, hasta la casa de los altos de Serrano, única referencia siempre fija de todo el patrimonio familiar, había estado hipotecada. Levantó la hipoteca una sociedad que era la propietaria actual. Y el propietario de la sociedad -naturalmente por medio de un grupo de gestión- era un banquero llamado Orestes Gomara, con negocio propio y además participación a alto nivel en otros bancos del país. Orestes Gomara era viudo y tenía una sola hija, Virginia, a la que todo el mundo llamaba Virgin.
Llegado a este punto, y cubierto todavía por el polvo de los archivos y por las ladillas que anidaban en los registros, Méndez sintió que le invadía un sudor helado.
Necesitó salir de allí, hablar con don Alex y respirar aire puro en la terraza de un café con vistas al Campo del Moro.
Don Álex susurró:
– O sea, que tenemos un auténtico propietario de la casa.
– Que de momento se ha jodido, porque sabe que la policía la tiene controlada y llena de micros.
– Quizá al principio no lo sospechaba, pero ahora a la fuerza lo ha de saber. Y se aguanta porque no tiene otro remedio. Se aguantará hasta que la policía levante la investigación o hasta que la casa la alquile el supuesto comando de ETA.
– El caso es que es un banquero.
– «Un hombre poderoso», según las palabras de la chica que se recogían en aquella grabación.
– Y la chica muerta podría ser su hija.
– Tenemos su nombre y apellido: Virginia Gomara.
– Ahora deberemos averiguar dos cosas.
– A ver.
– Primera cosa, para estar seguros: si Virginia no ha sido vista en los últimos tiempos y si había padecido una hepatitis C.
– Detalle básico, porque el análisis de la sangre indicaba que la chica había padecido eso.
– Segunda cosa que hay que averiguar, en el caso de que tengamos identificada a la chica desaparecida.
– Venga.
– ¿Por qué coño su padre, Orestes Gomara, no ha denunciado su muerte y ni siquiera su desaparición? -Hay un posible motivo.
– ¿Cuál?
– Ha podido tener acceso a la grabación, cosa al fin y al cabo lógica. Y por la voz sabe quién es el asesino de su hija.
– Y los auxiliares.
– Uno se llamaba Alberto, el otro David.
– Ellos no encularon ni mataron a la hija, pero ayudaron de algún modo a que se celebrara la fiesta.
– Del Alberto no sabemos nada.
– Pero del David, sí.
– Un auténtico dao pol saco .
– Y que apareció echando sangre por la boca y con un taladro en el culo.
– Es decir, hubo una venganza de la hostia.
– Lo cual explicaría la actitud del padre.
– No quiere que la policía haga nada.
– Quiere vengarse él.
– Tiene medios suficientes.
– Y una leche más fermentada que un yogur en un convento.
– Hostia, resulta que estamos sobre una pista.
– Hay que seguir trabajando.
– Y sacudirse el polvo de encima.
– Y las ladillas.
Pero con ésas no hubo problemas. Las ladillas de los registros oficiales, si no les pagan dietas, se vuelven a las estanterías.
Ahora Méndez sabía que tenía un camino relativamente fácil. De momento, husmear en los ambientes en que se había movido Virginia Gomara.
Madrid es una gran capital, y los ambientes de hoy no son los que estarán de moda mañana. Pero aunque cambien, siguen más o menos las mismas coordenadas geográficas, teniendo por eje la Castellana. En Barcelona, las circunstancias también se parecen. Seguir la pista de una chica joven y rica no requiere andar mucho.
Primer dato: domicilio. Para eso sólo hace falta consultar un bestseller llamado guía telefónica.
Segundo acto: agencias de recortes de prensa. Fiestas y actos a los que en los últimos años ha asistido la nena.
Tercer dato: amigos periodistas que hacen crónica de sociedad y que están pidiendo a gritos que alguien les pague un café.
El primer dato saltó en seguida: Virginia Gomara vivía con su padre en un tradicional y soberbio piso de Recoletos, muy cerca del palacete donde estuvo la Presidencia del Gobierno. Segundo dato: era dienta de grandes agencias de viajes, conocía los grandes cruceros de lujo (siempre acompañada de su padre, lo cual indicaba que era una buena hija, o al menos una hija sumisa) y no se perdía las cacerías en los cotos de Extremadura, las fiestas taurinas ni los bailes en las embajadas. Tercer dato: no se le conocían novios, amoríos, desvaríos, polvos solemnes en los salones isabelinos y mucho menos rapidillos en los ascensores.
Por tanto, era fácil moverse en los ambientes que normalmente frecuentaba. Y así, mientras don Álex telefoneaba con voz servil a algunos grandes apellidos del país, cuyos títulos había tramitado, Méndez visitaba embajadas, se sentaba ante grandes agentes de viaje (quienes le decían en seguida que podían prepararle un tour para visitar la tumba de Tutankhamon), se deslizaba por cafeterías de lujo y visitaba toreros más o menos en crisis que antes se habían ido a la cama con todas las folclóricas del país, pero que ahora se iban a la cama con un toro embalsamado.
El resultado de tan activas gestiones confirmó sus sospechas: Virgin Gomara no había sido vista en las últimas semanas, ni correspondido a invitaciones, ni cazado una liebre, ni asistido a la larga agonía de un toro bajo el sol de la tarde. Tampoco había contestado a alguna de las cartas enviadas por grandes familias de Madrid. El mayordomo de su padre siempre contestaba que la señorita Virginia estaba de crucero dando la vuelta al mundo, que es lo menos que puede hacer todos los años una chica bien educada. Méndez recordó a un conspicuo crucerista, pertinaz cliente de la Costa Creciere y la Cunard y antiguo cliente de la Ybarra, quien daba todos los años la vuelta al mundo, y que al desembarcar en el último puerto decía: «Bueno, ya se ha terminado el crucero. ¿Y ahora qué hago yo en mi chalet los próximos nueve meses?»
Total, que de Virgin Gomara no había ni rastro. Y no estaba dando la vuelta al mundo, porque ni en sus agencias habituales de viajes ni en las grandes compañías navieras constaba su presencia.
Méndez y don Álex se volvieron a reunir en un café, aunque éste no tenía vistas al Campo del Moro, sino al Rastro y a la pensión La Florita. Allí hablaron detenidamente.
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