– ¿Dentro? ¿De dónde?
– Del camión con camuflaje que ya tenían preparado los traficantes. ¿De dónde va a ser? Llegó a Barcelona con veinte más, metida entre sacos. Se ve que en Barcelona existía alguien que había de ayudar a sus padres. Pero, claro, sólo la pudo ayudar a ella.
– ¿Está hablando de Kabir?
– Sí. El se hizo cargo.
– ¿Y cómo la ayudó?
– ¿Usted qué piensa, Méndez?
Méndez dijo que prefería no pensar.
– Pues parece mentira, con la experiencia que usted tiene. Se hizo cargo de la nena, y al tercer día ya la había metido en su cama.
Una vecina grande como un camión masculló entre dientes:
– Parece mentira, con la tranca que el tío tenía.
Y otro:
– Una pata de piano, se lo digo yo. Una pata de piano.
Los ojos de Méndez se achicaron, se transformaron en los de la serpiente vieja. Sólo le faltó deslizarse por la calle, pero él no habría esquivado la sangre.
– ¿Y ella lo aguantaba? -susurró.
– ¿Qué iba a hacer? Además, los moracos se ve que tienen mucha autoridad con la gente menuda. No como nosotros, que en cuanto los hijos tienen diez años ya roban una moto y se nos folian.
La vecina camión dijo:
– ¿Dónde iba a ir la pequeña? Además, el Kabir era hermano de su padre.
– ¿Y nadie hizo una denuncia?
– ¿Que nadie la hizo? Oiga, jefe, aquí es mejor no meterte con según qué gente y cerrar la puerta con dos vueltas de llave. Ya se puede hundir el mundo, que tú a lo tuyo. Pero nosotros hicimos la denuncia, claro que sí, porque una noche se oyó gritar a la niña. Dios sabe por dónde la empitonaría, porque le hacía daño. A la mañana siguiente ya tenía aquí a los de Menores, a los de la Grume, o como se llamen, que ahora no hay quien se aclare. Antes era muy sencillo: los maderos, los milicos, los de la secreta y ya estaba. Pero ahora vaya usted a saber. Total, que el Kabir dice que él tiene los papeles en regla y presenta un certificado de trabajo. Falso como Judas, claro, pero certificado de trabajo. Acredita que es tío carnal de la nena. Y cuando los de la poli preguntan: «¿Y tú qué dices, nena?», ¿sabe usted, jefe, lo que responde la nena?
– ¿Qué responde?
– Pues que Kabir la trata bien, que nunca la ha tocado. Que es el hermano de su padre y el tutor queridísimo. Que lo único que quiere son papeles legales, porque espera hacerse una mujer en Barcelona.
Otro mirón intervino:
– Eso es verdad, jefe. Todos los que llegan aquí, aunque sea desde el Polo Norte, acaban haciéndose hombres y mujeres en Barcelona.
– Y se quedan -dijo la mujer camión-. Ésta es tierra de todos. A mí no hay quien me mueva.
– Ni con grúa -susurró uno que tenía toda la pinta de ser un marido necesitado de amparo judicial.
– ¡Mira que te la corto, capullo! ¡Eso si te la encuentro!
La policía jovencita intervino:
– ¡Todos a callarse! ¡Yo pongo la autoridad!
– Tú pon el culo, nena, y nosotros pondremos todo lo demás.
Voló un capón de la leche, porque la policía jovencita sabía moverse bien. El tío que estaba dispuesto a ponerlo todo, y que aún llevaba unos pantalones legionarios usados, esquivó por milímetros. Mientras se desabrochaba la camisa gruñó:
– Oye, tú, polichica, cuidado dónde metes las manos, que yo soy cabo legionario, me la he jugado en Bosnia y estoy dispuesto a morir por España.
– Pues puedes ahorrarte el trabajo -masculló Méndez-. Desde los tiempos de don Pelayo hay gente muriendo por España, y ya ves lo jodida que está.
Y apartó a la gente de un empellón, con mala leche barriobajera.
– ¿Después de la denuncia no hubo examen médico? -masculló-. ¿Nadie apreció desgarros en la nena?
– ¿Para qué habían de hacerle un examen si ella misma dijo que estaba protegida y que la trataban bien?
Méndez dirigió una mirada de asco al muerto. Luego bajó los párpados para que no se viera la expresión de sus ojos. Anduvo hacia la pequeña, que estaba llorando junto a la entrada de un bar donde todo era de fórmica. Sorprendentemente, junto a la puerta se leía: «Casa fundada en 1907.»
– ¿Cómo te llamas?
La pequeña ni siquiera le miró.
– Leila.
– Menos mal que no te llamas Fátima. Todas las moras del barrio se llaman Fátima.
Le puso una mano en el hombro, estremecido por el llanto.
– ¿Vivías en el cuarto del terrado?
– Sí.
– ¿Y dónde estabas cuando Kabir ha caído?
– En el piso de abajo. Allí tengo una amiga.
La mujer camión, que se había acercado con gran desplazamiento de masas obreras, susurró:
– Eso sí que se lo puedo asegurar, señor Méndez. Buena gente. Y no haga caso de la niña. Los moracos a los niños los tienen sometidos.
– Volverás con tu amiga -dijo Méndez-. Esta noche volveré y me ocuparé de ti. Estarás bien, te lo prometo.
– ¿Y qué harán con Kabir?
– ¿Con su cadáver? Pues el juez lo hará trasladar al depósito, allí le harán la autopsia y luego lo enterrarán en la fosa común si nadie reclama el cuerpo. ¿Tú sabes si alguien va a reclamar el cuerpo?
La niña no contestó.
Hubo en su espalda un estremecimiento espasmódico.
– Haz lo que te digo -susurró Méndez-. No te va a pasar nada malo, te lo juro. Pero pobre de ti si cuando regrese te encuentro en otro sitio que no sea la casa de tu amiga.
Se separó del venerable bar, donde a lo mejor tenían calamares fritos del año de la fundación. Vio que el juez había llegado con una rapidez insólita en la Administración española.
– Que los fotógrafos hagan su trabajo y luego que se lleven esta mierda.
– ¿Me necesitará para algo, señor juez?
– ¿Usted es Méndez?
– Sí, señor juez.
– Voy a necesitar su declaración esta misma noche, antes de que termine la guardia.
– Seguro que paso a verle. Y ahora permítame, voy a seguir poniéndome de mala leche.
Méndez saludó y se fue. Tan de mala leche pensaba ponerse que iba a ver al banquero Gomara. Miró a la policía jovencita mientras alguien decía en voz muy baja que allí detrás habría que poner unas luces de «stop». Captó el olor de la sangre, que subía como un efluvio hacia las ventanas muertas, y esquivó a una gata que arrastraba su tripa por la calle de nadie. Necesitó también esquivar una moto donde iban dos jovencitos con arañas pintadas en las camisetas.
Mientras frenaba, el conductor se volvió al de atrás.
– Hostia, tío. Un muerto, tío. Esto es culpa del alcalde, tío. Ojo al fiambre, tío. Y ojo al enterrador, tío. Déjale que pase.
Méndez pasó.
24 UNA CUESTIÓN DE PRINCIPIOS
El banquero Gomara estaba trabajando en su despacho cercano al Ritz, en la brillante tarde de Barcelona. La gente compraba discos de rock, comía canapés, echaba el aliento en los escaparates, discutía de automóviles y aumentaba la cultura urbana. En cambio, Gomara estaba solo en su inmenso despacho, escuchando música de Brahms. En una de las paredes había estanterías llenas de libros sobre la Unión Europea y el modo de salvarla, y sobre el hambre en el Tercer Mundo y el modo de evitarla. En la otra pared, dramáticamente desnuda, imperaban un Monet, un Tapies y un Revello de Toro. En el centro, sobre una alfombra de seda persa, en una mesa de Valentí, una mujer de bronce sostenía un cristal con una flor solitaria.
– ¿Le gusta mi despacho, Méndez?
Desde la enorme ventana se veía de refilón el Ritz, su marquesina noble, sus ventanas doradas por el sol, su portero uniformado y sus coches de lujo de los que descendían grandes señoras preñadas por un sultán.
– ¿Le gusta mi despacho?
– Es fetén.
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