– ¿Una mujer?
– Me has preguntado si sé algo más, y yo te contesto dentro de lo posible, Amores, en esta ciudad donde mis pulmones son perforados por los tubos de escape y donde el sol cuece lo que queda de mis membranas viriles. Este caso me desorienta, Amores, pues aunque tengo pistas, no tengo evidencias para ponerlas en la mesa del juez.
Entraron en el bar dos comerciantes diciendo que los cafés tomados en horas de trabajo tendrían que desgravar de la Renta; entraron luego dos mujeres que pedían un salario para las amas de casa.
– Ya me dirá qué va a hacer ahora, señor Méndez.
– Si llevase la investigación oficialmente haría más cosas, porque dispondría del aparato policial. Pero no la llevo. Tengo que atrapar, como quien dice, las pelotas que los jugadores echan fuera del campo.
Y añadió, mientras terminaba su cerveza:
– No me quedará más remedio que esperar un poco y seguir buscando a mi manera. Esto va a ser mi ruina, pero pienso que tengo que volver a Madrid.
Madrid vibraba, y Méndez se sumergió gozosamente en él.
Madrid envuelto en la bruma y envuelto en dinero sin fermentar, en un olor que conocía muy bien Méndez.
Encontró a Orestes Gomara, su asesino preferido, su granuja encuadernado en oro y piel. Tuvo que buscarlo antes, claro. Domicilio de Madrid, Recoletos centro, un portal antiguo con entrada de carruajes, un mayordomo vestido como en los tiempos de la UCD, un portero laureado que sólo bebe coñac Napoleón. No, el señor no está, ha ido a sus oficinas. Y además qué coño pregunta: el señor tiene su propio panteón, no paga alquileres de nichos. Y la oficina del centro: cristales blindados, cerraduras Fichet, mármoles italianos, hierros de Toledo y losas de El Escorial sacadas de un colchón de Felipe II. Y en la planta noble, una secretaria pentalingüe de setenta años, con el virgo asegurado en Unión y el Fénix o en Catalana Occidente: no, el señor presidente no está, ha ido con el coche al colegio donde estudió su hija. Pues vaya -pensó Méndez-, ahora resulta que el señor presidente tiene corazón, o quizá lo que tiene es potencia y quiere tirarse a una alumna que ha repetido curso. Vamos allá, como dicen los taxistas.
Y en efecto, el coche estaba allí, grande como el Queen Elizabeth , custodiado como el Banco de Inglaterra por un chófer gorila de dos metros. Orestes Gomara, en la acera solitaria del barrio residencial, contemplaba con las manos a la espalda, a través de la reja, las evoluciones de unas nenas con falda cortita que jugaban al baloncesto.
Méndez se acercó gatunamente, vigilado por la mirada recelosa del guarda.
– Demasiado tiernas, señor Gomara. Chillarían antes de encontrársela dentro.
Era una frase infame y Méndez lo sabía. Quería provocar. El banquero le miró con un gesto de asco y perdió su diplomacia.
– Váyase a la mierda.
– Le he buscado nada más regresar a Madrid, Gomara.
– ¿A mí? ¿Para qué?
– He estado pensando.
– Milagro.
– ¿Qué hace mirando a esas gallinitas? ¿Después de beberse un Gran Reserva de treinta mil pesetas necesita carne tierna?
– Es un cabrón, Méndez. A estas alturas ya debería saber que éste es el colegio donde estudió mi hija.
– O sea, que no está pensando en follar.
– No.
– Está pensando en matar.
– Ése es asunto mío.
– Y mío. Veo que no ha podido terminar su venganza, Gomara, que lo peor aún lo tiene pendiente.
– Sigue siendo asunto mío.
– Y cuando necesita cargar las pilas de su odio, viene aquí y mira.
– Le he enviado a la mierda, Méndez. Esperaba que supiera el camino.
– ¿Sigue buscando a Leo Patricio, el que hizo aquello con su hija?
– Sí.
– Y lo encontró en una pensión antiquísima, con doscientos años encima de cada cama. Y debajo de cada cama un orinal sacado del Museo de Historia de la Ciudad. Pero ahora resulta que es modernísima porque se llama pensión Internet. Lo localizó usted allí y envió a su gorila para que hiciera el trabajo, pero su gorila no lo encontró a él, sino a la detective que tenía que protegerlo. Lo mismo daba. Hizo igualmente el trabajo.
Orestes Gomara no contestó. Su cara era de piedra mientras avanzaba hacia el coche lentamente.
Su guardaespaldas preguntó:
– ¿Le molesta este tipo, señor? ¿Qué hago con él?
– Nada.
– No es demasiado grande. Podría ahogarlo en el filtro de agua del coche.
– Sin atropellar, ¿eh?, sin atropellar -protestó Méndez. Oiga, Gomara.
– ¿Qué?
– No me ha contestado.
– Traiga alguna prueba y le contestaré.
Entró en el coche. No se opuso a que Méndez entrara con él y se sentara a su lado, en aquel instante de estéreos que sólo transmitían música sacra, de pieles de niña afinadas a lengua, de maderas nobles sacadas de un viejo meublé.
– Todavía no tengo pruebas -dijo el viejo policía-, pero tengo sus mentiras.
– ¿Mentiras?… -Gomara pareció sorprenderse.
– Sí. En toda su historia hay cosas que no cuadran. Usted me dijo que se había criado en una corrala de Madrid, entre vecinos que se peleaban, vecinas que se metían el dedo y ratas tan adultas que hasta se habían sacado el DNI. O sea, que de ilustre linaje, nada. Y, en cambio, los Gomara son un ilustre linaje, descienden de un indiano que tenía una negrita para sacarle el capullo, poseyeron grandes fincas y poseen todavía el palacete de los altos de Serrano. Aquí no cuadra nada.
– Me extraña que no se haya dado cuenta hasta ahora, Méndez.
– Me di cuenta en seguida, pero decidí reservarme la bola para cuando se la pudiese lanzar a la cara.
– Y supongo que en seguida comprobó todos los datos de lo que yo le había dicho.
– Sí. Los datos de la infancia concordaban, pero los del Registro Civil no. Un amigo me leyó por teléfono el asiento registral: no era usted hijo de una ricachona y un millonario, sino de una puta y un presidiario, que no es lo mismo. No se llama Gomara, que viene a ser nombre de cardenal, sino González, que es nombre vulgar, nombre de guardia civil y de presidente del gobierno. Una parte de verdad en su relato, por tanto. Y una inmensa parte de mentira.
El banquero suspiró resignadamente.
– Con todo esto viene a decirme que ni siquiera soy un asesino serio.
– No es un asesino serio. Es el asesino de una estanquera de Chamberí.
– Entonces le daré un consejo, Méndez: compruebe siempre las cosas por sí mismo. No se fíe de los amigos que le leen por teléfono un asiento registral, porque no se fijan en los detalles. Su informador debería haber notado que debajo de la primera inscripción, o al margen, no lo sé, hay otra en la que se me reconoce como hijo natural de Gomara, y por tanto se me legitima. Tiene razón: mi madre tuvo sus tiempos de puta, pero de puta de altura. Una vez me reveló lo que ni siquiera mi padre sabía, aunque advirtiéndome que no iba a servir de nada: entonces en el Código Civil estaba prohibida la investigación de la paternidad, por eso de salvar la «dignidad» del follador. Mejor dicho, estaba permitida en la legislación de Catalunya, pero yo no era catalán. Mi madre, en eso del coño, siempre fue muy centralista. De modo que tuve que vivir como un perro según la historia que le conté, y que es rigurosamente cierta. Hasta que un día me enteré de que el viejo Gomara me había reconocido en su testamento, cosa permitida por la ley. Aunque no sé por qué doy tantas explicaciones a un policía antiguo, renegado, tiñoso y que aún cree que atestado se escribe con «h» de hostia.
Méndez no protestó. Curiosamente le podía doler el insulto de una mujer de la calle, pero le dejaban indiferente los insultos de un millonario, sobre todo si eran proferidos a bordo de su coche.
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