Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido
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Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.
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– Y en cierto modo es verdad. Tenías otra.
– Lógico, Méndez. Lógico del todo. La de Gay-Lussac era la vivienda que me pagaba mi «padre», y por tanto yo necesitaba residir en ella, al menos oficialmente. Allí, ni drogas ni tíos. Cualquier día, le podía dar a Mayor por visitarme. Y si no, allí estaba Olga para darme el coñazo. Te juro que a veces pensé en cambiar la cerradura, pero me pareció injusto. Además, la situación tenía sus ventajas: Olga me solucionaba la vida.
– La parte pública de tu vida. La otra parte, la más privada, la tenías en tu otro piso.
– Eso es verdad -suspiró Elena-. El otro piso estaba cerca. Me servía para vivir en París cuando Olga Tavares creía que yo estaba estudiando en el extranjero. O al menos para volver a París algunos días. Si en el otro piso me dormía drogada o me dormía con un tío encima, no tenía que dar cuentas a nadie.
– Pero necesitabas pagarlo. Si ibas tan mal de dinero, ¿cómo lo hacías?
Ella negó con la cabeza.
– No lo pagaba yo. Lo pagaban ellos. Oye, Méndez: ellos eran los que me proporcionaban la droga. No tan buena como la de Lionel y sus amigos, claro, pero servía. Era a cambio de que, en el piso, que era lo único que pagaban, les dejara mantener contactos con proveedores y con clientes. Todo marchó bastante bien hasta que las cosas se estropearon.
– ¿Cómo se estropearon?
– Últimamente, Pedro Mayor no manda dinero. Luego lo mandará, pero de momento no. Y yo tengo mis gastos urgentes y todos los días. Los proveedores que venían al piso me fiaban, claro, pero se acabaron cansando. Entonces les propuse que se cobraran en… en…
– … En la cama.
– Sí. Yo comprendía que ninguno de ellos estaba loco por mí, pero el trato les podía parecer divertido. Al fin y al cabo, después me habrían cobrado igualmente. Eran asquerosos… Ponían en el vídeo una película porno y luego me hacían las mismas cosas a mí.
Méndez evitó mirarla. Para él, todas las cosas encajaban en lo que hasta ahora sabía. Aguardó en silencio unos instantes porque comprendió que Elena necesitaba reponerse. Fue entonces cuando preguntó:
– Hasta que Olga Tavares descubrió que tenías ese piso, ¿verdad?
– Sí… Fue por un maldito reloj antiguo que ya estaba en el piso y que yo pensaba vender. Reparado, valía más. Bueno, el caso es que lo supo. La condenada logró entrar allí, y descubrió una serie de cosas, entre ellas las fotos.
– Fotos que la llevaron a descubrir que tú no eras Carol Mayor.
Elena no contestó. Hundió más la cabeza.
– Todo tu mundo se derrumbaba -continuó Méndez con voz opaca-, y también se derrumbaba el mundo de Lola. Estabas acostumbrada a vivir del maná del cielo, sin hacer nada y sin querer aprender nada, como Lola estaba acostumbrada a vivir del embuste, a vivir del cuento largo. Supongo que en tu cerebro, si lo tienes, buscaste una solución. ¿Pero no se te ocurrió hablar con Olga para que guardara silencio?
– Olga estaba trastornada; también su mundo se había hundido. ¿Cómo podía hablar con una mujer así? Además, supe que te había llamado a ti, Méndez, y supuse que era para plantear una denuncia. Entonces perdí los nervios del todo. Me volví como loca. Me… me…
Su cabeza se hundió todavía más y rompió a llorar. Méndez recordó otros llantos en los portales, en los dormitorios, en las esquinas de las calles que no tenían nombre. Recordó personas que le miraban sin verle y de pronto sentían que algo estallaba en su interior, ojos de mujeres -sobre todo mujeres- que se rompían al mirar hacia dentro y encontrarse consigo mismas.
Murmuró:
– Para conservar el dinero se hacen cosas aún peores que para conseguirlo, pequeña puta. La ambición hace subir a mucha gente, pero destruye a más gente todavía.
Elena había ocultado la cabeza entre los brazos. El último sollozo apenas permitió oír su voz:
– ¿Qué vas a hacer, Méndez?
– Nunca he hecho nada en la vida, pero ahora voy a hacer dos cosas.
– ¿Cuáles?
– Primera cosa que voy a hacer: llamar a la policía.
– Ya tenías que haberla llamado. ¿Y cuál es… la segunda cosa que vas a hacer?
– Mentir.
Elena alzó la cabeza. Sus ojos le miraron asombrados, sin comprender.
– ¿Mentir? ¿En qué?
– No quiero que te pudras en la cárcel, después de todo. Una condena a veinte años acabaría con lo poco que queda de ti, mientras que una condena a diez días quizá te permita reflexionar y al mismo tiempo tener una pequeña esperanza. El tiempo necesario para que todo lo podrido que llevas dentro fermente, pero sin llegar a ahogarte.
Añadió:
– Para eso es necesario mentir. Decir, por ejemplo, que yo, un ejemplar policía español, especialista en gatos portadores del sida, he visto algo de lo que sucedió: tú no has entrado por el respiradero, sino que Olga te ha abierto la puerta. Tú no llevabas una arma blanca, sino que el arma estaba aquí. Tú no planeabas matar a Olga, sino que Olga y tú habéis discutido. El arma estaba a tu alcance y tú la has utilizado sin pensarlo, con una rapidez que yo no he podido prever. Al desarmarte, te he roto el brazo.
– Es que lo tengo roto -balbuceó ella-. No puedo girar el codo.
– Con esa mentira -terminó Méndez-, la condena puede variar mucho.
– ¿Lo haces para darme… una oportunidad?
– No. La oportunidad ya la tuviste, Elena. Lo que te quitó tu padre natural te lo dio Olga Tavares multiplicado por diez. Y hasta Pedro Mayor te lo dio con su dinero, aunque sin saberlo. No… no creo que tengas derecho a una oportunidad, pero tienes derecho a una esperanza. Todo el mundo es capaz de pensar, si tiene una esperanza. Si no la tiene, no piensa. Pero, además, voy a mentir por otra cosa.
– ¿Cuál?
– Olga Tavares tampoco habría querido verte podrida. Su amor me merece demasiado respeto para verlo acabar en el retrete de una cárcel.
– ¿Por qué?
– Quizá -dijo Méndez-, porque he visto muy pocas historias de amor.
Usó el viejo teléfono colgado de la pared para llamar a la policía, y dio la dirección. Como sabía que iban a tardar unos minutos, los aprovechó para telefonear también a Barcelona, a la casa de Pedro Mayor. No se puso él, sino la secretaria multitetas.
– Soy Méndez -dijo-. Usted me conoce porque estuve en su casa preguntando por Carol Mayor. Llamo para decirle a… a su jefe que no debe darle más dinero a Lola ni tampoco a Carol, porque Carol no existe. Fue una estafa montada durante demasiados años, y ya es hora de que termine. Cuando regrese a Barcelona ya le explicaré, pero mejor que se vaya olvidando de las dos.
Incluso a través del teléfono se notó que a la secretaria se le ponían los pezones de punta.
– ¿O sea que no hay que pagar más? -farfulló.
– No.
– ¡Qué suerte! Así convenceré a mi jefe para que nos vayamos a hacer un crucero por Alaska. Para… para trabajar, claro.
– Claro.
– ¿Y qué me ha dicho de Carol Mayor?
– Que no existe.
– Mala puta.
– No hace falta que la insulte. Le he dicho que no existe.
– Es igual; mala puta.
Méndez colgó.
Sin mirar a Elena, susurró:
– Es verdad, qué pocas historias de amor he visto.
31 UNA CUESTIÓN DE DINERO BLANCO
Pero hay historias de amor -pensaba Méndez, sin embargo- o al menos amor a quince días vista. Todas esas parejas que el sábado noche llenan los bares de la Barcelona vieja y que juran amarse hasta que nazca un capricho mejor eran más felices que él, pensaba el tronado policía. Al menos tenían un destino sentimental asegurado hasta fin de mes, mientras que él no tenía nada, excepto sus libros, el paisaje desde su ventana y sus malditos recuerdos de mujeres que ya no existían. Por eso deambuló por el barrio Gótico, por las calles de Santa María del Mar y por los lindes de las antiguas murallas, buscando al menos un fantasma que justificara su vida. No había encontrado aún ninguno cuando se situó ante la casa barcelonesa de Orestes Gomara, sus ventanales sobre la ciudad prodigiosa, sus aromas a habano viejo, sus libros estampados en oro y sus criaditas de culo multiuso. Vamos a ver, Gomara, si hablamos de una vez, maldito cabrón de canonjía.
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