Francisco Ledesma - El pecado o algo parecido

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Un nuevo caso del detective Méndez, personaje que ha convertido a González Ledesma en uno de los autores españoles de serie negra más reconocidos en Europa.
Sinopsis: Méndez lamentó la crueldad de su destino. Había venido a Madrid para no trabajar nada, y se encontraba con que tenía que averiguar qué había detrás del repugnante crimen cometido con el culo ignorado de una mujer ignorada en un lugar ignorado.

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Tuvo suerte porque lo encontró en Barcelona, y no en Madrid. Por lo visto, ahora los constructores especulaban más con los pinares del Valles que con las llanuras de Castilla. Encontró a Gomara comparando largas columnas de cifras en unos papeles que a Méndez le parecieron terriblemente hostiles e inútiles, pero en los que realmente había fincas, coches, vueltas al mundo y mujeres «sí a todo» a disposición de la gente guapa. Tú sí que eres guapo, Gomara, condenado hijo de puta.

El banquero, fastidiado, levantó la vista de sus columnas de cifras.

– ¿Por qué se presenta aquí? Creí que tenía más vergüenza, Méndez.

– La tengo, Gomara, pero he pensado que convenía perderla antes de que usted venda la catedral de Barcelona. Supongo que en esas columnas de cifras ya está el precio del solar y lo que un anticuario le va a pagar por el Cristo de Lepanto.

– Lo del Cristo de Lepanto no lo he podido arreglar aún -dijo Gomara aburridamente-. Lo otro está hecho.

Méndez se sentó ante la mesa y con absoluto desprecio encendió un guajiro canario, exponiéndose a provocar en aquel ambiente una explosión nuclear.

– He hecho un viaje, Gomara.

– Ah, pues qué bien.

– Vengo de París.

– Estoy admirado. Qué fabulosa aventura. Y a lo mejor hasta se ha arriesgado a ir en tren. Es asombroso.

– No lo sabe bien. Espero que algún editor me permita narrar mis aventuras en un libro.

– Cuando se publique, la gente se matará por comprarlo. Y ahora menos coña y dígame cómo le ha ido.

– No muy bien, si vamos a detallar las cosas. Pero he visto un prodigio.

– Dígame en qué consiste ese prodigio.

– Dos mujeres cobraban dinero con engaños.

– Por favor, Méndez. Qué asombrosa novedad. Mujeres que cobran con engaños las encuentra usted hasta en el santoral cristiano.

– Sí, pero debo aclararle algo.

– A ver.

– Una de ellas ya no cobrará más. Tendrá un castigo hecho de privaciones, cruel y diario; un castigo gota a gota.

– Entonces se irá acostumbrando. Tampoco me parece un castigo como para morirse, Méndez.

– Es que tampoco merecía una pena mayor. Bastante ha sufrido y bastante le queda por sufrir.

Gomara entornó los párpados.

– ¿Quién es esa mujer, Méndez? -preguntó.

– Una puta.

– Pues qué bien. Más novedad todavía. -Se llama Lola y a ratos ejerce en Barcelona su noble oficio.

– De ahora en adelante ya no cobrará más con engaños, ¿verdad? Fantástico. Estoy seguro de que mañana los periódicos darán en primera plana la noticia. ¿Y la otra mujer qué?… ¿Qué era? ¿Mayordoma de un obispo?

– La otra mujer fingía ser su hija.

Gomara lanzó al aire una carcajada silenciosa.

– Más fantástico aún, Méndez. Fingir ser la hija de alguien debe de resultar pesadísimo, me parece a mí. Pero fingir ser una hija de puta es el colmo de las buenas costumbres.

– Eso le servía para cobrar -dijo Méndez, sin inmutarse.

– ¿Y a ella también se le ha terminado?

– También.

– ¿Cómo?

– Intentó matar a una santa mujer. La primera de la que le he hablado. La que cuidaba de ella.

– ¿Sí? Emocionante de verdad. ¿Y por qué lo hizo?

– Por miedo a que denunciase el engaño.

– Pues sí que le han pasado cosas en París, Méndez. Horrorosas c inmorales, Cada vez me doy más cuenta de que soy una de las pocas personas decentes que quedan en el mundo.

– Usted es una serpiente asquerosa, Gomara. Una serpiente de cloaca.

– Ésas son las que más viven, porque tienen subvención municipal. Pero acabe con sus insultos, Méndez, porque puede que se me agote la paciencia. Puede que deje de tener lástima de un policía tan tronado como usted. Por cierto, ¿puedo fumar?

– ¿Es para que no se note tanto el humo de mi cigarro?

– Ha acertado. A veces es usted un sabio, Méndez. -Encendió con parsimonia un Punch de tamaño mediano-. ¿Y qué ha hecho con esa mujer, con la que cobraba?

– La he entregado a la policía francesa.

– ¿Para que le den su justo castigo? Lo mismo es usted de los que piensan que aún existe la guillotina.

– Para que le den su justo castigo, es verdad. Pero a veces, no todas, el justo castigo consiste en poder pensar; en pensar años y años mientras no tienes más que una pared delante. Y además, ¿qué es lo justo, Gomara?

– Y a mí qué me cuenta.

– Quizá a veces hay que tener en cuenta que una mujer no es más que una desgraciada piltrafa.

Gomara se limitó a encogerse de hombros con indiferencia, mientras se dejaba envolver por ese humo aromático que Méndez siempre decía que es obtenido con el sudor del pueblo.

– Muy bien -susurró-. Celebro tener tan buenas noticias sobre la virtud humana. Me siento lleno de esperanza y a punto de creer en Dios Padre. Y ahora, ¿puedo seguir con mis columnas de números, Méndez? Necesito cerrar un negocio mañana, antes de la hora de la comida.

– Tranquilo, porque voy a acabar en seguida. A partir de este momento, Gomara, entra usted.

– Pues ya lo estaba necesitando, porque se me va a acabar el cigarro. Si entro, hágame quedar bien.

– La fallida asesina -dijo lentamente Méndez- fingía llamarse Carol y ser española, aunque en realidad se llama Elena y es francesa. Sus únicos documentos auténticos, o sea, el de identidad y el pasaporte, llevan ese nombre, aunque su padre, que era el que pagaba, nunca los vio. En fin, es igual. El caso es que era hija de una drogadicta.

– Gran novedad. ¿Y qué?

– Yo no sé si en la sangre llevaba el síndrome de abstinencia. No creo que llegara a tanto. Pero predispuesta al consumo de drogas sí que lo estaba, vaya que sí. La chica, de todos modos, aguantó, lo cual apunto en la parte digna de su vida, que también la tiene. Hasta que un día aparece un joven educado, simpático, que la obsequia amablemente con coca de la mejor calidad. Elena cae del todo, cae con las piernas abiertas. Desde ese momento, es una adicta.

– El mundo -dijo aburridamente Gomara- está lleno de chicas drogaras, con las piernas abiertas, colgando de las ventanas.

– Sí, pero me gustaría darle el nombre de ese joven bien educado. Se llama Lionel.

– ¿Y qué?

El rostro de Gomara no se inmutó en absoluto. Exhaló apenas una bocanada de humo.

– Lionel tenía como punto de referencia la casa de los altos de Serrano. Durante un tiempo había sido algo así como su cuartel general.

Tampoco hubo el menor cambio de expresión en Gomara. Lo único que hizo fue depositar cuidadosamente el Punch en el borde de su cenicero de plata.

Méndez siguió:

– ¿Profesión de ese magnífico joven? Digamos que técnico bancario. Mensajero capitalista. Cartero de honor. Maricón de puente aéreo. El toma la pasta negra en España, pongamos por ejemplo, y la traslada a Gibraltar, donde queda convertida en magnífica pasta blanca. Y quien dice Gibraltar dice Tánger. Y Licchtenstein. Y las islas Caimán. El mundo está lleno de sitios maravillosos donde dejas el dinero pringado y queda tan limpio que de él salen florecitas de colores.

– ¿Qué le puede explicar usted a un banquero, desgraciado de Méndez? ¿Ha visto usted un billete de doscientos euros aunque sea en la portada de una revista?

– Justo para un banquero trabajaba ese Lionel de los cojones de oro. Él es un agente, pero trabaja para un banco. Y ese banco es el suyo, Gomara. Voy a explicárselo con detalle, a ver si le entran ganas de tragarse el cigarro.

– Explique, Méndez. Va haciendo falta.

– Es muy sencillo. Decir que el negocio de la droga mueve miles de millones es tan sabido que hasta haría bostezar de aburrimiento a un cardenal. Pero los miles de millones no pueden quedarse en el sitio del negocio, porque apestan. Hacen falta bancos que lo trasladen de un sitio a otro, lo inviertan, le laven la cara y hasta le den un título de nobleza. Uno de esos bancos es el suyo, Gomara. No trafica con droga porque no lo necesita, pero el dinero pasa por sus manos. Ahora me explico muchas cosas.

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