Leo Patricio susurró:
– De modo que lo has adivinado.
La mano voló hacia uno de los cajones de la mesa, que estaba medio abierto. La culata del revólver brilló fugazmente.
Pero Leo Patricio no llegó a sacar el arma. En primer lugar, porque no le convenía disparar allí con un 38 que no llevaba silenciador. Y en segundo lugar, porque la actitud de Gomara le desconcertó completamente.
En efecto, Gomara no hizo el menor gesto de defensa. Al contrario, abrió su americana para demostrar que no llevaba ningún arma. Se sentó tranquilamente al otro lado de la mesa, como un cliente que espera un balance bancario.
– Tienes buen aspecto, Leo.
– Sssss… sí.
– En cambio, lo que no acaba de tener buen aspecto es este piso. Yo creo que has estropeado todo el entorno que creó Lina; ella fabricó un entorno decadente en el que un hombre podía sentirse feliz, y en cambio tú has fabricado un entorno moderno donde un hombre sólo puede sentirse rico.
– Es… un buen sitio para trabajar. Estas cosas no se pueden hacer en un café. Usted lo sabe.
– Claro que lo sé; yo he sido tu maestro, al fin y al cabo. ¿Pero cómo has conseguido echar a Lina?
– Este piso está en obras.
– Lo que está en obras es tu capullo -dijo Gomara, a quien algo se le había pegado del lenguaje de Méndez-. Esa es la excusa que da Lina para no vivir aquí. ¿Pero cómo has conseguido que no venga y que encima diga eso?
– Sabe que le conviene.
– ¿Está asustada?
– Sí.
Leo Patricio se iba recuperando de su sorpresa inicial, pero no apartaba la mano del cajón de la mesa. En contraste, Gomara había cruzado las piernas, poniéndose todavía más cómodo.
– Tú siempre has sabido asustar a las mujeres, Leo -musitó-, o seducirlas, aunque no sé cómo lo consigues porque no te veo en forma como antes. ¿Lina tiene miedo de que llegues a matarla?
– ¿Y qué, si lo tiene?
– De todos modos, supongo que has seguido mi consejo: hay que asustar, pero garantizando que si la víctima se porta bien, su suplicio acabará algún día.
– Lo he seguido. Lina piensa que un día podrá volver aquí.
– Y marchar de la casa, supongo. Eva, que siempre la había mimado, no se porta bien con ella.
Leo Patricio le observó con mirada expectante.
Gomara continuó:
– La entrega a clientes muy especiales, que la humillan y la maltratan. Y he sabido que ese nuevo modo de mover el culo por el mundo lo tiene que soportar Lina porque lo aconsejaste tú.
– ¿Y a quién le importa eso? Es una puta.
– No me importa, pero me extraña. A Lina la querías, o al menos te gustaba. Era una de tus favoritas.
– También era una de las suyas.
– Cierto, pero yo no la maltrato. ¿Tú por qué lo haces? ¿Por qué la odias?
– Yo no la odio.
– ¿Entonces quién?
– ¡No importa eso! ¡Y no estoy dispuesto a contestar más preguntas sin sentido!
– Todo tiene sentido, Leo Patricio. Todo. Incluso saber quién odia a Lina. Quién ha querido convertir su vida de cortesana de lujo, que sólo bebía licores destilados para el papa, en una cortesana de bidet, que a lo peor tiene que beber la orina de los clientes.
– ¡Eso no importa! ¡Cualquiera puede odiar a una puta!
– De todos modos, supongo que hace tiempo que no vas por el burdel. Por lo menos desde… desde lo de mi hija. Allí te dan por desaparecido. Y es normal, porque no ibas a hacerte visible después de haberte escondido en tantos sitios. Incluso en un sitio tan fétido como la pensión Internet, del barrio Chino.
– ¿Cómo… cómo ha averiguado que yo trabajo aquí?
Gomara abrió los brazos, abarcando con admiración toda la amplitud del despacho.
– No era tan difícil. Una mujer asustada y acorralada en el burdel, a la que no dejan volver a su piso de lujo porque está en obras. Un sitio perfecto para tener aquí el centro de cálculo y recibir a algunos clientes. No es el sitio definitivo, claro; algún día piensas ocupar el que ocupo yo. ¿Te extraña tanto que haya querido saber si eso de las obras era verdad?
– Muy… muy inteligente.
– Tampoco hacía falta ser un Einstein.
Gomara añadió con una sonrisa:
– Hasta ahora lo has hecho muy bien, Leo Patricio. Te has sabido ocultar como una rata de alcantarilla, la rata más lista de todas las alcantarillas de la ciudad. ¿Pero por qué tanto miedo?
– ¿Y lo pregunta, Gomara?
– Bueno, reconozco que después de lo de Virgin, resultaba muy previsible lo que yo iba a hacer.
– Previsible hasta cierto punto… Las muertes de David y Alberto resultaron sencillamente espantosas. Luego me tocaría a mí.
– ¿No te dio por pensar que yo te encontraría en este piso, si me daba por venir a visitar a Lina?
– Las cerraduras están cambiadas, y encima de las puertas hay cámaras de televisión. Cualquier sorpresa estaba prevista. Y además suponía que usted no tendría ganas de coños frescos, Gomara.
– Es verdad. Lo has hecho todo muy bien, excepto no pensar en la puerta auxiliar, la del terradito privado. ¿Pero qué importancia tiene eso ahora? -Gomara volvió a abrir los brazos con un gesto lleno de condescendencia-. De modo que te enteraste de la forma tan amable en que Alberto y David se habían ido al paraíso.
– Fue… horrible.
– No lo esperabas.
– Suponía que Alberto y David estaban condenados a muerte. Y yo también. Pero no de esa forma.
Añadió con voz reconcentrada, mientras asía la culata del revólver:
– Orestes Gomara, es usted un hijo de la gran puta.
– Eso me lo han dicho bastantes veces, en especial un jodido policía llamado Méndez. Pero no me impresiona, porque encima es verdad: mi madre era una gran puta. Aunque en este caso, Leo Patricio, sólo en este caso, no me corresponde el insulto.
– ¿No, después de hacer matar de esa manera a Alberto Parra y David Mellado?
– Claro que no. Porque no los hice matar yo -dijo Gomara calmosamente.
El desconcierto de Leo Patricio fue total. Los dedos que sujetaban la culata del revólver cedieron. Sus ojos se clavaron en Gomara, no como si contemplasen un hombre que conocía bien, sino un aparecido.
– ¿Qué… dice?
– Que no los hice matar yo. Lo has oído perfectamente.
– Mi… mi servicio de información…
– Tu servicio de información, Leo Patricio, que buen dinero debe de costarte, te ha dicho que me ha visitado con cierta frecuencia un policía llamado Méndez, el cual venía a mi casa entre desinfección y desinfección municipal. Curioso tipo, ese Méndez: se compra una docena de libros cada vez que tiene dinero para comprarse un traje. Y a lo mejor, tus servicios de información te han dicho también que yo no he negado ser el autor de esos crímenes. Que incluso me he acusado de ellos.
Leo Patricio le seguía mirando con asombro.
Su voz fue casi inaudible cuando balbuceó:
– ¿Por qué?…
Gomara no contestó.
Su cabeza se limitó a girar poco a poco hacia una de las puertas, la que daba a uno de los dormitorios y desde allí al corazón de la casa. Esa puerta se estaba abriendo lentamente.
Y antes de que terminara de abrirse del todo, Orestes Gomara saludó:
– Hola, hija.
34 UNA CUESTIÓN DE VERDADES
La puerta que termina de abrirse, girando sobre unos goznes bien cuidados, sin hacer más ruido que el del joyero de una duquesa. La moqueta color salmón que se adentra en las profundidades del dormitorio, donde en otro tiempo Gomara cultivó las delicadezas del salto del tigre. Los zapatos de tacón que Gomara conoce bien, porque él repasaba a veces los armarios de su hija. Las medias tan finas y ajustadas que parecen hechas de piel de nena. Todavía tienes los tobillos finos y las piernas esbeltas, Virgin, pequeña puta.
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