Ramiro Pinilla - Sólo un muerto más

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Sancho Bordaberri, propietario de la librería Beltza en Getxo, cansado de su fracaso como novelista de ficción y a punto de arrojar al mar su último manuscrito, decide “bajar a la calle y patearla”, escribir lo que “ocurre ante tus narices”. Bajo la identidad de Samuel Esparta, en homenaje a Sam Spade, se convertirá en “un investigador privado metido de cabeza en la serie negra con un crimen real” y no resuelto de 1935.
Sancho Bordaberri, el protagonista de esta historia, dice al convertirse por arte de birlibirloque en el investigador privado Samuel Esparta: “Me he contratado a mí mismo”. Da toda la impresión de que esto es lo que ha hecho Ramiro Pinilla, contratarse para un divertimento a cuenta de su gusto por la novela negra de Hammett o Chandler, que practicó bajo seudónimo en sus inicios como escritor, y de las siempre sorprendentes posibilidades de un narrador-protagonista que anda a su vez escribiendo, o al menos dejando discurrir en su cabeza, la novela de lo que pasa. Un escritor hondo y de largo aliento como Pinilla se da permiso a sí mismo para algo así como jugar en clave policiaca a ponerle la gabardina a Cervantes o a cambiarle a Stendhal el espejo en el camino por la lupa, todo en el País Vasco de la posguerra y el estraperlo y como un experimento sin pretensiones, una tragicomedia con la España franquista al fondo. La caústica Koldobike, la inseparable empleada del librero, teñida de rubio para ajustarse al corsé de secretaria; el poeta falangista que desea a toda costa aprender el realismo literario; o ese singular personaje que traza planos de lugares contando pasos, son pequeñas y excéntricas criaturas que nos hacen sonreír tanto como las trazas de investigador de Bordaberri. Pinilla se ha divertido con este libro, donde incluso se ha permitido dejar la clave del misterio a unas orejas de soplillo, y la frase final, “estoy pensando en otros abismos insospechados a los que me puede conducir”, anuncia que éstas no serán probablemente las últimas andanzas de su Samuel Esparta.

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– Eran hermanos, eran socios, eran iguales, quizá no tuvieran tantos dineros como cree la gente, yo nunca lo supe ni siendo esposa de uno. Pero lo único cierto es que, mucho o poco, lo disfrutaban juntos, no sabían hacerlo por separado, el uno sin el otro. No eran dos personas, eran una.

– Y tú también eras una -irrumpió la voz de Koldobike como un estilete.

– Sí, lo único que no podían compartir en vida -asintió Bidane Zumalabe, también con la cabeza, y un mechón de su pelo rubio cayó sobre su ojo izquierdo, pero tan metida se hallaba en su rememoración que no lo advirtió-. Os diré algo muy importante… Sí supe con quién me casaba, pero un año antes estuve equivocada unas pocas horas. ¡Y qué importantes fueron después esas horas! Aquella madrugada terrible, Lucio Etxe se presentó en casa para llevarme junto a Eladio. Sólo para llevarme, entonces no me dio más explicaciones. Encontré a mi novio sentado en su cocina, envuelto en una manta y llorando. Le pregunté qué pasaba, pero él sólo decía una y otra vez: «Se ahogó a mi lado y no pude hacer nada por él». Nadie le sacaba de ahí. Se lo pregunté a Lucio Etxe y me dio la espalda. Y pensé que si Eladio hablaba de alguien que se ahogó a su lado y allí no estaba Leonardo, es que el ahogado era Leonardo. Aunque podía no ser así. Me senté a su lado y lo abracé y lo besé. El pobre temblaba y lloraba. Cuando, tiempo después, llegué a saber que no era Eladio y que lo había matado, me pregunté si aquellas lágrimas suyas eran sinceras. ¿Por qué no lo iban a ser? ¡Quería tanto al hermano al que había matado!… Y ahora, escuchadme bien: nunca quise más a mi Eladio como horas antes de saber que no lo era. Estrechaba entre mis brazos el cuerpo sentado en la silla, lo besaba, mil besos nos dimos en nuestras bocas… Bueno, y el pobre y tonto de Lucio Etxe miraba a todas partes menos a donde no se atrevía a mirar… Pero tuve que regresar a Zumalabena para los ordeñes, y luego, al acabar con el reparto de las leches, me tumbé a echar una cabezadita. Y no llevaría dormida ni diez minutos cuando me despierto de golpe y grito: «¡No es Eladio!».

– ¡Las orejas! -apuntó Koldobike.

– No. Es que en el ensueño había recordado los besos de Eladio y los comparé con los que acababa de dar a uno de los gemelos, y también grité: «¡Es Leonardo!». Corrí a Berango, pero la casa ya estaba cerrada para mí. Y no pude verle en todo un año, aquel gemelo tenía miedo de tenerme cerca y que adivinara la verdad. Yo me presentaba casi a diario a la puerta de su casa, pero él sólo asomaba media cabeza por el ventanuco del camarote para mormojear palabras que no le entendía. Me fui aburriendo de ir, aunque no de darle vueltas en la cabeza a todo aquel lío y de preguntarme por qué callaba lo que sabía… Así, un año, hasta que pienso que supuso que yo ya habría olvidado las diferencias que había entre los dos. Y entonces salió y hablamos de boda.

Hizo una pausa y, aunque parecía que era para tomarse un respiro, la dedicó a observar nuestros rostros e intentar averiguar cómo nos había caído lo de la boda. Es que, hoy, la mujer aún está viva y le queda algún futuro por delante y necesita saber el juicio que merece una novia que se casa con un hombre por amor a otro. Si lo hizo, es que para ella tenía sentido. Pero sucedía que entonces el asunto escapaba a su intimidad y quedaba por primera vez expuesto a un objetivismo impertinente.

Busqué los ojos de Koldobike pero no los encontré. Quise decirle que no hablase, que no le hiciera ninguna pregunta. Ella debería conservar, intacta, la providencia que aplicó a su dolor.

– Fueron las seis horas que mediaron entre mi encuentro con él en su cocina y mi propio grito despertándome -prosiguió Bidane Zumalabe con quieta intensidad-. En esas seis horas sentí a Eladio, a pesar de haber besado a Leonardo…, ¡y ya no quise perderlo nunca más! Seis horas en las que cerré los ojos y me agarré a un sentimiento equivocado, en las que sentí que el cambio era posible. Estoy segura de que el mismísimo Dios me envió esas seis horas. A Él le debo ocho años sin dolor.

Silencio.

– ¿Ocho años? -habló Koldobike de pronto.

Tenía razón Bidane Zumalabe, pues los años de matrimonio no fueron diez sino menos de nueve.

– Hasta que él supo que yo lo sabía, y entonces me vio como la única persona en el mundo que conocía lo que ocurrió aquella noche en la playa. «¿Qué harás ahora?», me preguntó. «Nada», le dije. «¿Irás con el cuento a la policía?» Le aseguré que no. Y me creyó, pues pasaban los meses y yo no abría la boca. No tenía por qué hablar, había callado desde el principio, para mí no había cambiado nada. Se quedó tranquilo. Tú rompiste la calma, Samuel Esparta.

– Pero ¿cómo descubrió que tú sabías que no era Eladio? -quiso saber Koldobike, y yo también.

– Un día le llamé desde lejos y no me oyó, y al acercarme le tiré de una oreja diciéndole que estaba más sordo que una tapia y que oiría mejor si pudiera mover las orejas adelante y atrás, y él ya no bromeaba cuando me echó una mirada de fiera. Yo también le miré y nos dijimos todo con los ojos. De esta forma tonta supo que yo sabía… Y tú, Samuel Esparta, estabas metiendo mucho ruido y él se puso nervioso y robó las cadenas y las escondió en el viejo sillón del camarote, quizá para matarme con ellas en la misma peña de Félix Apraiz, porque yo era la única persona en el mundo que conocía su secreto. Sé que habría acabado matándome.

No pude más y le eché en cara por qué se inventaba todo eso.

– Una esposa se entera de muchos secretos del marido porque le oye hablar dormido algunas noches -explicó Bidane Zumalabe obviando mi acritud-. Ya no tenía más remedio que delatarle. Así que me convertí en el gran peligro que le amenazaba. Y para mí era una tortura ese papel. Quería y no quería denunciarle. Y recurrí a vosotros. Ya sabéis: tirar la piedra y esconder la mano. -Suspira profundamente-. Pero ya acabó todo.

Al alejarnos de Zumalabena nos llegaron sus últimas palabras desde el portalón:

– Pero me amaba. Mató por mí.

Koldobike pone en mi mano una diminuta cajita de cartón. La abro y son tarjetas de visita. Dicen:

Tomo una de ellas entre los dedos y mientras la contemplo sin una sensación - фото 2

Tomo una de ellas entre los dedos, y mientras la contemplo sin una sensación especial, creo oír la voz incisiva de mi secretaria:

– ¿Sabes lo que te digo, Sam?

No me entero de lo que sigue porque estoy pensando en otros abismos insospechados a los que me puede conducir una tarjeta como ésta.

Ramiro Pinilla

Sólo un muerto más - фото 3
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Sólo un muerto más - фото 4
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