¿Prueba? Sí, hasta un juez la aceptaría. Aunque las cadenas serían más determinantes: reúnen más de tres indicios. Miro al falangista, pero no adivino qué pensamientos circulan tras esos ojos que parpadean. Lo único que ahora parece vivo del gemelo es el subir y bajar tumultuoso de su pecho. Si yo anotara que él y Bidane Zumalabe están mirándose, sólo transmitiría algo muy pálido. ¡Qué estremecedor intercambio! ¿Cómo vivieron esos diez años? ¿Quién engañó a quién? ¿Quién se dejó engañar? ¿Fue este gemelo vivo el primer novio de Bidane Zumalabe o el segundo? ¿Planearon entre los dos la muerte del otro gemelo, y entonces habría que incluir a la mujer en el diseño de la coartada?
Estoy lamentablemente contagiado de la conmoción del momento, la verdad ha de ser más limpia. Contemplemos, por ejemplo, a la mujer desintegrando segundo a segundo al hombre con el que compartió lecho durante tantos años. Se desprende de su implacable serenidad que se está cobrando una vieja deuda. Es posible que en alguna ocasión le pidiera mover las orejas -¿sospechando el fraude…?, ¿tan iguales fueron incluso para ella?…, ¿o por simple capricho?- y él, claro, fue incapaz.
Hay tanta tensión en la escena que el gruñido animal del hombre suena como un coletazo natural:
– ¡Mata al payaso!
Se abalanza sobre Bidane Zumalabe y cierra sus manazas alrededor de su cuello. La mujer emite un único gemido, pero se debate fieramente. Koldobike descarga puñadas y patadas sobre el hombre, que va en serio, la tiene arrodillada y aprieta, aprieta. Cuando quiero intervenir, se me interpone el camisa azul, su pistola en mis riñones.
– ¡Mátalo! -aúlla el gemelo.
Aún intento llegar a los tres, pero el cañón de la pistola se me clava más en la carne.
– ¡La está ahogando! -clamo tontamente lo innegable, y confió más en la súplica desesperada que mi rostro dirige al camisa azul. Le veo mover la cabeza, sin dejar de mirarme con fijeza, y pienso que me envía algo así como: «Lo siento, librero, las cosas han venido así». Pero le oigo otra cosa:
– Esta escena será más difícil de escribir de lo que yo creía.
Mis riñones quedan libres de la presión, el azul alcanza la espalda del gemelo, el cañón de su pistola descansa unos instantes en la nuca desatenta y el estruendo oscurece el comedor. Marca de la casa.
Epílogo
Sólo era un muerto más: los protocolos civiles quedaron ahogados por los personajillos del Régimen y se implantó el consabido aquí no ha pasado nada. El cuerpo de Leonardo se entregó a sus padres con su verdadero nombre. Yo habría querido ocultar la verdad, el baile de identidades, que únicamente las tres personas testigos de la revelación -Koldobike, el azul y yo mismo- estuviéramos en el secreto. Para Bidane Zumalabe no hubo sorpresa; con respecto a ella, lo único por determinar sería en qué momento de su noviazgo y matrimonio con Leonardo se encontró casada con el que no hubiera querido, confidencia que ella misma nos haría en breve a Koldobike y a mí.
En todo caso, mi primer impulso de callar la verdad chocó con una realidad en marcha: la novela. Había que contar con lo peor, que se publicara; en cuyo caso, naturalmente, todo saldría a la luz. Quizá no fuera muy noble, por mi parte, erigir a la novela en gran árbitro. ¿Habría elegido Bidane Zumalabe la censura, o le tenía sin cuidado que Getxo la tuviera por tonta o algo peor? No le di opción.
En el cementerio de La Galea, junto a la tumba del primer gemelo, el enterrador, Gabino Perurena, tenía reservado un espacio para el segundo, a ruego del padre, Roque Altube, que los quería ver tan juntos como habían vivido, pues lo ocurrido al final lo quiso tomar como un mal sueño. Las dos únicas intervenciones de Bidane Zumalabe fueron, una, su petición a Roque Altube de que diera tierra a Leonardo en cualquier otro lugar del cementerio, petición que el padre entendió y atendió; la segunda demanda la escuchó Gabino Perurena: la tumba junto a la de Eladio, que no iba a ser ocupada, la necesitaba ella; no anduvo con circunloquios, simplemente, la necesitaría ella, en su día, para resarcirse de sus diez años separados.
Días después de todo ello, Koldobike me propuso darnos una vuelta por Zumalabena.
– ¿A qué?
– No le vendrá mal un rato de compañía.
– ¿Compañía?
La verdad es que yo también echaba en falta algo así como un remate. Nada fundamental, claro, a estas alturas… Bidane Zumalabe y Leonardo Altube: ¿cómo fue lo de ellos? ¿Acaso no nos merecíamos conocer…?
No, nadie tenía derecho a hurgar en intimidades…, por poco o mucho morbo que rezumaran. Sin embargo, allí marchábamos Koldobike y yo queriéndonos convencer de que sólo nos animaba un sentimiento de compasión.
Tampoco deseábamos ni siquiera comentar con ella la naturalidad con que nos había utilizado. Comenté:
– Entendió que una esposa no debe desenmascarar a su marido, y nos pasó el paquete. Nos transmitió su gran inquietud por la seguridad de él…, ¡pero era ella la amenaza! Nos condujo hasta donde estaban las cadenas y nos pidió que fueran nuestras manos sacrílegas las que sacaran de la caja del sillón aquel dinero del Gobierno vasco. Pero, claro, no había billetes sino cadenas… ¿Observaste si hubo asombro en su cara? Seguro que no: segundos antes había concluido el tiempo de fingir… -Me asaltan de pronto unos recuerdos que reviso en silencio y Koldobike me pregunta en qué pienso-. No he hablado mucho con Bidane, pero jamás, jamás salió de sus labios la palabra «Eladio». Siempre, «marido». Esto se llama respeto a la legalidad y rechazo del fraude…, ¿a partir de qué año de casados?, ¿debemos seguir manteniendo que no nos merecíamos conocer…?
¿Nos esperaba? Me cuesta decir que no, pues en el portalón de Zumalabena vimos tres de las sillas que se encontraban días atrás en su comedor. Bidane no sólo nos esperaba sino que proponía, además de una visita, una nada protocolaria, privilegio que apreciamos en todo el valor que tenía.
Había miedo a las palabras, incluso a las de saludo, y es posible que únicamente cruzáramos susurros. Las sillas ocupaban los vértices de un triángulo, y así nos sentamos. Imaginé que la ausencia de una mesa central favorecería las confidencias. El largo silencio que precedió a las primeras palabras de Bidane no resultó incómodo.
– Me fue posible vivir con la copia. -¿Se acompañó de algo parecido a una sonrisa? Sí, pretendió relajar el encuentro con una pizca de humor, aunque sus ojos nos hablaban de un combate interior aún en tablas-. Cuando acepté a Leonardo sabía que no era Eladio, pero también sabía que era lo más parecido a él que encontraría nunca. No me importa decir algo tan insustancial porque es la verdad, es lo que yo sentía. Lo hice por amor. A Eladio le parecía bien que Leonardo ocupara su lugar, fuera mi novio y después mi marido, si él faltaba. Se lo oí en alguna ocasión. Ellos estaban muy unidos. Además, también Leonardo estaba enamorado de mí, también me amaba. Todo estuvo bendecido por el amor. Busqué el milagro imposible. No sabía qué hacer con mi dolor…
Frases todas demasiado afinadas para haber surgido sobre la marcha y no producto de una vieja destilación con miras a embellecer o, al menos, hacer soportable el tiempo que durara el apaño. Se las repetiría a sí misma a lo largo de los diez años: «Todo lo bendijo el amor. Todo lo bendijo el amor». Y, contemplando a Bidane Zumalabe, uno se inclinaba a darlo por cierto, sin más.
Koldobike y yo seguíamos sin pronunciar una sola palabra, así que me creí con cierta fuerza moral para atreverme a preguntar qué le impulsó más a matar, si el quedar como dueño absoluto de todos los bienes, o lo otro, el amor. Yo no albergaba ninguna duda. Pero ella se apoderó de nuevo de la palabra, que fue una respuesta:
Читать дальше