– ¿Estás bien? -se me acerca Koldobike.
– Recuerda que soy duro de pelar.
– ¿Qué te ha pasado en la cara? -quiere saber con sumo reparo Bidane. Sus furtivas miradas me advirtieron desde nuestra llegada que escondía deseos de preguntármelo.
– Esta mañana alguien puso lija en el sitio del jabón.
Zumalabena es inmenso. He dado el visto bueno a sus enrejamientos en cocina, dormitorios y otras dependencias. Incluso he mirado bajo las camas. Bidane parece más tranquila. Carraspeo y empiezo:
– Eladio puso tanto hierro…
– No todos los puso mi marido, algunos ya estaban -me corta Bidane-. Aunque sí los reforzó todos.
– Bien…, puso verjas, reforzó… Sin embargo, en estos momentos él está del otro lado de esos hierros. Y de noche.
Los ojos de Bidane recuperan de golpe todo su miedo.
– Es que no sabe el peligro que le va a destruir -pronuncia la mujer con la gravedad con que un profeta anunciaría una catástrofe.
No es la primera vez que se expresa así. A Koldobike le ha impactado, si bien las dos horas que llevamos enclaustrados en esta oscuridad estarán pesando lo suyo.
– Jopé -expele sordamente mi secretaria.
Tendría yo ahora que recurrir al interrogatorio ritual de todo investigador para averiguar qué es lo que sabe Bidane que no sabe Eladio. Y lo que me detiene, precisamente, es la sensación de que no sería un auténtico interrogatorio llevado por mí, sino que lo llevaría ella, porque lo está pidiendo desde nuestra aparición. Al parecer, sus respuestas no son las adecuadas porque mis preguntas tampoco lo han sido, de modo que espera las nuevas que le proporcionen la disposición personal que necesita para responderlas. O es que, simplemente, no ha llegado el momento. Es una situación rara y me gustaría transmitir a Koldobike este brujuleo. Pero ahora es imposible. Bidane Zumalabe nos llamó para ayudarla, aunque no especificó qué clase de ayuda necesitaba realmente. No cambiaría esta noche por ninguna de las que ellos hayan vivido.
– ¿Qué hora es? -pregunto.
– Las doce y veinticinco.
Koldobike se ha subido la manga del chaquetón para descubrir su reloj de muñeca.
Hemos regresado al comedor, Bidane nos brinda un descanso, o desea una dilatación de la ronda de esta noche antes de mandarnos a descansar.
A propósito: en nuestro safari no he visto ni rastro de dos camas dispuestas para los visitantes, según nos adelantó, únicamente el sólido lecho matrimonial de los dueños. Ah, se ausenta Bidane.
– ¿Dónde piensa ponernos a dormir?, ¿en el suelo? -silbo.
En el rostro de Koldobike aparecen más sombras de las que nos rodean.
– Algo más grave que eso me zumba en la cabeza… Te digo, Sam, que te ha traído a una trampa, que te quiere eliminar. Abre bien los ojos, Eladio Altube te espera en algún rincón para darte un garrotazo. Luego, en buena lógica criminal, tendría que despeinar mis hermosas matas oxigenadas.
– Tus temores hacen buena mi teoría del falso atentado. ¿Tan importante fue para los gemelos… y lo sigue siendo para el vivo?
Suenan las pisadas de Bidane y surge con una fuente de higos. ¿Nuestra última cena?
– Ha sido un buen año de higos -dice.
Koldobike toma dos y yo uno. Así quedamos, mirándonos, con los frutos en la mano. ¿Esperamos a que la mujer se meta uno a la boca y nos demuestre que no están envenenados? Los tres sentados, sus brazos descansan sobre su halda y no se le adivina ninguna intención de llevar una mano a la bandeja. Koldobike cierra los ojos y mordisquea uno de sus higos. Yo hago lo mismo con el mío.
– Los pajaritos comen más -sonríe Bidane. Nos sentimos ridículos y comemos, incluso repetimos-. Os he sacado algo porque aún nos queda el camarote.
Dios mío. Un cansancio inútil por impulsarlo una mentira. Sin embargo, viendo a Bidane, su dramática seriedad, nadie pensaría eso.
– ¿El camarote? -exclamo-. ¡Nadie invade las casas por los camarotes!
Bidane señala la fuente sobre la mesa y explica:
– En el muro sur de Zumalabena tenemos ocho higueras cuyas ramas llegan al tejado y el viento las mueve y rompen tejas y tablas y hacen agujeros. Hay que echar un vistazo.
¿Por qué no pidió a Eladio que echara ese vistazo? Creo que el veredicto de Koldobike sería el siguiente: «Sam, ella carga con el miedo de los dos».
El quinqué de Bidane nos precede por unos peldaños de gran riqueza musical, las polillas habitan un conservatorio. La luz del quinqué ni de lejos alcanza los límites del camarote, pero el pequeño estruendo perdido de nuestras pisadas me hace creer que estamos en un hangar. No vacío, ah, no: toda una memoria de generaciones depositada en trastos que nadie utilizará ni nadie se atreve a tirar. Zigzagueamos por entre ellos camino de los supuestos accesos por el tejado. Bidane dirige el quinqué a un punto.
– Mirad aquí -alerta-. Un charco de agua de lluvia, teja rota.
Pero no hay agujero en el tejado. El hecho se repite en otros lugares.
– Pero no hay agujero -le acuso-. Y, aunque lo hubiera, ¿cómo se llegaría a él si está en lo más alto?
Bidane salta como un resorte:
– ¡Por las ramas de las higueras!
Tiene sentido, pero sigue sin haber fallos en el tejado. Bidane no se inmuta, prevalecen sus ramas escalera.
– Ningún enemigo es tan imbécil como para esconderse en este camarote lleno de pulgas -digo.
– Claro que sí, para luego bajar a hacer la fechoría -asegura la mujer abriendo mucho los ojos.
– De estar aquí, ya habría bajado antes de llegar nosotros.
– Las fechorías gordas no se hacen antes de las diez de la noche. Vosotros le habéis obligado a no salir. No lo juro, pero a lo mejor en estos momentos lo tenemos muy cerca. Aquí hay muchos agujeros donde meterse. De niña, venían mis amiguitos del barrio a jugar al escondite y no nos encontrábamos. Esto está lleno de armarios, arcones y cachivaches. -Aunque la luz del quinqué sólo llega a unos pocos, no dudo de sus palabras-. El mejor sitio era debajo de este sillón, que es ancho y alto y cabía bien uno de nosotros.
No suele haber sillones en nuestros caseríos, me asombra ver éste, que es de orejas. Nuestros aldeanos parecen no dar al descanso la importancia que merece, o les domina un extraño pudor a que les sorprendan postrados. Tienen sillas, bancos y banquetas, y naturalmente camas; pero no, por ejemplo, hamacas…, a pesar de los innumerables manzanos e higueras para colgarlas. Somos un pueblo austero que ha hecho del trabajo una mística. Y, justamente, aquí tengo a Bidane excusándose de la presencia del sillón al asegurar que es un regalo de un tío indiano y que lo subieron al camarote a la muerte de la abuela, que apenas lo gastó.
Ahora somos Koldobike y yo los que reanudamos la marcha, dejando a Bidane rezagada contemplando el mueble, supongo que evocando su niñez.
Luego me hace levantar tapas de arcones y mirar dentro, y puertas de armario no sólo para mirar sino también meterme a comprobar su vacío. Tiene en su cabeza un plano del emplazamiento exterior de las higueras y me lleva al punto donde he de remover malamente tejas desde abajo, o contar las rotas introduciendo las manos, o sólo los dedos, por entre las tablas. De agujeros peligrosos, aún nada. ¿Hay más sillones o es que pasamos con cierta regularidad ante el mismo? En tales ocasiones, Bidane, o le propina un manotazo para quitarle el polvo, o le dedica un viejo recuerdo de palabra, o le imprime un giro de centímetros para una nueva posición. Y siempre se acompaña de alguna inmersión en sus fondos, ya sea metiendo el pie, o más atrevidamente, un palo, o confiándonos alguna anécdota, como la del dinero de Euskadi «que ama escondió en el cajón de este fondo a la entrada de los nacionales». Al recitarlo con cierta emoción, se me queda mirando fijamente. Koldobike comenta: «Muchas familias hicieron lo mismo. Papel mojado». Y Bidane remata: «Había que hacerlo por si a éstos los echábamos. Pero aquí siguen, como lapas».
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