Joe Hill - Cuernos

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¿QUÉ PASARÍA SI UNA MAÑANA DESPUÉS DE UNA BORRACHERA HORRIBLE, TE DESPERTARAS CON UNOS INCIPIENTES CUERNOS EN LA CABEZA?
La vida de Ig Perrish es un verdadero infierno desde que su novia Merrin fuera asesinada un año atrás, en un episodio que si bien le fue ajeno tendió sobre él un manto de sospechas que nunca pudo sacudirse.
Una mañana, después de una fuerte borrachera, se encuentra con unos cuernos creciendo en su frente. Con el pasar de las horas descubrirá que tienen un extraño efecto en la gente: les hace contarle sus más oscuros deseos y secretos. Así, Ig se entera de que todo el pueblo, incluso sus padres, creen que él fue quien mató a Merrin. Tras el desconcierto de los primeros momentos, Ig aprenderá a sacar ventaja de ser el mismísimo diablo…
Joe Hill, príncipe del terror y autor prodigio de la exitosa novela El traje del muerto, vuelve a ponernos los pelos de punta con esta extravagante, original e imaginativa historia, en la que todo es, aparentemente, extraño e inexplicable.

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Le habría gustado estar tranquilo, sentir que dominaba la situación y organizar su huida con la misma sangre fría que el doctor Dre -un tipo duro con nervios de acero-, pero estaba nervioso y le faltaba el aliento. Había llegado al límite del agotamiento emocional. Sus circuitos básicos estaban a punto de colapsarse. No podía seguir de aquella manera. Necesitaba hacerse con el control de lo que le estaba ocurriendo. Necesitaba una puta sierra, una sierra dentada y afilada con la que cortarse aquellos ridículos cuernos.

Ráfagas de sol golpeaban la ventanilla en una repetición hipnótica que le tranquilizaba. Sus pensamientos latían de la misma manera en su cabeza. La navaja multiusos abierta en el suelo, Vera colina abajo en su silla de ruedas, Merrin enviándole destellos con la cruz diez años atrás en la iglesia, su silueta astada en el monitor de seguridad de la oficina del congresista, la cruz dorada brillando en la luz de verano en el cuello de Lee. Y entonces dio un respingo y sus rodillas chocaron con el volante. Se le había ocurrido una idea peculiar y desagradable, una idea imposible: que Lee llevaba la cruz de Merrin, que se la había cogido al cadáver, a modo de trofeo. Claro que Merrin no la llevaba puesta la última noche que pasaron juntos. Pero era su cruz. Era una cruz normal, sin marca alguna que demostrara a quién había pertenecido, y sin embargo estaba seguro de que era la cruz que Merrin llevaba puesta el día que la vio por primera vez.

Se retorció la perilla inquieto, preguntándose si podía ser todo tan fácil, si la cruz de Merrin había desactivado -neutralizado de alguna manera- los cuernos. Las cruces servían para mantener alejados a los vampiros, ¿no? No, eso eran chorradas sin ningún sentido. Aquella mañana había entrado en la casa del Señor y tanto el padre Mould como la hermana Bennett se habían puesto automáticamente a contarle secretos y a pedirle permiso para pecar.

Pero el padre Mould y la hermana Bennett no estaban dentro de la iglesia, sino debajo de ella. El sótano no era un lugar sagrado, sino un gimnasio. ¿Acaso llevaban cruces o alguna vestimenta que les identificara como personas de fe? Recordó la cruz del padre Mould colgando del extremo de la barra de diez kilos apoyada en el banco y la garganta desnuda de la hermana Bennett. ¿Qué me dices de eso, Perrish? No dijo nada y se limitó a conducir.

Dejó atrás un Dunkin' Donuts cerrado a su izquierda y se dio cuenta de que estaba cerca del bosque, no lejos de la carretera que llevaba a la vieja fundición. Estaba a menos de un kilómetro del lugar donde había sido asesinada Merrin, el sitio exacto donde la noche anterior había ido a maldecir, despotricar, mearse encima y después perder el sentido. Era como si todo lo ocurrido en aquel día no fuera más que un gran círculo que terminara por conducirle, inevitablemente, al punto de partida.

Aflojó la marcha y tomó el desvío. El Gremlin traqueteó por el sendero de grava de una sola dirección flanqueado por árboles. A unos quince metros de la autopista, el camino estaba bloqueado por una cadena de la que colgaba un agujereado letrero de «No pasar». Lo rodeó y después se incorporó de nuevo al camino de baches.

Pronto divisó la fundición entre los árboles. Estaba en un claro, en lo alto de una colina, y por tanto debería darle el sol, pero parecía estar en sombra. Tal vez hubiera una nube tapando el sol, pero cuando escudriñó hacia arriba por el parabrisas comprobó que el cielo de la tarde estaba totalmente despejado.

Condujo hasta el límite del prado, rodeando los restos de la fundición, y después detuvo el coche y salió, dejando el motor en marcha.

Cuando Ig era un niño la fundición siempre le había parecido un castillo en ruinas salido de un cuento de los hermanos Grimm, un lugar en el corazón del bosque adonde un príncipe malvado atraería con malas artes a un inocente para matarle, que era exactamente lo que había ocurrido en ese sitio. Fue una sorpresa descubrir, ya siendo adulto, que no estaba en el corazón del bosque, sino tal vez a unos treinta metros de la carretera. Echó a andar hacia el sitio donde habían encontrado el cuerpo de Merrin y donde sus amigos y familiares celebraron el funeral. Conocía el camino, lo había recorrido más de una vez desde su muerte. Varias serpientes le siguieron, pero fingió no reparar en ellas.

El cerezo negro estaba donde lo había dejado la noche anterior. Había arrancado las fotografías de Merrin que colgaban de las ramas y ahora yacían desperdigadas entre hierbas y matojos. La corteza pálida y cubierta de escamas dejaba ver la madera rojiza y medio podrida del tronco. Ig se abrió la bragueta y orinó sobre los matojos, sobre sus propios pies y en la cara de la figurilla de plástico de la virgen María que alguien había encajado en el hueco que formaban dos espesas raíces. Detestaba a aquella virgen con su sonrisa idiota, símbolo de una historia que no significaba nada, servidora de un Dios que no hacía bien a nadie. No tenía ninguna duda de que Merrin había invocado la ayuda de Dios mientras la violaban y mataban, si no de viva voz al menos con el corazón. La respuesta de Dios había sido que, debido a la sobrecarga de las líneas, tendría que permanecer en espera hasta morir.

Miró ahora a la figura de la virgen, después apartó la vista y la miró de nuevo. La santa madre tenía aspecto de haber sido pasto de las llamas. La mitad de su sonrisa beatífica parecía cubierta de costras negras, como una chuchería, una nube, que se hubiera tostado demasiado tiempo en un fuego de campamento. La otra mitad de la cara se había derretido como cera y esbozaba una mueca deforme. Al mirarla, Ig sintió un mareo pasajero, se tambaleó, después de pisar algo redondo y suave que rodó bajo su zapato, y…

… por un momento era de noche y las estrellas giraban sobre su cabeza y él miraba hacia arriba por entre las ramas, apartando las hojas con suavidad y diciendo: «Te veo arriba». ¿Con quién hablaba? ¿Con Dios? Meciéndose sobre los talones en la cálida noche de verano antes de…

… se cayó de culo, estampándose el trasero contra el suelo. Se miró a los pies y vio que había tropezado con una botella de vino, la misma que había llevado allí la noche anterior. Se agachó para cogerla, la agitó y comprobó que todavía quedaba vino. Se levantó y volvió la cabeza, con gesto desconfiado, hacia las ramas del cerezo negro. Se pasó la lengua por la cavidad pastosa y de sabor acre de la boca y después se giró y echó a andar en dirección al coche.

Por el caminó pisó una o dos serpientes, pero continuó ignorándolas. Le quitó el tapón a la botella de vino y dio un trago.

Estaba caliente después de pasar todo el día al sol, pero no le importó. Le sabía al coño de Merrin, una mezcla de aceites y cobre. También sabía a hierba, como si de alguna manera hubiera absorbido la fragancia del verano después de pasar la noche bajo un árbol.

Condujo hasta la fundición traqueteando suavemente por el prado de hierba crecida. Cuando se acercaba al edificio lo recorrió con la vista en busca de señales de vida. Cuando Ig era un niño, un día de verano, en una calurosa tarde de agosto como ésta, la mitad de los niños y niñas de Gideon estarían allí en busca de algo: un cigarrillo fumado a escondidas, un beso robado, un magreo o el dulce sabor de la mortalidad bajando por la pista Evel Knievel. Pero ahora el lugar estaba vacío y aislado bajo la última luz del día. Tal vez desde que mataron allí a Merrin a los chicos había dejado de gustarles aquel lugar. Tal vez pensaban que estaba encantado. Y quizá lo estuviera.

Condujo hasta la parte trasera del edificio y aparcó el coche junto a la pista Evel Knievel, a la sombra de un roble, de cuyas ramas pendían una falda azul de volantes, un calcetín negro y largo y el abrigo de alguien, como si el fruto del árbol fuera ropa mojada de rocío. Delante del coche estaban las cañerías viejas y oxidadas que conducían hasta el agua. Cerró el coche y salió a dar una vuelta.

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