Joe Hill - Cuernos

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¿QUÉ PASARÍA SI UNA MAÑANA DESPUÉS DE UNA BORRACHERA HORRIBLE, TE DESPERTARAS CON UNOS INCIPIENTES CUERNOS EN LA CABEZA?
La vida de Ig Perrish es un verdadero infierno desde que su novia Merrin fuera asesinada un año atrás, en un episodio que si bien le fue ajeno tendió sobre él un manto de sospechas que nunca pudo sacudirse.
Una mañana, después de una fuerte borrachera, se encuentra con unos cuernos creciendo en su frente. Con el pasar de las horas descubrirá que tienen un extraño efecto en la gente: les hace contarle sus más oscuros deseos y secretos. Así, Ig se entera de que todo el pueblo, incluso sus padres, creen que él fue quien mató a Merrin. Tras el desconcierto de los primeros momentos, Ig aprenderá a sacar ventaja de ser el mismísimo diablo…
Joe Hill, príncipe del terror y autor prodigio de la exitosa novela El traje del muerto, vuelve a ponernos los pelos de punta con esta extravagante, original e imaginativa historia, en la que todo es, aparentemente, extraño e inexplicable.

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El tercer mensaje: «Hola, hijo, soy tu padre. Supongo que ya te has enterado de que la abuela Vera ha rodado por la colina como un camión sin frenos. Me fui a echar la siesta y cuando me desperté había una ambulancia a la entrada de casa. Deberías hablar con tu madre, está muy disgustada. -Tras una pausa su padre añadió-: «He tenido un sueño de lo más raro en el que salías tú».

El siguiente era de Glenna: «Tu abuela está en urgencias. Se le descontroló la silla de ruedas y chocó contra una valla en tu casa. No sé dónde estás ni lo que estás haciendo. Tu hermano ha pasado por aquí a buscarte. Si escuchas este mensaje ponte en contacto con tu familia. Deberías ir al hospital. -Eructó suavemente-. Perdón. Esta mañana me comí uno de esos donuts del supermercado y me parece que estaban malos. Si es que un donut de supermercado puede caducar. Me lleva doliendo el estómago todo el día. -Se detuvo de nuevo y después añadió-: Te acompañaría al hospital pero no conozco a tu abuela y apenas a tus padres. Hoy estaba pensando precisamente en que es raro que no les conozca. O no. Tal vez no es nada raro. Eres el tío más encantador del mundo, Ig. Siempre lo he pensado. Pero en el fondo creo que siempre te ha avergonzado estar conmigo, después de todos los años que pasaste con ella. Porque ella era sana, buena y nunca metía la pata y en cambio yo no hago más que meter la pata y estoy llena de vicios. Así que no te culpo por avergonzarte de mí. Por si te sirve de algo yo tampoco tengo una gran opinión de mí misma. Pero estoy preocupada por ti, tío. Cuida de tu abuela.

Y cuídate tú también».

Este mensaje le pilló desprevenido, o tal vez fue su reacción al mismo lo que le cogió por sorpresa. Había estado preparado para despreciarla, para odiarla, pero no para acordarse de por qué le gustaba. Glenna había sido de lo más generosa con su apartamento y su cuerpo y no le había echado en cara su autocompasión ni su obsesión enfermiza con su novia muerta. Y era cierto. Ig había estado con ella porque le hacía sentirse ligeramente superior. Glenna era lo que se dice un desastre. Tenía un tatuaje de un conejito de Playboy que no recordaba haberse hecho -estaba demasiado borracha- y contaba historias de peleas en conciertos y de cómo la policía la había rociado con gas lacrimógeno. Había pasado por media docena de relaciones fallidas, todas ellas malas. Un hombre casado, un traficante de hachís que la maltrataba, un tío que se dedicaba a sacarle fotos y a enseñárselas a su amigos.

Y Lee, claro.

Pensó en lo que le había confesado sobre Lee aquella mañana. Lee había sido el primer chico que le gustó, que había robado para ella. No imaginaba que pudiera sentirse sexualmente posesivo respecto a Glenna -nunca había pensado que la relación entre los dos fuera a ninguna parte ni que fuera en forma alguna exclusiva; eran compañeros de piso que follaban y no una pareja con futuro- pero la imagen de Glenna de rodillas delante de Lee y éste metiéndole la polla en la boca le inspiraba un asco que rayaba en el horror moral. La idea de Lee Tourneau acerca de Glenna le ponía enfermo y le asustaba, pero no tenía tiempo de pensar en ello. Terry le hablaba de nuevo al oído.

«Seguimos en el hospital -dijo-. En serio, estoy más preocupado por ti que por Vera. Nadie sabe dónde estás y no contestas al puto teléfono. Glenna dice que no te ha visto desde ayer por la noche. ¿Os peleasteis o qué? No tenía muy buen aspecto». Terry hizo una pausa y cuando habló de nuevo sus palabras parecían haber sido medidas y seleccionadas con un cuidado fuera de lo normal: «Sé que he hablado contigo en algún momento desde que llegué, pero no recuerdo si hicimos planes. No lo sé, me pasa algo en la cabeza. Cuando oigas este mensaje llámame. Dime dónde estás». Ig pensó que eso era todo y que Terry colgaría ahora el teléfono, pero en lugar de ello escuchó cómo su hermano tomaba aliento vacilante y después decía con una voz ronca que delataba miedo: «¿Por qué no me acuerdo de lo que hablamos la última vez que nos hemos visto?».

* * *

Cada vela proyectaba su sombra contra el techo abovedado de ladrillo, de manera que seis diablos de aspecto anodino se apiñaban sobre Ig, dolientes vestidos de negro congregados en torno a un ataúd. Se balanceaban de un lado a otro al son de un canto fúnebre que sólo ellos oían.

Ig se metió la barba en la boca y la mordisqueó mientras pensaba en Glenna con preocupación, preguntándose si Lee la visitaría esa misma noche buscándole a él. Pero cuando la llamó le saltó el contestador directamente. No dejó mensaje, pues no sabía qué decir: Oye, cariño, esta noche no me esperes… Quiero mantenerme alejado hasta que decida qué hacer con estos cuernos que me han salido en la cabeza. Ah, por cierto, no le chupes la polla a Lee hoy. No es un buen tío. Si no cogía el teléfono es que ya estaba dormida. Así pues, mejor dejarlo así. Lee no echaría la puerta abajo con un hacha, pues querría eliminar la amenaza que suponía Ig corriendo el mínimo riesgo posible.

Se llevó la botella a los labios pero no quedaba nada. Se la había terminado hacía un rato y estaba vacía. Eso le cabreó. Ya era bastante malo vivir exiliado del resto de la humanidad como para encima tener que hacerlo sobrio. Se volvió para tirar la botella y entonces se quedó mirando la puerta abierta del horno.

Las serpientes habían logrado llegar hasta la fundición y eran tantas que al verlas se quedó sin aliento. ¿Cien quizá? Desde luego podía ser, aquella maraña cambiante que avanzaba hacia la puerta del horno, sus ojos negros brillantes y ávidos a la luz de las velas. Tras dudar un instante terminó de tirar la botella y ésta chocó contra el suelo delante de la fila de serpientes, haciéndose añicos. La mayoría de las serpientes se alejaron reptando y desaparecieron detrás de pilas de ladrillos o por alguna de las muchas puertas. Algunas, sin embargo, sólo retrocedieron unos centímetros y después se detuvieron, mirándole con una expresión casi acusadora.

Cerró la puerta de golpe, dejándolas fuera, se tiró sobre la cama sucia y se cubrió con la manta. Sus pensamientos eran un guirigay de ruidos furiosos, de voces gritándole, confesándole sus pecados y pidiéndole permiso para cometer más, y temió que no encontraría la manera de conciliar el sueño. Pero el sueño le encontró a él, le cubrió la cabeza con una capucha negra y asfixió su conciencia. Durante seis horas muy bien podría haber estado muerto.

Capítulo 25

Se despertó en el horno, envuelto en la vieja manta con manchas de orín. Se estaba agradablemente fresco en el suelo de la chimenea y se sintió fuerte y bien. Conforme se le aclaraba la cabeza tuvo un pensamiento, el más feliz de su vida. Lo había soñado todo, todo lo que había ocurrido el día anterior.

Había estado borracho y deprimido, había meado encima de la cruz y de la virgen María, había maldecido a Dios y su propia vida, una furia aniquiladora había hecho presa de él; eso era lo que había pasado. Después, en algún momento que no recordaba, había llegado hasta la fundición y había perdido el conocimiento. El resto había sido una pesadilla particularmente vívida: descubrir que le habían salido cuernos, escuchar todas aquellas horribles confesiones una detrás de otra hasta llegar a la peor de todas, ese secreto horrible e imposible de Terry. Después, quitar el freno de la silla de ruedas y empujar a Vera colina abajo; su visita a la oficina del congresista y su desconcertante enfrentamiento con Lee Tourneau y Eric Hannity, y por último refugiarse allí, en la fundición, escondiéndose en el horno de una muchedumbre de serpientes enamoradas de él.

Suspirando aliviado, se llevó las manos a las sienes. Los cuernos estaba duros como hueso y emitían un calor febril y desagradable. Abrió la boca para gritar, pero alguien se le adelantó.

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