Llevaba años sin entrar en la fundición, pero seguía en gran medida como la recordaba. Abierta al cielo, con arcos y columnas de ladrillo elevándose hacia la luz rojiza de la tarde. Treinta años de grafitis superpuestos cubrían las paredes. Los mensajes individuales eran en su mayor parte incoherentes, pero tal vez los mensajes tomados por separado carecieran de importancia. Ig tuvo la impresión de que, en el fondo, todos decían los mismo: «Soy». «Fui». «Quiero ser».
Parte de una pared se había derrumbado y tuvo que pasar entre un montón de ladrillos, dejando atrás una carretilla llena de herramientas viejas. Al final de la habitación de mayor tamaño estaba el horno de fundir. La portezuela de hierro de la estufa estaba entreabierta, dejando espacio suficiente para que pasara una persona.
Ig se asomó y miró. Había un colchón y una colección de velas rojas casi consumidas. Una manta sucia llena de manchas que en otros tiempos había sido azul yacía arrugada junto a uno de los lados del colchón y más allá un círculo de luz cobriza dejaba ver los restos calcinados de una hoguera, justo debajo del horno. Cogió la manta y la olió. Apestaba a orina y a humo, y la dejó caer.
De vuelta hacia el coche para coger la botella y el teléfono móvil, no le quedó más remedio que admitir que las serpientes le seguían. Podía oírlo, el siseo que hacían sus cuerpos desplazándose sobre la hierba seca. En total había casi una docena. Agarró un pequeño bloque de cemento que había en el suelo y se lo tiró. Una de las serpientes se apartó sin esfuerzo y ninguna resultó golpeada. Se quedaron quietas mirándole bajo las últimas luces del día.
Trató de no mirar a las serpientes y sí al coche. Entonces una serpiente ratonera de unos setenta centímetros cayó desde lo alto del roble y aterrizó sobre el capó del Gremlin con un golpe metálico. Ig retrocedió gritando y después se lanzó hacia ella y la agarró para hacerla bajar.
Creía que la tenía sujeta por la cabeza, pero en lugar de ello la había cogido demasiado abajo, hacia la mitad del tronco, y el animal se retorció sobre sí mismo y le clavó los dientes en la mano. Fue como si le pusieran una grapa en la yema del dedo pulgar. Gruñó y agitó la mano lanzando la serpiente hacia los arbustos. Después se llevó el dedo a la boca y chupó la sangre. No le preocupaba el veneno: no había serpientes venenosas en New Hampshire. Bueno, eso no era del todo exacto. A Dale Williams le gustaba llevar a Ig y a Merrin de acampada a las White Mountains y les había aconsejado estar atentos a posibles serpientes de cascabel. Pero siempre lo hacía en tono alegre, mostrando sus regordetas mejillas de color rojo intenso, e Ig nunca había oído a nadie más hablar de serpientes de cascabel en New Hampshire.
Se volvió para contemplar su séquito de reptiles. En ese momento ya había al menos veinte.
– ¡A tomar por culo de aquí! -les gritó.
Las serpientes se quedaron inmóviles, mirándole entre la hierba con ojos ávidos, rasgados y dorados, y a continuación empezaron a desperdigarse, deslizándose entre los matojos. Le pareció ver una mirada de decepción en los ojos de algunas mientras se alejaban.
Caminó hacia la fundición y trepó por una puerta situada a varios centímetros del suelo. Una vez dentro se volvió para echar un último vistazo al crepúsculo. Había una serpiente que había desobedecido sus órdenes y le había seguido de vuelta a las ruinas. Era una serpiente jarretera de suaves colores que reptaba en círculos inquieta bajo la ventana, con la mirada hambrienta de una groupie bajo el balcón de su ídolo del rock, loca por ser vista y reconocida.
– ¡Vete a hibernar a alguna parte!
Tal vez fueron imaginaciones suyas, pero la serpiente pareció aumentar la velocidad con la que trazaba círculos hasta entrar en éxtasis. Le hizo pensar en el esperma subiendo por el canal del parto en un frenesí erótico desatado, una asociación que le desconcertó. Se dio la vuelta y se alejó de allí tan rápido como fue capaz sin echar a correr.
* * *
Se sentó en el horno con la botella. A cada trago de vino que daba, la oscuridad que le rodeaba se abría y expandía, creciendo en tamaño. Cuando se hubo bebido todo el merlot y ya no tenía sentido seguir chupando la botella, se chupó el dolorido pulgar.
No consideró la posibilidad de dormir en el Gremlin, conservaba malos recuerdos de la última vez que lo había hecho y, de todas maneras, no quería despertarse con una manta de serpientes encima.
Pensó en tratar de encender las velas, pero no estaba seguro de si merecía la pena ir hasta el coche para coger el mechero. No le apetecía caminar a oscuras entre un montón de serpientes y estaba seguro de que seguían allí fuera.
Se le ocurrió que tal vez habría un mechero o una caja de cerillas por alguna parte y se metió la mano en el bolsillo para coger el teléfono móvil, pensando que su luz le ayudaría a buscar. Pero al hacerlo se encontró algo en el bolsillo además de su teléfono, una delgada caja de cartulina que parecía…, aunque no podía ser, de hecho era…
Una caja de cerillas. La sacó del bolsillo y se quedó mirándola mientras un escalofrío le recorría la espalda, no sólo porque no fumaba y no sabía de dónde había salido aquella caja.
En la tapa estaba escrito «Cerillas Lucifer» en letras negras góticas y había una silueta de un diablo negro dando un salto con la cabeza inclinada hacia detrás, una perilla rizada en la barbilla y cuernos puntiagudos.
Y entonces estaba allí otra vez, tentadoramente cerca, todo lo ocurrido la noche anterior, lo que había hecho, pero cuando estaba a punto de recordarlo se le escapó de nuevo. Era algo tan escurridizo, tan difícil de aferrar como una serpiente entre la hierba.
Abrió la pequeña caja de cerillas Lucifer. Unas pocas docenas de fósforos con cabezas negras violáceas de aspecto malvado. Cerillas gruesas, de las que se usan en la cocina. Olían a huevos que empiezan a pudrirse y pensó que eran viejas, tan viejas de hecho que sería un milagro si lograba prender una. Arrastró una por la tira de lija y prendió inmediatamente con un siseo.
Empezó a encender velas. Había seis en total, dispuestas en una especie de semicírculo. Al momento empezaron a proyectar una luz rojiza en los ladrillos y vio su propia sombra creciendo y menguando contra el techo abovedado. Cuando bajó la vista comprobó que la cerilla se le había extinguido entre los dedos. Se frotó el pulgar y el índice y vio desintegrarse los restos del palillo. El pulgar ya no le dolía allí donde la serpiente le había mordido. En la penumbra casi ni distinguía la herida.
Se preguntó qué hora sería. No tenía reloj, pero sí un móvil, así que lo encendió y comprobó que eran casi las nueve. Tenía poca batería y cinco mensajes. Se llevó el teléfono a la oreja y los escuchó.
El primero: «Ig, soy Terry. Vera está en el hospital. Se le soltó el freno de la silla de ruedas, rodó colina abajo y se estampó contra la cerca. Tiene suerte de estar viva. Tiene la cara hecha una mierda y se ha roto dos costillas. La han metido en la UCI y es demasiado temprano para emborracharse. Llámame». Un clic y fin de la conversación. Ni una sola mención a su encuentro aquella mañana en la cocina, pero eso no le sorprendió. Para Terry era como si no hubiera ocurrido.
El segundo: «Ig, soy tu madre. Ya sé que Terry te ha contado lo de Vera. La mantienen inconsciente y con un goteo de morfina, pero al menos está estable. He hablado con Glenna. No estaba segura de dónde estabas. Llámame. Ya sé que hemos hablado antes, pero tengo la cabeza hecha un lío y no me acuerdo de cuándo ni de qué hablamos. Te quiero».
Ig se rió al escuchar aquello. ¡Las cosas que decía la gente y el poco esfuerzo que les costaba mentir, a los demás y a ellos mismos!
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