– ¿Puedo ayudarle? -preguntó a Ig.
– Sí. ¿Podría…?
Pero entonces algo captó la atención de Ig: el monitor de seguridad de la habitación al otro lado de la ventana de plexiglás. Transmitía una imagen distorsionada de la zona de recepción, de las macetas con plantas, los sillones caros de aspecto inofensivo y de Ig. Sólo que algo ocurría con el monitor, porque Ig se dividía en dos figuras superpuestas que se juntaban y se volvían a escindir. La parte de la pantalla que ocupaba él parpadeaba y bailaba. La imagen primaria de Ig le mostraba tal y como era, un hombre pálido y delgado con grandes entradas, perilla y cuernos curvos.
Pero después había otra imagen secundaria, como una sombra oscura y sin rasgos que aparecía de forma intermitente. En esta segunda versión no tenía cuernos; es decir, era una imagen no de quien era, sino de quien había sido. Era como ver su propia alma tratando de liberarse del demonio al que estaba anclada.
El agente sentado en la habitación desnuda y fuertemente iluminada con el monitor también se había dado cuenta y se había incorporado de la silla para estudiar la pantalla. Ig seguía sin verle la cara; se había girado de tal modo que sólo alcanzaba a verle la oreja y su cráneo blanco y pulido, una bola de cañón hecha de carne y hueso encajada en un cuello grueso y tosco. Pasado un instante, el agente dio un puñetazo en el monitor tratando de corregir la imagen, tan fuerte que por un momento la pantalla se quedó en negro.
– ¿Señor? -dijo el recepcionista.
Ig apartó al vista del monitor.
– ¿Podría avisar a Lee Tourneau por el busca? ¿Le puede decir que está aquí Ig Perrish?
– Necesito ver su carné de conducir y hacerle una tarjeta de identificación antes de dejarle pasar -dijo el recepcionista con voz plana y automática mientras observaba los cuernos fascinado.
Ig miró hacia el control de seguridad y supo que no podría pasar con una bengala de magnesio en la manga.
– Dígale que le espero aquí fuera. Dígale que le interesa verme.
– Lo dudo -dijo el recepcionista-. No puedo imaginar que le interese a nadie. Es usted horrible. Tiene cuernos y es usted un horror. Mirándole pienso que ojalá no hubiera venido hoy a trabajar. De hecho he estado a punto de no venir. Una vez al mes me regalo un día de salud mental y me quedo en casa. Me pongo las bragas de mi madre y me pego un buen calentón. Para ser una vieja tiene bastante buen material. Un corsé de satén negro con ballenas y correas, una pasada.
Tenía los ojos vidriosos y saliva en las comisuras de los labios.
– Me hace gracia que lo llame precisamente «un día de salud mental» -dijo Ig-. Avise a Lee Tourneau, ¿quiere?
El recepcionista se giró noventa grados dándole parcialmente la espalda. Pulsó un botón y murmuró algo al auricular. Escuchó un momento y después dijo:
– De acuerdo. -Se volvió hacia Ig con la cara redonda cubierta de sudor-. Va a estar reunido toda la mañana.
– Dígale que sé lo que ha hecho. Con esas mismas palabras. Dígale a Lee que si quiere hablar de ello le esperaré cinco minutos en el aparcamiento.
El recepcionista le miró inexpresivo, después asintió y volvió a darle la espalda. Hablando al auricular, dijo:
– ¿Señor Tourneau? Dice… Dice que…, ¿que sabe lo que ha hecho? -En el último momento había transformado la afirmación en pregunta.
Sin embargo Ig no oyó qué más dijo, porque al momento escuchó una voz que le hablaba al oído, una voz que conocía bien pero que no había oído en varios años.
– ¡El cabrón de Iggy Perrish! -dijo Eric Hannity.
Se volvió y vio al policía calvo que había estado sentado frente al monitor de seguridad en la habitación al otro lado de la ventana de plexiglás. A los dieciocho años Eric parecía un adolescente salido de un catálogo de Abercrombie & Fitch, grande y musculoso, con pelo castaño rizado y corto. Le gustaba andar descalzo, las camisas desabrochadas y los pantalones vaqueros caídos. Pero ahora que tenía casi treinta años, su rostro había perdido toda definición y se había convertido en un bloque de carne, y cuando empezó a caérsele el pelo había optado por afeitárselo antes que enzarzarse en una batalla perdida de antemano. Ahora lucía una calva espléndida; de haber llevado un pendiente en una oreja podría haber interpretado a Mr. Proper en un anuncio de televisión. Había elegido, tal vez inevitablemente, una profesión similar a la de su padre, un oficio que le garantizaba la autoridad y la cobertura legal necesarias en caso de que decidiera hacer daño a alguien. En los tiempos en que Ig y Lee todavía eran amigos -si es que lo habían sido de verdad alguna vez-, Lee había mencionado que Eric era el jefe de seguridad del congresista. También dijo que se había ablandado mucho. Incluso habían salido a pescar juntos un par de veces. «Claro que de cebo usa los hígados de los manifestantes que previamente ha destripado -le había dicho Lee-. Para que te hagas una idea».
– Eric -dijo Ig separándose de la mesa-, ¿qué tal estás?
– Encantado -respondió Eric-. Encantado de verte. ¿Y tú qué, Ig? ¿Qué es de tu vida? ¿Has matado a alguien esta semana?
– Estoy bien -dijo Ig.
– Pues no lo pareces. Tienes pinta de haberte olvidado de tomar la pastilla.
– ¿Qué pastilla?
– Seguro que tienes alguna enfermedad. Hace una temperatura de treinta y seis grados fuera, pero llevas puesta una cazadora y estás sudando como un cerdo. Además te han salido cuernos y eso sí que no es normal. Claro que si fueras una persona sana no le habrías partido al cara a tu novia para luego dejarla en el bosque. ¡Esa zorra pelirroja! -dijo Hannity mirando a Ig con una expresión de placer-. Desde entonces soy fan tuyo, ¿lo sabías? No estoy de coña. Siempre he sabido que tu adinerada familia terminaría por cagarla. Especialmente tu hermano, con todo su puto dinero, saliendo en la televisión con modelos en biquini sentadas en sus rodillas con cara de no haber roto un plato en toda su vida. Y luego vas tú y haces lo que hiciste y entierras en tal cantidad de mierda a toda tu familia que no van a poder quitársela de encima en toda su vida. Me encanta. No sé cómo puedes superar eso. ¿Qué tienes pensado?
Ig se esforzaba por impedir que le temblaran las piernas. Hannity le miraba amenazador. Pesaba casi cincuenta kilos más que él y debía de sacarle quince centímetros.
– Sólo he venido a darle un recado a Lee.
– Ya sé qué puedes hacer para superarlo -dijo Eric como si no le hubiera oído-, presentarte en la oficina de un congresista con la intención de hacer una locura y llevar un arma escondida debajo de la cazadora. Porque llevas un arma, ¿no? Por eso te has puesto la chaqueta, para esconderla. Tienes un arma, así que te voy a pegar un tiro y saldré en la primera página del Boston Herald por cargarme al hermano loco de Terry Perrish. No estaría mal, ¿eh? La última vez que vi a tu hermano me ofreció entradas gratis para su espectáculo por si alguna vez iba a Los Ángeles. Así le restregaría en la cara lo mierda que es. Lo que me gustaría es ser el gran héroe que te pegue un tiro en la cara antes de que mates a nadie más. Después en el funeral le preguntaría a Terry si la oferta de las entradas sigue en pie; sólo para ver la cara que pone. Así que venga, Ig, acércate al detector de metales para que pueda tener una excusa para volarte esa cara de retrasado mental.
– No voy a ver a nadie. Voy a esperar fuera -dijo Ig mientras retrocedía hacia la puerta, consciente de un sudor frío en las axilas. Tenía las palmas de las manos pegajosas. Cuando empujó la puerta con un hombro la bengala se resbaló y, por un horrible momento, creyó que iba a caerse al suelo delante de Hannity, pero consiguió agarrarla con el pulgar y mantenerla en su sitio.
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