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Joe Hill: El traje del muerto

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Joe Hill El traje del muerto

El traje del muerto: краткое содержание, описание и аннотация

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«El traje del muerto es, sencillamente, la mejor opera prima de terror desde que Clive Barker escribió su Damnation Game hace veinte años. Es el tipo del libro para el que los exagerados adjetivos que se utilizan en las contraportadas de los libros -sobrecogedor, absorbente, impactante, imposible de soltar- encajan a la perfección, ya que es todas esas cosas además de enormemente inteligente. Una auténtica y terrorífica novela llena de personas con las que uno se identifica; la clase de libro que permanece en la memoria después de haber finalizado su lectura. Tiene toda mi admiración». Neil Gaiman, The New York Times. «La primera y apasionante novela de Joe Hill está repleta de momentos tan espeluznantes que te hielan la sangre o tan escalofriantes como una llamada telefónica de un viejo amigo muerto».Entertainment Weekly. «Inquietante… con tantos giros y sustos que los lectores al llegar al final se quedarán pálidos agarrando con fuerza los brazos de su sillón». Denver Post.

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Cuando Nan habló otra vez, lo hizo en un tono falsamente informal, demasiado frío como para ser persuasivo.

– Esa tal Price está siendo investigada por poner en peligro a una niña, y por abuso sexual. Su propia hija, imagínate. Parece ser que la policía fue a su casa después de que alguien llamara para informar de un accidente. Price lanzó su coche, adrede, sobre el vehículo de otra persona, delante de su propia casa, a sesenta kilómetros por hora. Cuando la policía llegó al lugar, la encontraron inconsciente, todavía al volante. Su hija estaba dentro de la casa con un arma de fuego en la mano y un perro muerto en el suelo.

Nan hizo una pausa para dar a Jude la oportunidad de hacer algún comentario, pero él no tenía nada que decir.

La abogada continuó:

– Quienquiera que fuese la víctima de Price, huyó. Nunca fue hallada.

– ¿Price no lo dijo? ¿Qué es lo que ella cuenta?

– Nada. La policía logró calmar a la niña y quitarle el arma. Cuando registraron la casa encontraron un sobre escondido en el forro de terciopelo de la caja de la pistola. Contenía varias fotos Polaroid de la niña. Escenas que eran delictivas. Algo horrible. Aparentemente, pueden probar que fue la madre quien las tomó. Podrían encerrar a Jessica Price por lo menos unos diez años. Y tengo entendido que su hija sólo tiene trece años. Qué cosa más espantosa, ¿no?

– Espantosa -coincidió Jude-. Espantosa, efectivamente.

– ¿Puedes creer que todo esto, el accidente de coche de Jessica Price, lo del perro muerto, las fotos, ocurrió el mismo día en que tu padre murió en Luisiana?

Otra vez Jude decidió no responder… El silencio le hacía sentirse más seguro.

Nan continuó:

– Siguiendo el consejo de su abogado, Jessica Price ha decidido ejercer su derecho legal de permanecer en silencio. No ha dicho una palabra desde que fue arrestada. Lo cual es bueno para ella. Y también es un golpe de suerte para quien estuviera allí. Ya sabes…, con el perro.

Jude sostuvo el auricular en la oreja. Nan permaneció en silencio durante tanto tiempo que él empezó a preguntarse si la comunicación se había cortado.

Finalmente, sólo para ver si ella seguía en la línea, habló:

– ¿Eso es todo?

– No, hay otra cosa -dijo Nan. Su tono era perfectamente inexpresivo-. Un carpintero que trabajaba en la misma calle dijo que vio a un par de sospechosos en un coche negro escondido por allí, unas horas antes, ese mismo día. Dijo que el conductor era la viva imagen del vocalista de Metallica.

Jude tuvo que reírse.

Capítulo 56

El segundo fin de semana de noviembre, el Dodge Charger se alejó del atrio de la iglesia por un camino de polvo de arcilla roja, en Georgia, con latas repiqueteando en la parte trasera. Bammy se metió los dedos en la boca y silbó groseramente.

Capítulo 57

En otoño fueron a las islas Fiji. Y exactamente un año despues visitaron Grecia. En octubre viajaron a Hawai, donde pasaron diez horas diarias en una playa de arena negra. Nápoles, al año siguiente, fue todavía mejor. Su intención era estar una semana y se quedaron un mes.

En el otoño de su quinto aniversario no fueron a ninguna parte. Jude había comprado unos cachorros y no quería apartarse de ellos. Un día que se había presentado frío y lluvioso, el cantante fue con sus nuevos perros hasta la entrada de la casa, para recoger el correo. Mientras sacaba los sobres del buzón, al otro lado del portón de entrada, vio pasar una vieja y destartalada furgoneta. Marchaba ruidosamente por la autopista, lo cual hizo que a Jude le corriera un sudor frío por la espalda. Cuando se volvió para observarla alejarse, vio a Anna, que lo miraba desde el otro lado del camino. Sintió una aguda desazón en el pecho. Permaneció largo rato sin aliento.

Ella se apartó un mechón de pelo rubio de los ojos y vio que en realidad era una mujer más baja, con un cuerpo más atlético que el de Anna. Apenas una niña, de dieciocho años como máximo. Levantó la mano a modo de tímido saludo. El respondió haciendo un gesto para que se acercara.

– Hola, señor Coyne -le saludó.

– Reese, ¿verdad? -Jude la había reconocido.

La niña asintió con la cabeza. No llevaba sombrero y tenía el pelo mojado. Su chaqueta vaquera estaba empapada. Los cachorros se lanzaron alegremente sobre ella, que retrocedió riéndose.

– Jimmy -ordenó Jude-. Robert. Abajo. Disculpa. Son unos maleducados, estos perros. Todavía no les he enseñado buenos modales. ¿Quieres entrar? -Ella temblaba un poco-. Estás empapada. Pareces enferma, te vas a morir.

– ¿Será contagioso? -preguntó Reese.

– Sí -respondió Jude-. Hay una epidemia por esta zona. Tarde o temprano todo el mundo la sufre. Es raro, pero aquí nadie vive eternamente.

La llevó a la casa y a la cocina oscura. Se estaba preguntando cómo habría llegado la chiquilla hasta él, cuando Marybeth habló desde la escalera. Quería saber quién estaba allí con él.

– Reese Price -respondió Jude-. De Testament, Florida. La hija de Jessica Price.

Por un momento se hizo el silencio arriba. Luego, Marybeth bajó los escalones sin ruido, y se detuvo al pie de la escalera. Jude encontró el interruptor de las luces junto a la puerta. Las encendió.

En la súbita luminosidad que se produjo, Marybeth y Reese se miraron sin hablar. La cara de Marybeth permanecía impasible, era difícil de interpretar. Con ojos inquisitivos, Reese miró la cara de la mujer, y de ahí pasó al cuello, a la media luna blanca plateada de tejido cicatrizado alrededor de su garganta.

Reese sacó los brazos de las mangas de su chaqueta y se abrazó a sí misma. Estaba chorreando y empezaba a formarse un charco de agua a sus pies.

– Santo cielo, Jude -exclamó Marybeth-. Ve y tráele una toalla.

Jude fue a por una toalla al baño de la planta baja. Cuando regresó a la cocina con ella en la mano, había agua calentándose y Reese estaba sentada en el centro de la estancia, hablando a Marybeth de los estudiantes rusos en viaje de intercambio que la habían llevado desde Nueva York, unos chicos que no habían parado de hablar de su visita al edificio del Empire State, confundiendo de manera muy graciosa las palabras.

Marybeth le preparó chocolate caliente y un bocadillo de queso fundido y tomate, mientras Jude se sentaba con Reese junto a la encimera. La antigua Georgia se mostraba relajada y amistosa, riéndose alegremente con los relatos de Reese, como si fuera la cosa más natural del mundo ser la anfitriona de una niña que le había arrancado un trozo de mano a su marido de un disparo.

Las mujeres dominaron la conversación. Reese iba de viaje a Búfalo, donde se encontraría con amigos para ver y escuchar a 50 Cent y Eminem. Luego viajarían al Niágara. Uno de los amigos había comprado una vieja casa flotante. Su idea era vivir allí. Eran media docena de jóvenes. Había una gran balsa que necesitaba reparaciones. Tenían pensado arreglarla y venderla. Reese estaba a cargo de la pintura. Se le había ocurrido una gran idea para un mural que quería pintar en un costado. Ya tenía los bocetos. Sacó un cuaderno de dibujo de la mochila y les mostró algunos de sus trabajos. Sus ilustraciones eran un poco torpes, pero llamativas. Imágenes de mujeres desnudas, ancianos ciegos y guitarras, distribuidas en complejos patrones entrelazados. Si no podían vender la balsa, la usarían para poner un negocio, de pizza o de tatuajes. Reese sabía mucho de tatuajes y había practicado consigo misma. Se levantó la blusa para mostrarles el dibujo tatuado de una serpiente pálida y delgada, que rodeaba el ombligo mordiéndose la cola.

Jude la interrumpió para preguntarle cómo pensaba llegar a Búfalo. Dijo que se había quedado sin dinero para el autobús ya en la Estación Penn, y pensaba hacer el resto del camino a dedo.

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