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Joe Hill: El traje del muerto

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Joe Hill El traje del muerto

El traje del muerto: краткое содержание, описание и аннотация

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«El traje del muerto es, sencillamente, la mejor opera prima de terror desde que Clive Barker escribió su Damnation Game hace veinte años. Es el tipo del libro para el que los exagerados adjetivos que se utilizan en las contraportadas de los libros -sobrecogedor, absorbente, impactante, imposible de soltar- encajan a la perfección, ya que es todas esas cosas además de enormemente inteligente. Una auténtica y terrorífica novela llena de personas con las que uno se identifica; la clase de libro que permanece en la memoria después de haber finalizado su lectura. Tiene toda mi admiración». Neil Gaiman, The New York Times. «La primera y apasionante novela de Joe Hill está repleta de momentos tan espeluznantes que te hielan la sangre o tan escalofriantes como una llamada telefónica de un viejo amigo muerto».Entertainment Weekly. «Inquietante… con tantos giros y sustos que los lectores al llegar al final se quedarán pálidos agarrando con fuerza los brazos de su sillón». Denver Post.

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Y una vez en la luz, ve a Anna, la ve iluminada, brillando como una luciérnaga, la ve apartarse del volante, la ve sonreír y extender el brazo hacia él, poniendo su mano sobre la de él y la de Marybeth, y es entonces cuando dice lo inesperado:

– Maldición, creo que este peludo hijo de perra está tratando de incorporarse.

Capítulo 47

Jude parpadeó por la luz blanca, clara y dolorosa de un oftalmoscopio que apuntaba a su ojo izquierdo. Intentó, con fuerza, ponerse de pie, pero alguien lo sujetaba con una mano colocada sobre su pecho, manteniéndolo aplastado contra el suelo. Abrió la boca en busca aire, como una trucha recién pescada y lanzada a la orilla en el lago Pontchartrain. Le había dicho a Anna que podrían ir a pescar allí, lo dos juntos. ¿O había sido a Marybeth? Ya no lo sabía.

El oftalmoscopio fue retirado y se quedó mirando sin ver hacia el techo manchado de moho de la cocina. En algunas ocasiones, los locos se hacían agujeros en su propia cabeza para dejar salir a los demonios, para aliviar la presión de los pensamientos que ya no podían tolerar más. Jude comprendió ese impulso. Cada latido de su corazón era un nuevo y sorprendente golpe, sentido en los nervios de detrás de los ojos y en las sienes. Eran doloro-sas pruebas de que estaba con vida.

Un cerdo con la cara rosada y blanda se inclinó sobre él, sonrió obscenamente y habló:

– ¡A la mierda! -exclamó-. ¿Sabes quién es éste? Es Judas Coyne.

– ¿Podemos sacar a los malditos cerdos de la habitación? -preguntó otra voz.

El cerdo que tenía casi encima fue empujado con una patada y se oyó un chillido de indignación. Un hombre de prolija barba marrón, de chivo, y ojos avisados se inclinó hasta entrar en el campo visual de Jude.

– ¿Señor Coyne? Procure no moverse. Ha perdido mucha sangre. Vamos a ponerlo en una camilla.

– Anna -dijo Jude con voz temblorosa y respirando con dificultad.

Una breve expresión de dolor, y algo así como una disculpa, pasaron por los claros ojos azules del joven enfermero.

– ¿Anna era su nombre?

No. No. Jude se había equivocado. Ése no era su nombre, pero no pudo encontrar el aliento necesario para rectificar. Entonces se dio cuenta de que el hombre que se inclinaba sobre él se había referido a ella en tiempo pasado.

Arlene Wade habló en su nombre.

– Me dijo que su nombre era Marybeth.

La vieja enfermera se inclinó por el otro lado, mirándolo con sus ojos cómicamente grandes detrás de las gafas. La mujer estaba hablando de Marybeth también en tiempo pasado. Trató otra vez de sentarse, pero el enfermero de la barbita de chivo se lo impidió con firmeza.

– No trates de levantarte, querido -le recomendó Arlene.

Algo hizo un ruido metálico no muy lejos de él. Miró hacia delante, sobre su propio cuerpo, más allá de sus pies, y vio a unos hombres empujando una camilla en dirección al pasillo. Una bolsa de plástico, llena de sangre, se balanceaba de un lado a otro, sostenida por una varilla de metal fijada a la camilla. Desde su posición en el suelo, Jude no podía ver nada de la persona que estaba sobre la camilla, salvo una mano que colgaba en un lado. La infección que había arrugado y dejado blanca la palma de la mano de Marybeth había desaparecido, no quedaba rastro de ella. Su mano, pequeña y delgada, oscilaba sin fuerza, siguiendo el movimiento de la camilla, y Jude pensó en la niña de su obscena película pornográfica, en la manera en que al caer parecía no tener huesos. Se quedaba inerte, vacía, cuando la vida la abandonaba. Uno de los enfermeros que empujaba la camilla bajó la vista y vio a Jude, que miraba. Cogió la mano de Marybeth y la volvió a poner en su sitio. Los demás empujaron la camilla hasta que quedó fuera de la vista de Jude. Todos iban hablando en voz baja, nerviosos.

– ¿Marybeth? -logró preguntar Jude, con una voz que era el más débil de los susurros, pronunciado en una dolorosa exhalación de aliento.

– Ella tiene que irse ahora -explicó Arlene-. Otra ambulancia vendrá a por ti, Justin. -Pronunció la palabra «ambulancia» alargando las vocales.

– ¿Irse? -preguntó Jude. No comprendía realmente.

– No pueden hacer nada más por ella aquí, eso es todo. Es hora de llevársela. -Arlene le palmeó la mano-. Su viaje termina aquí.

Capítulo 48

Jude estuvo perdiendo y recuperando el conocimiento durante veinticuatro horas.

Una de las veces que despertó vio a su abogada, Nan Shreve, en la puerta de la habitación del hospital. La mujer hablaba con Jackson Browne. Jude lo había conocido unos años antes, en la entrega de los Premios Grammy. Aquel día había salido discretamente, a mitad de la ceremonia, para hacer una visita al lavabo de caballeros, y mientras estaba orinando, levantó la vista casualmente y descubrió a Jackson Browne en el mingitorio de al lado. Sólo se habían saludado con un movimiento de cabeza, no habían llegado a cruzar ni una palabra, ni siquiera para decirse hola, de modo que Jude no podía imaginar qué estaba haciendo en ese momento en Luisiana. Tal vez tenía que dar un concierto en Nueva Orleans y, al enterarse de que Jude había estado a punto de morir, se había acercado para expresar su solidaridad. A lo mejor era el comienzo de una procesión de visitas de estrellas del rock and roll, para decirle que tuviera fuerzas y siguiera adelante. Jackson Browne estaba vestido de manera conservadora -chaqueta azul, corbata- y llevaba un escudo dorado en el cinturón, junto a un revólver enfundado. Jude dejó que sus párpados se cerraran.

Tenía una percepción oscura y amortiguada del paso del tiempo. Cuando despertó otra vez, otra estrella de rock estaba sentada junto a él: Dizzy. Con los ojos cubiertos por garabatos negros, su rostro todavía demacrado por el sida. Le tendió la mano y Jude se la cogió.

– Tenía que venir, hombre. Tú estuviste en su momento conmigo.

– Me alegro de verte -dijo Jude-. Te he echado mucho de menos.

– ¿Disculpe? ¿Decía algo? -preguntó la enfermera, que estaba al otro lado de la cama.

Jude levantó la vista hacia ella. No se había dado cuenta de que la mujer estaba allí. Cuando volvió a mirar a Dizzy, descubrió que su mano colgaba vacía. No había nadie.

– ¿A quién le está hablando? -quiso saber la enfermera.

– A un viejo amigo. No le había visto desde que murió.

Ella suspiró ruidosamente.

– Me temo que tenemos que reducir su dosis de morfina.

Después, Angus se paseó por la habitación y desapareció debajo de la cama. Jude lo llamó, pero el perro nunca salió. Simplemente se quedó debajo del enorme lecho de hospital, golpeando con el rabo contra el suelo, marcando una especie de latido constante que acabó acompasándose con el ritmo del corazón de Jude.

El cantante no sabía qué muerto o famoso se presentaría a continuación, y se sorprendió cuando abrió los ojos y descubrió que tenía la habitación para él solo. Estaba en el cuarto o quinto piso de un hospital de las afueras de Slidell. Más allá de la ventana estaba el lago Pontchartrain, azul y frío, iluminado por la luz de la última hora de la tarde. La orilla estaba llena de grúas y un viejo y oxidado buque petrolero ponía rumbo al este. Por primera vez se dio cuenta de que podía percibir el débil sabor salobre del agua. Jude lloró.

Cuando logró recuperar el control de sí mismo, llamó a la enfermera. En su lugar, acudió un médico, un negro cadavérico, de ojos tristes, inyectados en sangre, y la cabeza afeitada. Con voz baja y áspera, empezó a informar a Jude sobre su situación.

– ¿Alguien ha llamado a Bammy? -preguntó Jude.

– ¿Quién es?

– La abuela de Marybeth. Si nadie la ha llamado, quiero ser yo quien se lo diga. Bammy debe saber lo que ha ocurrido.

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