La intensidad de aquella luz que llegaba, desbordante, desde abajo, convirtió la habitación en un negativo fotográfico. Todo fueron claroscuros y sombras planas e imposibles. Marybeth era una figura negra, sin rasgos característicos, suspendida en una hoja de luz. Craddock, de pie sobre ella, con los brazos alzados para protegerse la cara, parecía una de las víctimas de la bomba atómica de Hiroshima, la imagen abstracta de un hombre, de tamaño natural, dibujado con ceniza sobre una pared negra. Los papeles todavía giraban y revoloteaban por encima de la mesa de la cocina, pero se habían vuelto negros y parecían una bandada de cuervos.
Marybeth dio una vuelta sobre sí misma y levantó la cabeza, pero ya no era Marybeth. Era Anna, y rayos de luz llenaban sus ojos y su rostro era tan severo como el juicio del propio Dios. Y la muerta habló:
– ¿Por qué?
Craddock respondió siseando:
– Vete. Regresa.
Luego hizo balancearse la cadena de oro de su péndulo, y la hoja en forma de media luna gimió en el aire, trazando un círculo de fuego plateado.
Anna estaba ya de pie, en la base de la brillante puerta. Jude no la había visto levantarse. En un momento estaba acostada y en el siguiente se encontraba de pie. Tal vez el tiempo se había encogido. El tiempo ya no tenía importancia. Jude levantó una mano para protegerse los ojos de los reflejos más intensos, pero la luz estaba por todas partes y no había manera de esquivarla. Podía ver los huesos de su mano, y la piel tenía el color y la transparencia de la miel. Sus heridas, el corte de la cara, el muñón del dedo índice amputado, latían produciendo un dolor que era a la vez profundo y estimulante. Creyó que podría ponerse a gritar, de miedo, de júbilo, como reacción a lo que ocurría, por todo eso y muchas cosas más. Estaba poco menos que en éxtasis.
Anna se acercó a Craddock y volvió a lanzar su pregunta:
– ¿Por qué?
El padrastro usó la cadena como un látigo, lanzándola hacia ella, y la navaja curva prendida en el extremo le hizo un amplio corte en la cara, desde el ángulo del ojo derecho, por la nariz, hasta la boca…, pero el tajo sólo dio paso a un nuevo rayo de brillante luz, y el punto en que la luz tocaba a Craddock empezó a echar humo. Anna extendió la mano hacia él.
– ¿Por qué?
Craddock chilló cuando ella lo envolvió en sus brazos, gritó más y la cortó de nuevo, esta vez en los pechos, y con ello hizo otra abertura hacia la eternidad. Sobre la cara de Craddock cayó una luz deslumbrante, un brillo que quemó y eliminó sus facciones, que borró todo lo que tocaba. El gemido del fantasma sonó tan fuerte que Jude pensó que sus tímpanos iban a estallar.
Anna repetía, implacable, su pregunta. Lo hizo una última vez antes de poner su boca sobre la del padrastro. En cuanto lo hizo, de la puerta de sangre saltaron los perros negros, los animales de Jude, canes gigantes de humo, de sombra, con colmillos de tinta.
Craddock McDermott luchó, tratando de apartarla, pero ella iba cayendo hacia atrás con él, lentamente, hacia la puerta, y los perros corrían alrededor de sus pies, y mientras saltaban se estiraban y perdían su forma, desenrollándose como ovillos de lana, convirtiéndose en largos trazos de oscuridad que se desplegaban alrededor de él, que subían por sus piernas, envolviéndolo por la cintura, atando al hombre muerto con la chica muerta. Mientras Craddock era arrastrado hacia abajo, hacia la luminosidad del otro lado, Jude vio que la parte de atrás de la cabeza del viejo se desprendía, y un rayo de luz blanca intensísima, azul en los bordes, lo atravesó y dio en el techo, donde quemó el yeso, haciendo que burbujeara y echara espuma.
Cayeron por la puerta abierta y desaparecieron.
Los papeles que habían estado girando por encima de la mesa de la cocina bajaron y se posaron con un leve crujido, amontonándose en una pila, casi exactamente en el mismo sitio de donde habían partido. En el silencio que siguió, Jude percibió un delicado murmullo, parecido a un pulso profundo y melódico, que era más bien sentido en los huesos que escuchado. Subía y bajaba, y subía otra vez. Era una suerte de música no humana, no humana, pero tampoco desagradable. Jude nunca había escuchado instrumento alguno que produjera sonidos como aquéllos. Pensó que parecía la melodía casual producida por unos neumáticos deslizándose armónicamente sobre el pavimento. Aquella música baja, poderosa, podía sentirse también en la piel. El aire vibraba con ella. Se diría que era casi una propiedad de la luz, que llegaba inundándolo todo a través del rectángulo torcido que dibujara con sangre en el suelo. Jude parpadeó ante la luz y se preguntó dónde se habría ido Marybeth. «Los muertos reclaman lo suyo», pensó, y sintió un temblor inesperado en todo su cuerpo. Tardó unos instantes en volver a controlarse.
No. Ella no estaba muerta hacía un momento, cuando abrió la puerta. No aceptaba que Marybeth hubiera desaparecido simplemente, sin dejar ningún rastro en la tierra. Gateó. Era lo único que se movía en la habitación en ese momento. La tranquilidad del lugar, después de lo que acababa de ocurrir, parecía incluso más increíble que el agujero entre diferentes mundos que se había abierto en el suelo. Sentía dolores, le dolían las manos, le dolía la cara, y tenía un hormigueo en el pecho, un escozor helado y mortal. No se asustó, porque pensó que si el destino le había reservado un ataque cardiaco para esa tarde, ya tendría que haberse producido. Aparte del continuo murmullo que lo rodeaba por todas partes, no había ningún otro ruido en absoluto, excepción hecha de sus propios suspiros, tratando de recuperar el aliento, y los arañazos de sus manos, que rascaban el suelo sin saber por qué. Se escuchó a sí mismo pronunciando el nombre de Marybeth.
Cuanto más se acercaba a la luz, más difícil le resultaba mirarla. Cerró los ojos… y se encontró con que seguía viendo la habitación ante él, como a través de una pálida cortina de seda plateada, con la luz atravesando sus párpados cerrados. Detrás de los globos oculares, los nervios latían con una cadencia regular, siguiendo aquel pulso incesante.
No podía soportar toda aquella luz y apartó la mirada girando la cabeza. Siguió gateando hacia delante, sin mirar. De modo que Jude no se dio cuenta de que había llegado al borde de la puerta abierta hasta que puso las manos y no encontró nada donde apoyarse. Marybeth (¿o había sido Anna?) había permanecido suspendida sobre la puerta abierta, como si estuviera sobre una hoja de vidrio, pero Jude cayó como un condenado a muerte que se precipita por la trampilla del cadalso. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar antes de caer a plomo hacia la luz.
La sensación de estar cayendo (una impresión enfermiza de ingravidez, notada en la boca del estómago y en las raíces de los pelos) apenas ha pasado cuando se da cuenta de que la luz no es ya tan intensa. Levanta una mano para proteger sus ojos y parpadea hacia ella, que ahora es un polvoriento sol amarillo. Calcula que es media tarde y por la posición del sol está casi seguro de que se encuentra en el sur. Jude está en el Mustang otra vez, instalado en el asiento del acompañante. Anna va al volante, y tararea para sí misma mientras conduce. El motor emite un rugido bajo y controlado. El Mustang funciona bien. Está como recién salido de fábrica, o de la tienda de coches, en 1965.
Avanzan un kilómetro y medio más o menos. Ninguno de ellos dice nada, hasta que él finalmente identifica la carretera en la que están, la autopista estatal 22.
– ¿Adonde nos dirigimos? -pregunta por fin.
Anna arquea su espalda, estirando la columna vertebral. Mantiene ambas manos en el volante.
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