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Joe Hill: El traje del muerto

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Joe Hill El traje del muerto

El traje del muerto: краткое содержание, описание и аннотация

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«El traje del muerto es, sencillamente, la mejor opera prima de terror desde que Clive Barker escribió su Damnation Game hace veinte años. Es el tipo del libro para el que los exagerados adjetivos que se utilizan en las contraportadas de los libros -sobrecogedor, absorbente, impactante, imposible de soltar- encajan a la perfección, ya que es todas esas cosas además de enormemente inteligente. Una auténtica y terrorífica novela llena de personas con las que uno se identifica; la clase de libro que permanece en la memoria después de haber finalizado su lectura. Tiene toda mi admiración». Neil Gaiman, The New York Times. «La primera y apasionante novela de Joe Hill está repleta de momentos tan espeluznantes que te hielan la sangre o tan escalofriantes como una llamada telefónica de un viejo amigo muerto».Entertainment Weekly. «Inquietante… con tantos giros y sustos que los lectores al llegar al final se quedarán pálidos agarrando con fuerza los brazos de su sillón». Denver Post.

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– No sé. Pensaba que sólo estábamos paseando. ¿Adonde quieres ir?

– No importa. ¿Qué te parece Chinchuba Landing?

– ¿Qué hay allí?

– Nada. Sólo es un lugar para quedarse un rato, escuchar la radio y mirar el paisaje. ¿Qué te parece?

– Me parece un paraíso. Debemos estar en el cielo.

Cuando Anna dice eso, a Jude le empieza a doler la sien izquierda. Desearía que ella no hubiera dicho nada. No están en el cielo. No quiere oír hablar de eso.

Durante un rato ruedan sobre una carretera de dos carriles, con el pavimento roto aquí y allá, muy descuidado. Luego él ve la salida que se acerca a la derecha, la señala y Marybeth conduce el Mustang hacia ella sin decir una palabra. El camino es ahora de tierra, y los árboles crecen cerca, a cada lado, inclinándose sobre él, convirtiéndolo en un túnel de rica luz verde. Sombras y fugaces rayos de sol pasan sobre las limpias y delicadas facciones de Marybeth. Parece muy serena, cómoda al volante del gran coche, feliz por tener toda la tarde por delante, sin ninguna obligación especial, salvo detenerse en algún lugar con Jude y escuchar música.

¿Cuándo se ha convertido en Marybeth?

Es como si él hubiera formulado la pregunta en voz alta, porque ella se vuelve y le dirige una sonrisa avergonzada.

– Traté de advertirte, ¿no? Dos mujeres por el precio de una.

– Me lo advertiste.

– Sé por qué camino vamos -dice Marybeth, sin el menor rastro del acento del sur que ha venido marcando su voz en los últimos días.

– Ya te lo he dicho. El que va a Chinchuba Landing.

Ella le devuelve una mirada perspicaz, divertida y ligeramente compasiva. Luego, como si él no hubiera dicho nada, Marybeth continúa hablando:

– Diablos. Después de todas las cosas que he escuchado sobre este camino de cabras, esperaba que fuera peor. Esto no es tan malo. Bastante bonito, en realidad. Llamándose el camino de la noche, uno espera que por lo menos reine la oscuridad. Tal vez sólo es de noche aquí para algunas personas.

Él hace una mueca de dolor…, otra aguda punzada en la cabeza. Quiere pensar que la chica está confundida, que se equivoca al referirse al lugar en el que están. No sólo no es de noche, sino que difícilmente puede decirse que se trate de un camino.

Un momento después están botando a lo largo de un par de huellas trazadas en el polvo, estrechas marcas de ruedas, con un frondoso lecho de hierbas y flores silvestres creciendo entre ambas. Las plantas chocan con el guardabarros y se aplastan bajo el chasis. Pasan junto a los restos de una furgoneta de color pálido, impreciso, aparcada debajo de un sauce, con el capó abierto y las hierbas invadiéndolo. Jude apenas la mira de refilón al pasar.

Las palmeras y el follaje se abren al llegar a la siguiente curva, pero Marybeth disminuye la velocidad, de modo que el Mustang apenas sigue avanzando. De momento continúan protegidos por la sombra fresca de los árboles que se inclinan sobre ellos. La grava cruje de manera agradable debajo de los neumáticos. Es un sonido que a Jude siempre le ha encantado, un ruido que todos adoran. Más allá del claro cubierto de hierba está el mar marrón, la superficie pantanosa del lago Pontchartrain, con el agua alborotada por el viento y los bordes de las olas lanzando destellos de acero pulido, recién enfriado. Jude se queda un poco sorprendido por el cielo, que es de un descolorido color blanco, uniforme y cegador. Es un cielo tan luminoso que resulta imposible mirarlo directamente, e incluso saber dónde está el sol. Jude aparta la mirada de él, entornando los ojos y levantando una mano para protegérselos. El dolor en la sien izquierda se intensifica, latiendo al ritmo de su pulso.

– Maldición -exclama-. Ese cielo.

– ¿No es extraordinario? -pregunta Anna desde el interior del cuerpo de Marybeth-. Uno puede ver a una gran distancia. Uno puede ver hasta la eternidad.

– No puedo ver una mierda.

– No -dice Anna, pero todavía es Marybeth al volante, es la boca de Marybeth la que se mueve-. Tienes que protegerte los ojos de esa luz. En realidad no puedes mirar ahí. Todavía no.

Nosotros tenemos problemas para mirar hacia atrás, hacia tu mundo, aunque no valga la pena. Tal vez te has dado cuenta de la presencia de unas líneas negras delante de nuestros ojos. Considera que son como gafas de sol de los muertos vivientes. -La afirmación la hace reír, con las carcajadas un poco roncas y bruscas de Marybeth.

Detiene el automóvil en el borde mismo del claro, lo aparca. Las ventanillas están bajadas. El aire que susurra sobre las ramas tiene el olor dulce de la maleza secada por el sol y de la hierba silvestre. Por debajo de ese aroma, él puede sentir el sutil perfume del lago Pontchartrain, una fragancia fresca, de pantano.

Marybeth se inclina hacia él, pone la cabeza sobre su hombro, coloca un brazo en la cintura de Jude, y cuando habla otra vez lo hace con su propia voz:

– Ojalá pudiera regresar contigo, Jude.

El hombre reacciona con un súbito escalofrío.

– ¿Qué quieres decir?

Ella le mira cariñosamente a la cara.

– Vaya. Casi lo hemos logrado. ¿No? ¿No es cierto que casi lo hemos logrado, Jude?

– Basta -dice el cantante-. Tú no vas a ninguna parte. Tú te quedas conmigo.

– No lo sé -dice Marybeth-. Estoy cansada. Hay un largo viaje de regreso, y no creo que pueda soportarlo. Te juro que este coche está usando algo de mí como combustible, y yo estoy casi exhausta.

– Deja de hablar de esa manera.

– ¿Te parece bien que escuchemos un poco de música?

Él abre la guantera, busca a tientas una cinta. Es una selección de grabaciones de prueba, una colección privada. Elige sus nuevas canciones. Quiere que Marybeth las escuche. Desea que la mujer sepa que él no lo ha abandonado todo. La primera canción empieza a escucharse. Es Drink to the dead . La guitarra suena y toca un himno country, casi un rezo acústico, dulce y solitario, un tema melancólico, hecho para llorar. Maldición, le duele la cabeza, ambas sienes en ese momento, un latido constante detrás de los ojos. Maldito sea ese cielo con su abrumadora luminosidad.

Marybeth se yergue en el asiento, pero ya no es Marybeth, sino Anna. Sus ojos están llenos de esa luz, están repletos de ciclo.

– Todo el mundo está hecho de música. Todos somos cuerdas de una lira. Resonamos. Cantamos juntos. Eso fue hermoso. Con ese viento sobre mi cara. Cuando cantas, yo canto contigo, cariño. Tú lo sabes, ¿no?

– Basta -dice él. Anna se acomoda detrás del volante otra vez, y pone en marcha el coche-. ¿Qué estás haciendo?

Marybeth se inclina hacia delante desde el asiento trasero y busca la mano de él. En ese momento las dos mujeres están separadas. Son dos personas individuales, diferentes, tal vez por primera vez en varios días.

– Tengo que dejarte, Jude. -Se acerca hasta colocar su boca sobre la de él. Los labios de la chica están fríos y temblorosos-. Hemos llegado. Aquí es donde tú te bajas.

– Nosotros -dice el hombre, y cuando ella trata de retirar su mano, él no la deja ir, aprieta con más fuerza, hasta que puede sentir los huesos que se doblan bajo la piel. Jude la besa otra vez, y habla sobre su boca-: Donde nos bajamos. Nosotros. Nosotros -insiste.

Ruido de grava bajo los neumáticos otra vez. El Mustang avanza bajo el cielo abierto. El asiento delantero se llena con una inundación de luz, una incandescencia que borra todo el mundo existente fuera del coche, que sólo deja el interior. A Jude le cuesta ver incluso lo que hay dentro del vehículo, por más que mire con los ojos entornados. El dolor que persiste detrás de sus globos oculares es sorprendente, maravilloso. Todavía tiene a Marybeth sujeta por la mano. Ella no puede irse si él no la deja, y la luz… Oh, Dios, hay tanta luz. Algo ocurre con el estéreo del automóvil, su canción va y viene, vacilante, ahogándose debajo de una palpitante armónica, profunda y baja. Es la misma música extraña que había escuchado cuando cayó por la puerta abierta entre ambos mundos. Quiere decirle algo a Marybeth, desea que sepa que lamenta no poder cumplir sus promesas, las que le hizo a ella y las que se hizo a sí mismo. Quiere decirle cuánto la ama, pero no puede encontrar su voz y le resulta difícil pensar por culpa de la luz que le da en los ojos y de ese murmullo que resuena en su cabeza. La mano de ella. Él sigue sujetando su mano. Aprieta su mano una y otra vez, tratando de decirle lo que tiene que decirle por medio del tacto. Y ella aprieta a su vez.

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