Joe Hill - El traje del muerto

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«El traje del muerto es, sencillamente, la mejor opera prima de terror desde que Clive Barker escribió su Damnation Game hace veinte años. Es el tipo del libro para el que los exagerados adjetivos que se utilizan en las contraportadas de los libros -sobrecogedor, absorbente, impactante, imposible de soltar- encajan a la perfección, ya que es todas esas cosas además de enormemente inteligente. Una auténtica y terrorífica novela llena de personas con las que uno se identifica; la clase de libro que permanece en la memoria después de haber finalizado su lectura. Tiene toda mi admiración». Neil Gaiman, The New York Times.
«La primera y apasionante novela de Joe Hill está repleta de momentos tan espeluznantes que te hielan la sangre o tan escalofriantes como una llamada telefónica de un viejo amigo muerto».Entertainment Weekly.
«Inquietante… con tantos giros y sustos que los lectores al llegar al final se quedarán pálidos agarrando con fuerza los brazos de su sillón». Denver Post.

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– Si usted puede decirnos su apellido y un número de teléfono, o una dirección, haré que una de las enfermeras la llame.

– Debo ser yo.

– Usted ha pasado muy malos momentos. Creo que, en el estado emocional en que se encuentra, una llamada suya podría alarmarla.

Jude se quedó mirando al médico, sin entender.

– ¿Cree usted que la alarmará menos recibir de un extraño las tristes noticias sobre la persona que más quiere en el mundo?

– Exactamente. Ésa es la razón por la que preferimos hacer la llamada nosotros -dijo el médico-. Es la clase de noticia que no queremos que la familia reciba de cualquier manera. En la primera llamada telefónica a los parientes, nos preocupamos por centrarnos en lo positivo.

Jude sintió que todavía estaba enfermo. La conversación tenía un toque de irrealidad que él asociaba a la fiebre. Agitó la cabeza y empezó a reírse. Luego se dio cuenta de que estaba llorando otra vez. Se enjugó la cara con manos temblorosas.

– ¿En qué cosas positivas van a centrarse en este caso? -preguntó.

– Las noticias podrían ser peores -explicó el médico-. Por lo menos, ahora está estable. Y su corazón sólo se paró unos pocos minutos. Hay gente que ha estado muerta durante más tiempo. Debe de haber solamente un mínimo…

Pero Jude no escuchó el resto.

Capítulo 49

Insperadamente apareció en los pasillos un hombre de un metro ochenta y cinco de estatura, de más de cien kilos de peso, cincuenta y cuatro años de edad, una enorme barba negra de mechones enredados y un camisón de hospital aleteando abierto atrás, dejando a la vista un culo de escuálidas nalgas sin pelos. El médico trotaba a su lado y las enfermeras se movían a su alrededor, tratando de hacerlo regresar a la habitación, pero él seguía dando zancadas, con la bolsa de suero todavía en el brazo, balanceándose junto a él, colgada de un soporte metálico con ruedas. Jude estaba lúcido, totalmente despierto. Las manos no le molestaban, respiraba bien. Mientras avanzaba, empezó a gritar el nombre de ella. Su voz era asombrosamente buena, de cantante.

– Señor Coyne -decía el médico-. Señor Coyne, ella todavía no está del todo bien… Usted tampoco se encuentra en condiciones…

Bon pasó corriendo junto a Jude por el pasillo, y giró a la derecha en la esquina siguiente. El enfermo aceleró el paso. Llegó al extremo y miró al otro pasillo, justo a tiempo de ver a Bon atravesando una puerta doble, a unos seis metros. Se cerró detrás de la perra, moviéndose sobre sus bisagras neumáticas. El panel iluminado encima de la puerta decía: «Unidad de Cuidados Intensivos».

Un oficial de seguridad, bajo y regordete, se interponía en el camino de Jude pero el cantante le evitó, y el policía contratado tuvo que trotar y agitarse para alcanzarlo. No tuvo éxito. Jude empujó las puertas y entró en la Unidad de Cuidados Intensivos. Bon acababa de desaparecer en una habitación oscura, a la izquierda.

Entró directamente detrás de ella. No se veía a Bon por ninguna parte, pero Marybeth estaba en la única cama del lugar, con vendas en la garganta, un tubo de aire metido en las narices y diversas máquinas emitiendo alegremente agudos pitidos en la oscuridad, alrededor de ella. Sus ojos se abrieron como hinchadas ranuras cuando Jude entró llamándola por su nombre. Su aspecto era terrible. Tenía la tez brillante y pálida, estaba escuálida. Al verla así, su corazón se contrajo en una dulce convulsión. Se detuvo junto a ella, al borde del colchón, envolviéndola en sus brazos, acariciando su piel de seda, sintiendo sus huesos, que parecían varillas huecas. Puso la cara sobre el cuello herido de la joven, entre su pelo, aspirando profundamente. Necesitaba su olor, porque era la prueba de que estaba allí, que era real, que estaba con vida. Una de las manos de la chica se alzó débilmente a su lado, se deslizó por su espalda. Los labios de la mujer estaban fríos, y temblaron cuando él los besó.

– Pensé que estabas muerta -dijo Jude-. Viajábamos en el Mustang otra vez, con Anna, y creí que estabas muerta.

– Ah, mierda -susurró Marybeth, con una voz apenas más fuerte que el aliento-. Salí del coche. Harta de estar todo el tiempo metida en automóviles. Jude, ¿crees que cuando regresemos a casa podremos ir en avión?

Capítulo 50

No estaba dormido, pero creía estarlo cuando la puerta se abrió haciendo un ligero ruido metálico. Se dio la vuelta, preguntándose qué persona muerta, qué leyenda del rock o qué espíritu animal le visitaría en aquel momento. Pero sólo se trataba de Nan Shreve, que vestía una falda marrón formal, una chaqueta de traje y medias de nailon de color carne. Llevaba unos zapatos de tacones altos en una mano, y se deslizó rápidamente, caminando de puntillas. Cerró la puerta detrás de sí, procurando no hacer ruido.

– He entrado a escondidas -dijo, arrugando la nariz y haciéndole un guiño-. Se supone que no debería estar aquí todavía. Nan era una mujer pequeña, fibrosa, cuya cabeza apenas le llegaba al pecho a Jude. Era socialmente torpe, no sabía cómo sonreír. Su sonrisa parecía una imitación rígida, penosa, y no proyectaba ninguna de las cosas que se supone que debe transmitir: confianza, optimismo, calor, placer, afecto. Andaba por los cuarenta y tantos años, estaba casada, tenía dos hijos y llevaba siendo su abogada casi una década. Pero además eran amigos desde mucho antes, desde la época en que ella no tenía más de veinte años. Tampoco entonces sabía cómo sonreír, y en aquellos días ni siquiera lo intentaba. En aquella época estaba sumamente tensa, y podría decirse que era mala; además, entonces él no la llamaba Nan.

– Hola, Tennessee -la saludó Jude-. ¿Por qué se supone que no debes estar aquí?

Había comenzado a acercarse a la cama, pero vaciló al escucharlo. Él no había tenido la intención de llamarla Tennessee, lo había dicho sin pensar. Estaba cansado. Ella pestañeó, y por un momento su sonrisa pareció todavía más desdichada que de costumbre. Luego retomó el paso, llegó junto a la cama y se ubicó en una silla de plástico, a su lado.

– He estado intentando buscar a Quinn en el vestíbulo -explicó, mientras se ponía los zapatos-. Es el detective a cargo de la investigación de lo ocurrido. Pero se va a retrasar. He pasado junto a un terrible accidente en la autopista, y me ha parecido ver su coche parado en la cuneta, de modo que debe de haberse detenido para ayudar a la policía del estado.

– ¿De qué se me acusa?

– ¿Por qué habría que acusarte a ti? Tu padre, Jude, tu padre te atacó. Os atacó a los dos. Tienes suerte de no haber muerto. Quinn sólo quiere una declaración. Cuéntale lo que ocurrió en la casa de tu padre. Dile la verdad. -Lo miró a los ojos y luego comenzó a hablar con sumo cuidado, como una madre que repite instrucciones simples, pero importantes, a su hijo-: Tu padre estaba totalmente desconectado de la realidad. Suele ocurrir. Se llama demencia senil. Os atacó a ti y a Marybeth Kimball, y ella lo mató, para salvaros. Eso es todo lo que Quinn quiere escuchar. Simplemente, lo que ocurrió. -En los últimos momentos, su conversación había dejado por completo de ser amistosa y sociable. La sonrisa de yeso había desaparecido, y él estaba otra vez con Tennessee, la de ojos fríos, la dura, la Tennessee rígida y temible. La abogada, la profesional, recordaba a la joven de hacía veinte años. El herido asintió con la cabeza-. Quinn podría hacerte algunas preguntas sobre el accidente que te arrancó el dedo -dijo ella-. Y mató al perro. El perro muerto en tu coche.

– No comprendo -dijo Jude-. ¿No quiere hablar conmigo sobre lo que ocurrió en Florida?

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