El padre de Jude apretó el cuerpo sobre la almohada, estiró los talones hacia el extremo de la cama, y empujó, como si pudiera meterse más adentro del colchón, alejándose así de Craddock. Exhaló un último y desesperado suspiro… y absorbió al muerto, metiéndolo dentro de sí. Ocurrió en un instante. Fue como ver a un mago consiguiendo que un pañuelo atravesara su puño, para hacerlo desaparecer. Craddock se contrajo, como un pliego de papel de envolver chupado por el tubo de una aspiradora. Sus negros y brillantes zapatos fueron lo último en entrar por la garganta de Martin. Por un momento, el cuello del moribundo pareció distenderse, hincharse, como lo hace una serpiente después de comerse una rata; pero luego se tragó a Craddock de un solo golpe, y su garganta volvió a su forma normal, flaca y con la piel suelta.
El padre de Jude tuvo arcadas, tosió, estuvo a punto de vomitar. Sus caderas se alzaron sobre la cama, la espalda se arqueó. Jude no pudo evitarlo: pensó de inmediato en un orgasmo. Los ojos de Martin parecían querer salirse de sus órbitas. La punta de la lengua vibraba entre los dientes.
– ¡Escúpelo, papá! -gritó Jude.
Su padre no pareció escuchar. Volvió a desplomarse en la cama, luego se arqueó una vez más, casi como si alguien se hubiera sentado sobre él y Martin estuviera tratando de sacárselo de encima. Se oían ruidos húmedos, sordos y ahogados en su garganta. Una vena azul sobresalía en el centro de la frente. Sus labios estaban estirados hacia atrás, de forma muy poco natural, dejando a la vista los dientes, en una mueca más propia de un perro.
Luego se aflojó suavemente, descendiendo sobre el colchón. Sus manos, que habían estado aferradas desesperadamente a la sábana, se abrieron poco a poco. Los ojos eran ahora de un color rojo vivo, horroroso: los vasos sanguíneos habían estallado, tiñendo la parte blanca de los globos oculares. La mirada estaba clavada, fija e inexpresiva, en el techo. La sangre le manchaba los dientes.
Jude le contempló con ansia, buscando algún movimiento, esforzándose por escuchar algún ruido de respiración. Sólo oyó que la casa crujía con el viento y que la lluvia golpeaba contra las paredes.
Con gran esfuerzo, el cantante se incorporó, luego giró para poner los pies en el suelo. No tenía ninguna duda de que su padre estaba muerto; él, que había destrozado la mano de Jude con la puerta del sótano y había puesto una escopeta contra el pecho de su madre, que había gobernado aquella granja con sus puños, usando el cinturón como látigo, con explosiones de ira y de risa, el tipo a quien el mismo Jude muchas veces había soñado con matar, estaba muerto. Por fin estaba muerto, y sin embargo no le había resultado fácil ver morir a Martin. A Jude le dolía el estómago, como si acabara de vomitar otra vez, como si algo le hubiera sido arrancado de su interior, de lo más profundo de su cuerpo, algo de lo que no quería desprenderse. Era rabia, tal vez.
– ¿Papá? -dijo Jude, convencido de que nadie iba a responder.
Se puso de pie, tambaleándose, mareado. Dio un paso arrastrando los pies, como un hombre viejo. Puso la vendada mano izquierda sobre el borde de la mesilla de noche, para apoyarse. Sentía que sus piernas podrían doblarse en cualquier momento.
– ¿Papá?-repitió.
Su padre sacudió la cabeza, resucitado, y fijó sus ojos rojos, horribles, fascinados, en Jude.
De repente habló, en un susurro tenso. Sonrió, y la sonrisa fue un espectáculo pavoroso en su rostro demacrado y atormentado.
– Justin. Mi muchacho. Estoy bien. Estoy muy bien. Acércate. Ven y abrázame.
Jude no le hizo caso. Por el contrario, retrocedió con paso vacilante e inestable. No se esperaba aquel fenómeno. Se quedó sin aire. Luego recuperó el aliento y habló:
– Tú no eres mi padre.
Los labios de Martin se abrieron para mostrar las encías enfermas y los dientes amarillos y torcidos, o mejor dicho lo que quedaba de ellos. Una lágrima sanguinolenta cayó de su ojo izquierdo, bajando por una línea roja, irregular, que recorría el pómulo hundido. El ojo de Craddock derramaba lágrimas muy parecidas, y de la misma manera, en la visión que Jude había tenido de la última noche de Anna.
El viejo poseído se incorporó y extendió la mano por encima del tazón de espuma de afeitar. Martin cerró la mano sobre la vieja navaja de afeitar, la de toda la vida, con su mango de nogal. El hijo no se había dado cuenta de que estaba allí, no la había visto detrás del tazón blanco de porcelana. Jude se alejó más, retrocediendo otro paso. La parte trasera de sus piernas chocó con el borde del camastro y se sentó en el colchón.
Entonces su padre se levantó, y la sábana se deslizó, dejándolo descubierto. Se movió con mayor rapidez de la que Jude esperaba, casi como una lagartija que pasara de la quietud total a una actividad frenética. El viejo avanzó hacia delante, casi demasiado rápido para seguirle con la vista. Sólo llevaba unos sucios calzoncillos de color indefinido, tal vez gris. Sus músculos pectorales eran pequeños y temblorosos sacos de carne, cubierta con rizados pelos blancos como la nieve. Martin dio un paso, puso el talón sobre la caja en forma de corazón y la aplastó. Ahora hablaba con la voz de Craddock.
– Ven aquí, hijo. Papá te va a enseñar a afeitarte.
Dio un golpe de muñeca y la navaja de afeitar salió del asa. Durante la décima de segundo que duró el movimiento, la hoja fue un espejo en el que Jude pudo ver fugazmente su propia cara asombrada.
Martin arremetió contra Jude, tratando de alcanzarlo con la navaja, pero Jude sacó un pie y lo metió entre los tobillos del anciano. Al mismo tiempo, se echó a un lado con una energía que ignoraba que tuviese. Martin cayó hacia delante y Jude sintió que la navaja desgarraba su camisa y los bíceps que había debajo de ella con una especie de silbido, aparentemente sin ninguna resistencia. El cantante rodó por encima de la barra oxidada del cabecero de la cama y cayó al suelo.
La habitación habría estado en silencio de no ser por sus gemidos entrecortados, tratando de recuperar el aliento, y por el silbido del viento al pasar debajo de los aleros. Su padre se subió a un extremo de la cama y luego saltó a un lado con movimientos demasiado enérgicos para un hombre que había sufrido varias apoplejías y no abandonaba su cama desde hacía tres meses. Para entonces, Jude ya retrocedía, gateando, para ganar la puerta.
Reculó hasta mitad de camino por el pasillo, se detuvo ante la puerta de vaivén con tela metálica que daba al corral de cerdos. Los animales se amontonaban contra ella, abriéndose paso a empujones para lograr una mejor ubicación. Los chillidos nerviosos atrajeron su atención por un momento, y cuando volvió a mirar atrás, Martin estaba ya casi encima de él.
El viejo le cayó encima. Echó el brazo hacia atrás para pasar la navaja de afeitar por la cara de Jude. Este se olvidó de cualquier consideración y envió su vendada mano derecha hacia la barbilla de su padre, con tanta fuerza que hizo que la cabeza del anciano se inclinara violentamente hacia atrás. El hijo gritó. Una candente descarga de dolor atravesó su mano herida y subió por el antebrazo. Fue una sensación similar a la que produciría un impulso eléctrico que llegara directamente al hueso.
Aprovechó el retroceso de su padre y lo empujó hasta la puerta de tela metálica. Martin chocó contra ella, se escuchó un sonido de madera rota y casi a la vez el ruido de unos muelles oxidados que se rompían. La tela metálica de la parte de abajo se soltó por completo y Martin cayó por el hueco resultante. Los cerdos se dispersaron. No había escalones debajo de la puerta, y el monstruoso viejo cayó sesenta centímetros, hasta quedar fuera de la vista. Golpeó el suelo con un seco y sordo sonido.
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