Joe Hill - El traje del muerto

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«El traje del muerto es, sencillamente, la mejor opera prima de terror desde que Clive Barker escribió su Damnation Game hace veinte años. Es el tipo del libro para el que los exagerados adjetivos que se utilizan en las contraportadas de los libros -sobrecogedor, absorbente, impactante, imposible de soltar- encajan a la perfección, ya que es todas esas cosas además de enormemente inteligente. Una auténtica y terrorífica novela llena de personas con las que uno se identifica; la clase de libro que permanece en la memoria después de haber finalizado su lectura. Tiene toda mi admiración». Neil Gaiman, The New York Times.
«La primera y apasionante novela de Joe Hill está repleta de momentos tan espeluznantes que te hielan la sangre o tan escalofriantes como una llamada telefónica de un viejo amigo muerto».Entertainment Weekly.
«Inquietante… con tantos giros y sustos que los lectores al llegar al final se quedarán pálidos agarrando con fuerza los brazos de su sillón». Denver Post.

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– Está bien -dijo Jude a Marybeth-. No te preocupes, Arlene me sostiene.

– ¿Qué vamos a hacer con Craddock? -preguntó Marybeth.

Estaba de pie, apoyada en él. Jude se inclinó hacia delante, acercó la cara al pelo de la chica y la besó en la parte superior de la cabeza.

– No sé -respondió el hombre-. Demonios. Ojalá no estuvieras metida en este lío conmigo. ¿Por qué no te fuiste? ¿Por qué no te alejaste de mí cuando todavía podías hacerlo? ¿Por qué tenías que ser tan terca e insistente con todo?

– Llevo a tu lado nueve meses -dijo. Se puso de puntillas y colocó los brazos alrededor del cuello de Jude, buscándole la boca con la suya-. Supongo que algo se me ha pegado.

Y entonces, por un momento, se mecieron dulcemente, casi bailando, uno en brazos del otro.

Capítulo 42

Cuando Jude se apartó de Marybeth, Arlene le ayudó a darse la vuelta y le obligó a caminar. Creía que la anciana le llevaría de regreso al vestíbulo, para así poder subir al dormitorio principal, en el piso de arriba, donde suponía que estaba su padre. Sin embargo, para su sorpresa, siguieron hacia delante, a lo largo de toda la cocina, en dirección al pasillo trasero, el que conducía al viejo dormitorio de Jude.

Por supuesto, su padre estaba allí, en la planta baja. El cantante recordaba vagamente que Arlene le había dicho, en alguna de sus pocas conversaciones telefónicas, que iba a trasladar a Martin abajo, al antiguo dormitorio de Jude, porque le resultaba más fácil que subir y bajar las escaleras mil veces al día para atenderlo.

Se volvió para dedicar una última mirada a Marybeth. Ella le contemplaba desde la puerta del dormitorio de Arlene, con sus ojos febriles y exhaustos…, y así continuó hasta que Jude y Arlene se alejaron, dejándola sola. A él no le gustaba la idea de estar tan lejos de Marybeth en el oscuro y deteriorado laberinto que era la casa de su padre. No parecía muy descabellado pensar en la posibilidad de que nunca pudieran volver a encontrarse.

El pasillo que llevaba a su habitación era angosto y tortuoso y tenía las paredes visiblemente torcidas. Pasaron junto una puerta cubierta con tela metálica, clausurada con clavos en el marco. La rejilla estaba oxidada y deformada hacia fuera. Daba a un embarrado corral, una pocilga habitada en ese momento por tres cerdos de tamaño mediano. Los animales miraron a Jude y a Arlene mientras pasaban, con gesto benevolente y sabio en sus caras de nariz aplastada.

– ¿Todavía tenemos cerdos? -preguntó Jude-. ¿Quién se ocupa de ellos?

– ¿Quién se te ocurre que puede hacerlo?

– ¿Por qué no los has vendido?

La veterana enfermera se encogió de hombros.

– Tu padre ha cuidado cerdos toda su vida. Así puede escucharlos desde donde está acostado. Supongo que pensé que eso le ayudaría a mantenerse en contacto con la realidad. A seguir siendo mínimamente quien era. -Levantó la vista hacia el rostro de Jude-. ¿Crees que soy tonta?

– No -respondió Jude.

Arlene empujó hacia dentro la puerta del viejo dormitorio de Jude y penetraron en un ambiente de calor sofocante, con un olor tan fuerte a mentol que los ojos de Jude lagrimearon inmediatamente.

– Espera -dijo Arlene-. Primero voy a sacar mi costura.

Le dejó apoyado contra la puerta y fue rápidamente hacia la pequeña cama pegada a la pared, a la izquierda. Jude miró al otro lado de la habitación, a un catre idéntico. Su padre estaba en él.

Los ojos de Martin Cowzynski no eran más que unas hendiduras angostas que sólo dejaban ver una parte estrecha y vidriosa del globo ocular. Tenía la boca abierta, como congelada en un amago de bostezo. Sus manos eran garras demacradas, encogidas contra el pecho, con las uñas torcidas, amarillas, afiladas. Siempre había sido flaco y fibroso. Pero Jude calculó que había perdido tal vez un tercio de su masa corporal, y apenas quedaban unos cincuenta kilos de él. Las mejillas del enfermo eran cuevas hundidas. Daba la impresión de estar ya muerto, aunque el aliento todavía brotaba tenuemente de su boca. Había hilos de espuma blanca en la barbilla. Arlene lo había estado afeitando. El tazón de la espuma reposaba en la mesilla de noche, con una brocha de mango de madera apoyada en él.

Jude no había visitado a su padre desde hacía treinta y cuatro años, y verlo así -debilitado, feo, perdido en su propio sueño de muerte- le produjo una nueva sensación de vértigo, casi de mareo. No sabía bien por qué, pero le parecía horrible que Martin siguiera respirando. Habría sido más fácil mirarlo si estuviera muerto, y no en el estado en que se encontraba en ese momento. Jude lo había odiado durante tanto tiempo que no estaba preparado para experimentar ninguna otra emoción ante él. Y menos para la lástima. Para el horror. El horror tenía sus raíces en la compasión, después de todo, en la capacidad de comprender la naturaleza del peor sufrimiento. Jude no había imaginado que podría sentir compasión o comprensión por el hombre que estaba en la cama, en el otro extremo de la habitación.

– ¿Puede darse cuenta de que estoy aquí? -preguntó Jude.

Arlene miró de reojo al padre de Jude.

– Lo dudo. No ha respondido a ningún estímulo visual desde hace varios días. Por supuesto, hace meses que perdió la facultad de hablar, pero hasta no hace mucho, en ocasiones, hacía muecas, gestos, o daba alguna señal cuando quería algo. Le gustaba que le afeitara, de modo que lo hago todos los días. Le encantaba sentir el agua caliente en la cara. Tal vez en algún profundo nivel de la conciencia todavía le guste. No lo sé. -Hizo una pausa, mirando la figura demacrada y agónica en la otra cama-. Me da pena verlo morir de esta manera, pero es peor mantener vivo a alguien cuando se traspasa cierto límite. Eso es lo que creo. Cuando llega el momento, los muertos tienen derecho a lo suyo. A irse en paz, sin sufrimientos innecesarios.

Jude asintió con la cabeza.

– Los muertos reclaman lo suyo. Sí que lo hacen.

Observó lo que Arlene tenía en las manos, el costurero que acababa de sacar de debajo de la cama vacía. Era el viejo tesoro de su madre: una colección de dedales, agujas e hilos, amontonados en desorden en una de las grandes cajas de bombones, amarillas, con forma de corazón, que su padre solía comprar para ella. Arlene apretó la tapa para cerrarla y la puso sobre el suelo, entre las dos camas. Jude miró con cautela, pero la caja no hizo ningún movimiento amenazador.

Arlene volvió junto a él y le llevó agarrado por el codo hasta la cama vacía. Había un flexo con un brazo articulado, atornillado a la mesilla de noche. La mujer movió la lámpara, que emitió un desagradable chirrido cuando el resorte oxidado se estiró. La encendió. Cerró los ojos para acostumbrarse a la súbita luminosidad.

– Veamos esa mano.

Acercó un taburete pequeño a la cama y empezó a retirar la gasa empapada de sangre, usando un par de pinzas quirúrgicas. Cuando sacó la última capa adherida a la piel, una oleada de cosquilleo helado recorrió toda la mano del herido, y luego el dedo ausente empezó, increíblemente, a arderle. Era como si estuviera todavía allí, cubierto de hormigas rojas picándolo de una forma salvaje.

La anciana enfermera clavó una aguja en la herida, inyectándolo varias veces en distintos lugares, mientras él maldecía. Luego llegó una corriente de frío intenso, gratificador, que circulaba por sus venas y se extendía hasta la muñeca, convirtiéndolo casi en un hombre de hielo.

La habitación se oscureció, luego se iluminó. El sudor que cubría su cuerpo se enfrió rápidamente. Estaba echado sobre la espalda. No recordaba haberse acostado. Vagamente, sentía tirones en la mano derecha. Cuando se dio cuenta de que los tirones eran porque Arlene estaba haciendo algo sobre el muñón de su dedo -poniéndole grapas, o ganchos, o suturándolo-, habló:

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