Joe Hill - El traje del muerto

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«El traje del muerto es, sencillamente, la mejor opera prima de terror desde que Clive Barker escribió su Damnation Game hace veinte años. Es el tipo del libro para el que los exagerados adjetivos que se utilizan en las contraportadas de los libros -sobrecogedor, absorbente, impactante, imposible de soltar- encajan a la perfección, ya que es todas esas cosas además de enormemente inteligente. Una auténtica y terrorífica novela llena de personas con las que uno se identifica; la clase de libro que permanece en la memoria después de haber finalizado su lectura. Tiene toda mi admiración». Neil Gaiman, The New York Times.
«La primera y apasionante novela de Joe Hill está repleta de momentos tan espeluznantes que te hielan la sangre o tan escalofriantes como una llamada telefónica de un viejo amigo muerto».Entertainment Weekly.
«Inquietante… con tantos giros y sustos que los lectores al llegar al final se quedarán pálidos agarrando con fuerza los brazos de su sillón». Denver Post.

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Cuatro flacos dedos surgieron del interior de la caja. Se produjo otro ruido sordo, la tapa quedó suelta y luego empezó a elevarse. Del interior del recipiente amarillo salió Craddock. Emergió como si brotase de un agujero en forma de corazón abierto en el suelo.

La tapa quedó sobre su cabeza, a modo de sombrero ridículo. Se la quitó, la dejó a un lado, luego se impulsó para salir de la caja hasta la cintura con un solo movimiento, sorprendentemente atlético para un hombre que no sólo era un anciano, sino que además estaba muerto. Puso una rodilla en el suelo, sacó el resto del cuerpo y se puso de pie. Las rayas de las perneras de sus pantalones negros eran perfectas.

Fuera, en la pocilga, los cerdos empezaron a chillar. Craddock extendió su largo brazo en el interior de la caja sin fondo, buscó hasta encontrar el sombrero de fieltro, y se lo puso. Los garabatos bailaron delante de sus ojos. Entonces el muerto se volvió y sonrió.

– ¿Por qué has tardado tanto? -preguntó Jude.

Capítulo 44

Aquí estamos. Tú y yo. Ambos apartados de nuestro camino.

El fantasma hablaba, pero sus labios se movían sin emitir sonido alguno. Su voz sólo existía en la cabeza de Jude. Los botones de plata de la chaqueta de su traje negro brillaban en la oscuridad.

– Sí -dijo Jude-. La diversión no puede ser eterna, tiene que terminar en algún momento.

– ¡Todavía lleno de bríos! Vaya, vaya.

Craddock puso una flaca mano sobre el tobillo de Martin y la pasó, sobre la sábana, a lo largo de la pierna. El moribundo tenía los ojos cerrados, pero su boca seguía abierta, con la mandíbula floja y el aliento todavía saliendo y entrando con silbidos agudos, más mecánicos que humanos.

– Mil quinientos kilómetros después, y sigues cantando la misma canción.

La mano de Craddock se deslizó sobre el pecho de Martin. Era algo que parecía estar haciendo casi sin pensar en ello. No miró ni una sola vez al anciano, que luchaba por conquistar sus últimos suspiros allí en la cama, junto a él.

– Nunca me gustó tu música. Anna solía escucharla con un volumen tan alto que haría que a una persona normal le sangraran los oídos. ¿Sabes que hay un camino que une este lugar y el infierno? Yo mismo lo he recorrido. Muchas veces ya. Y te diré una cosa, en ese camino hay sólo una estación, y lo único que tocan allí es tu música. Supongo que ésa es la manera que tiene el diablo de castigar a los pecadores.

El muerto reía con siniestras carcajadas.

– Deja tranquila a mi amiga -dijo Jude.

– Oh, no. Ella estará sentada entre nosotros mientras marchamos por el camino de la noche. Ya ha llegado demasiado lejos contigo. No podemos dejarla atrás ahora.

– Te digo que Marybeth no tiene nada que ver con esto.

– Pero no tienes nada que decirme, hijo. Soy yo quien te dice las cosas a ti. Vas a asfixiarla hasta que muera, y yo estaré observando. Dilo. Dime cómo va a ocurrir eso.

Jude pensó: «No lo haré», pero mientras lo estaba pensando, dijo:

– Voy a asfixiarla. Tú vas a mirar.

– Ahora tocas la música que me gusta.

Jude pensó en la canción que había compuesto el otro día, en el motel de Virginia. Recordó cómo sus dedos habían sabido dónde estaban los acordes adecuados, y la sensación de tranquilidad y fuerza que lo había invadido mientras tocaba. Se sintió en un entorno de orden y control, tuvo la impresión de que el resto del mundo estaba muy lejos, mantenido a distancia por su propia pared invisible de sonidos. Pensó en lo que Bammy le había dicho: «Los muertos ganan cuando uno deja de cantar». Y, en su visión, Jessica Price había dicho que Anna cantaba cuando estaba en trance para impedir que la obligara a hacer cosas que no quería hacer, para cortar el paso a las voces que no deseaba escuchar. De repente, el muerto le dio una orden:

– Levántate. Basta ya de holgazanear. Tienes cosas que hacer en la otra habitación. Tu amiga te está esperando.

Pero Jude ya no le escuchaba. Estaba concentrado en la música que había en su cabeza, oyéndola tal como iba a sonar cuando la hubiera grabado con una banda. Percibía en su interior el suave golpear de los platillos y los tambores, el profundo y lento pulso del bajo. El anciano fantasma le estaba hablando, pero Jude descubrió que cuando fijaba la mente en su nueva canción podía ignorarlo casi completamente.

Pensó en la radio del Mustang, la vieja, la que había arrancado del salpicadero para poner en su lugar un receptor por satélite XM y un reproductor de discos DVD. La radio original había sido un receptor de onda media con tapa frontal de vidrio, que brillaba con un extraño color verde que iluminaba el asiento del conductor del coche como si fuera un acuario. En su mente, Jude podía escuchar su propia canción como si saliera de ella, podía escuchar su propia voz gritando la letra sobre el vibrante fondo, con eco, de la guitarra. Eso se oía en una emisora. La voz del viejo estaba en otra, tapada por la anterior. La segunda era una lejana radio sureña, de medianoche, de esas que hablan de Jesús, de esas que siempre tienen a alguien parloteando, cuya recepción no era demasiado buena, de modo que únicamente se oían una o dos palabras de vez en cuando, mientras el resto del tiempo sólo llegaban oleadas de interferencias.

Craddock le había dicho que se levantara. Pasó un momento hasta que Jude se dio cuenta de que no le había obedecido.

– Levántate, te digo.

Jude empezó a moverse…, pero enseguida se detuvo. En su mente estaba en el asiento del conductor, reclinado, con los pies saliendo por la ventanilla, y en la radio se escuchaba su tema, mientras los grillos cantaban en la tibia oscuridad del verano. Estaba tarareando para sí mismo y un momento después se dio cuenta de ello. Era un murmullo suave, fuera de tono, pero de todas maneras identificable como la nueva canción.

– ¿No oyes lo que te estoy diciendo, hijo?

Jude no escuchaba las preguntas del muerto. Podía darse cuenta de lo que Craddock estaba diciendo porque le veía los labios mientras su boca formaba claramente las palabras. Pero, en realidad, no podía escuchar a su enemigo muerto en absoluto.

– No -replicó Jude-. No oigo nada.

El labio superior de Craddock se encogió en un gesto despectivo. Todavía tenía una mano posada sobre el padre de Jude…, se había deslizado por el pecho de Martin, y en ese momento descansaba sobre el cuello. El viento rugía, embistiendo contra la casa, y las gotas de lluvia golpeaban, ahora furiosamente, los vidrios de las ventanas. En un momento dado, el viento amainó, y en el silencio que siguió Martin Cowzynski soltó un gemido.

Jude se había olvidado de su padre por un momento -sus pensamientos se concentraban en los adornos de la canción imaginada-, pero el gemido atrajo su atención. Los ojos de Martin estaban abiertos, desorbitados y horrorizados. Miraba a Craddock. Éste tenía la cabeza vuelta hacia él. Su gesto de desprecio se desvanecía, para dar lugar a una expresión que indicaba una reflexión profunda y serena.

Finalmente, el padre de Jude habló. Su voz era poco más que un resuello monótono:

– Es un mensajero. Un mensajero de la muerte.

El muerto pareció volver a mirar a Jude, con los garabatos negros bailando ante sus ojos. Los labios de Craddock se movieron, y por un instante su voz vaciló y sonó con claridad, sorda pero audible, por debajo del murmullo de la canción privada e interior de Jude.

– Tal vez tú puedas alejarme con la música. Pero él no es capaz.

Craddock se inclinó sobre el padre de Jude y le puso las manos sobre la cara, una en cada mejilla. La respiración del enfermo comenzó a sobresaltarse, y luego a reducirse. Cada inhalación era más breve, rápida y aterrorizada que la anterior. Sus párpados pestañearon. El muerto se inclinó hacia delante y puso su boca sobre la de Martin.

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