Y el hijo siempre escogía el mismo bombón, el del centro, una cereza recubierta de chocolate. Le gustaba la explosión que se producía en la boca cuando lo mordía. Se deleitaba con el zumo de sabor ligeramente excesivo, dulce y jugoso, la textura blanda de la cereza misma. Se imaginaba que estaba sirviéndose un ojo humano cubierto de chocolate. Ya en aquellos tiempos, Jude se complacía soñando con lo peor; se deleitaba imaginando las posibilidades más horripilantes.
Encontró la caja entre un montón de cables, pedales y adaptadores, en un estuche de guitarra apoyado contra la parte posterior del armario de su oficina. No era una funda de guitarra cualquiera, sino aquella con la que había dejado Luisiana treinta años antes. La vieja y usada Yamaha de cuarenta dólares que la había habitado había desaparecido hacía ya mucho tiempo. La guitarra quedó atrás, en el escenario de San Francisco donde actuó como telonero de Led Zeppelin una noche de 1975. Había dejado muchas cosas atrás en aquellos días: su familia, Luisiana, los cerdos, la pobreza, el nombre con el que había nacido. Nunca le había dedicado demasiado tiempo a mirar hacia atrás.
Apenas sacó la caja de bombones del estuche de la guitarra, sus manos flojearon y la dejó caer. Jude supo lo que había en ella sin necesidad de abrirla. Lo tuvo claro en el instante en que la vio. Si quedaba alguna mínima duda, desapareció cuando la caja chocó contra el suelo y se oyó dentro el tintineo de los casquillos. Su simple visión hizo que retrocediera presa de un terror casi atávico, como si al meter las manos entre los cables una enorme y peluda araña le hubiera saltado sobre el dorso de la mano. No veía aquella caja de proyectiles desde hacía más de tres décadas. Recordaba con claridad que la había dejado metida entre el colchón y el somier de su cama de la infancia, allá en Moore's Córner. No la había llevado consigo cuando dejó Luisiana, y no había manera de explicar por qué estaba metida allí, en el estuche de su vieja guitarra. Pero allí estaba.
Miró la caja amarilla con forma de corazón durante un momento, y luego se inclinó para recogerla. La destapó y la volvió. Las balas se desparramaron por el suelo.
Él mismo las había coleccionado de pequeño. En aquellos días era tan aficionado a ellas como otros niños a los cromos de béisbol. Fue su primera colección. La empezó a los ocho años, cuando todavía era Justin Cowzynski, años y años antes de imaginar siquiera que llegaría a ser otra persona. Un día caminaba por el prado del este y notó que algo hacía ruido bajo sus pies. Se inclinó y recogió del barro un cartucho vacío de escopeta. Probablemente uno de los de su padre. Era otoño, la época en que el viejo cazaba pavos. Justin olió el cartucho roto y aplastado. El tufo a pólvora le produjo picor en la nariz, una sensación que seguramente fue desagradable, pero que a la vez le resultó extrañamente atractiva. Se lo llevó a casa, en el bolsillo de su pantalón de tela rústica, y fue a parar a una de las cajas de bombones vacías de su madre.
Pronto se sumaron dos balas, éstas cargadas, de una pistola calibre 38, birladas del garaje de un amigo. Después, algunos curiosos casquillos de plata que había encontrado en el tiro al blanco, y una bala de fusil de asalto británico, larga como su dedo índice. Esta última la consiguió mediante un trueque, y el precio fue alto: un ejemplar de la revista Escalofriante , pero estaba seguro de que había valido la pena. Por la noche, en su cama, pasaba horas observando las balas, estudiando la manera en que la luz de las estrellas brillaba sobre la superficie pulida del metal, oliendo el plomo de la misma forma que un hombre olería la cinta del pelo impregnada con el perfume de su amada, con aire de éxtasis, con la cabeza llena de dulces fantasías.
En su época del instituto ensartó la bala británica en un cordón de cuero y la llevó colgada del cuello, hasta que el director se la confiscó. A Jude le sorprendía no haber acabado matando a alguien en aquellos tiempos. Reunía todas las condiciones para convertirse en un francotirador escolar: hormonas, miseria, munición. La gente se preguntaba cómo era posible que pudiera ocurrir algo como lo de Columbine. Jude se preguntaba por qué no sucedía más a menudo.
Estaban todas allí: el cartucho de escopeta aplastado, las balas de plata vacías, incluso la bala de cinco centímetros del AR-15, que no debería estar allí porque el director nunca se la devolvió. Era una advertencia. Jude había visto a un hombre muerto durante la noche, el padrastro de Anna, y ésta era su manera de decirle que su misión no había terminado.
Era descabellado pensar tal cosa. Tenía que haber una docena de explicaciones más razonables para la aparición de la caja de las balas. Pero a Jude no le importaba lo que fuera razonable. No era un hombre razonable. A él sólo le importaba lo que era cierto. Había visto a un hombre muerto aquella noche. Tal vez durante algunos minutos, en la soleada oficina de Danny, había podido bloquear sus pensamientos sobre la escalofriante visión, fingir que aquello no había ocurrido. Pero sí había ocurrido.
Ya estaba más tranquilo y empezaba a considerar el asunto de las balas con serenidad. Se le ocurrió que tal vez se trataba de algo más que una advertencia. Quizá también fuese un mensaje. El hombre muerto, el fantasma, le estaba diciendo que se hiciera daño a sí mismo.
Jude pensó en el revólver Super Blackhawk que tenía en la caja fuerte, bajo su escritorio. Pero ¿qué podía hacer con él? Comprendió que el fantasma existía en primer lugar, y sobre todo, en su propia cabeza. Quizá los fantasmas aparecían siempre en las mentes, no en los lugares. Si quisiera disparar al espectro, tendría que apuntar el arma contra su propia sien.
Metió otra vez las balas en la caja de bombones de su madre y la volvió a tapar. Los proyectiles no le harían ningún bien. Pero había otra clase de municiones.
Tenía una colección de libros en el estante situado en un extremo del despacho. Versaban sobre ocultismo y fenómenos de tipo sobrenatural. Más o menos en la época en que Jude comenzó su carrera discográfica, Black Sabbath, la demoniaca banda británica de heavy metal, estaba en su apogeo, y el representante de Jude le sugirió que no le haría ningún daño insinuar que él y Lucifer tenían buenas relaciones. Jude ya había comenzado a hacer estudios de psicología de grupos e hipnosis de masas, convencido de que si los admiradores eran buenos, mejores eran lo fanáticos de algún culto. Añadió a su lista de lecturas libros de Aleister Crowley y Charles Dexter Ward, y los devoró con una cuidadosa y seria concentración, subrayando ideas y datos que le parecieron importantes.
Más adelante, después de haberse convertido en una celebridad, creyentes satánicos, neopaganos y espiritualistas, que al escuchar su música pensaron equivocadamente que compartía sus creencias cuando en realidad le importaban un bledo, ya que para él aquellas pamplinas eran como los pantalones de cuero, sencillamente parte de su circo particular, le enviaron todavía más material de lectura. Sin duda, eran documentos fascinantes: un oscuro manual para realizar exorcismos publicado por la Iglesia católica en la década de 1930; una traducción de un libro de unos quinientos años de antigüedad con salmos perversos escritos por un templario loco, y un libro de cocina para caníbales.
Jude puso la caja de balas en el estante entre sus libros, cuando ya toda intención de encontrar una cejilla y tocar algo de Skynyrd había desaparecido. Recorrió con los dedos los lomos de los libros de tapas duras. Hacía suficiente frío en el estudio como para provocar que las manos estuvieran rígidas y torpes, lo que dificultaba la tarea de hojear los volúmenes. Además, no sabía qué estaba buscando.
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