Joe Hill - El traje del muerto

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«El traje del muerto es, sencillamente, la mejor opera prima de terror desde que Clive Barker escribió su Damnation Game hace veinte años. Es el tipo del libro para el que los exagerados adjetivos que se utilizan en las contraportadas de los libros -sobrecogedor, absorbente, impactante, imposible de soltar- encajan a la perfección, ya que es todas esas cosas además de enormemente inteligente. Una auténtica y terrorífica novela llena de personas con las que uno se identifica; la clase de libro que permanece en la memoria después de haber finalizado su lectura. Tiene toda mi admiración». Neil Gaiman, The New York Times.
«La primera y apasionante novela de Joe Hill está repleta de momentos tan espeluznantes que te hielan la sangre o tan escalofriantes como una llamada telefónica de un viejo amigo muerto».Entertainment Weekly.
«Inquietante… con tantos giros y sustos que los lectores al llegar al final se quedarán pálidos agarrando con fuerza los brazos de su sillón». Denver Post.

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– ¿Florida? -preguntó Danny. Se echó hacia atrás en el sillón, que crujió. Pareció quedarse sin aliento. Se apretó el abdomen con las manos. Se inclinó un poco hacia delante, como si sufriera un espasmo en el estómago-. Oh, mierda. Oh…, mierda, mierda -exclamó con tono dulce y dolorido. Ninguna palabra ha sonado nunca menos obscena.

Se produjo un silencio. Jude se dio cuenta, en ese mismo momento, de que la radio estaba encendida. Muy baja, apenas un murmullo. Trent Reznor anunciaba que estaba listo para dejar su imperio de mugre. Era curioso escuchar en la radio, en ese momento, Uñas de veinte centímetros . Conoció a Florida en una función de Trent Reznor, entre bastidores. La muerte de la joven volvió a golpearlo de nuevo, como si se acabara de dar cuenta del terrible desenlace por primera vez. «¿Vas a pescar mucho al lago Pontchartrain?». Y entonces la conmoción comenzó a mezclarse con un resentimiento estomagante. Fue algo tan sin sentido, tan estúpido y tan centrado en ella misma que le fue imposible no odiarla un poco, no querer llamarla por teléfono para insultarla. Pero no podía coger el teléfono, porque estaba muerta.

– ¿Dejó alguna nota? -preguntó Danny.

– No lo sé. Su hermana no me ha dado demasiada información. No ha sido la llamada telefónica más provechosa del mundo, como habrás notado.

Pero Danny no estaba escuchando.

– Nos íbamos a beber margaritas de vez en cuando. Era una criatura tremendamente encantadora. Una vez me preguntó si tenía un lugar favorito para contemplar la lluvia cuando era niño. ¿Qué maldita clase de pregunta es ésa? Me hizo cerrar los ojos y recordar lo que se veía a través de la ventana de mi dormitorio cuando estaba lloviendo. Durante diez minutos. Uno nunca sabía lo que iba a preguntar después. Éramos grandes compañeros. No lo comprendo. Desde luego, yo sabía que estaba deprimida. Ella me lo contó. Pero la verdad es que no quería estarlo. ¿No nos habría llamado a alguno de nosotros pidiendo auxilio antes de pensar en hacer algo como eso?… ¿No nos habría dado la oportunidad de persuadirla de que no lo hiciera?

– Supongo que no.

Danny parecía haberse achicado en los últimos minutos. Dio la impresión de replegarse sobre sí mismo.

– Y la hermana… -continuó-, la hermana piensa que usted es el culpable, ¿no? Bueno…, eso es algo descabellado. -Pero su voz era débil, y a Jude le pareció que no se mostraba demasiado seguro de lo que decía.

– Supongo que sí.

– Ella tenía problemas emocionales desde mucho antes de conocerle a usted -dijo Danny, con un poco más de confianza.

– Creo que era algo de familia -explicó Jude.

El secretario se inclinó hacia delante otra vez.

– Sí. Claro. Quiero decir… ¡Qué demonios! La hermana de Anna es la persona que le ha vendido el fantasma. Y el traje del hombre muerto. ¿Qué es lo que está ocurriendo? ¿Qué sucedió para que usted quisiera llamarla a ella de repente?

No quería detallarle a Danny lo que había visto la noche anterior. En ese momento, ante la despiadada realidad de la muerte de Florida, no estaba del todo seguro de lo que había o no había presenciado. El anciano sentado en el pasillo a las tres de la madrugada frente a la puerta de su dormitorio ya no parecía tan real.

– El traje que me ha mandado es una especie de amenaza de muerte. Un gesto simbólico. Nos tendió una trampa para que lo compráramos. Por alguna razón no podía enviármelo sin más. Había que pagarlo primero. Supongo que se puede decir que la cordura no es su principal virtud. En fin. Me di cuenta de que había algo raro en cuanto llegó el traje. Estaba en una maldita caja negra en forma de corazón, y además, y esto tal vez suene un tanto paranoico, llevaba un alfiler escondido dentro, colocado adrede para que alguien se pinchara.

– ¿Había un alfiler escondido? ¿Le ha herido?

– No. Pero Georgia se ha pinchado.

– ¿Está bien? ¿Cree que había algo en el alfiler?

– ¿Te refieres a arsénico o algo por el estilo? No. No me da la impresión de que la loca Jessica Price de Florida sea en realidad tan estúpida. Profunda y totalmente loca, sí; pero no estúpida. Pretende asustarme, pero no quiere ir a la cárcel. Me ha dicho que el fantasma de su padrastro había venido con el traje y que me hará pagar por lo que le hice a Anna. El alfiler era probablemente…, no sé, una especie de rito vudú. Crecí cerca de Panhandle. Ese lugar está lleno de locas desdentadas que se alimentan de comadrejas y viven en carromatos, y tienen la cabeza repleta de ideas raras. Uno puede ir con una corona de espinas a su trabajo en la fábrica de rosquillas Krispy Kreme, y nadie se extraña, nadie se inmuta.

– ¿Quiere que llame a la policía? -sugirió Danny. Volvía a ser él mismo. Su voz ya no estaba tan falta de aliento, había recuperado algo de su seguridad habitual.

– No.

– Le está amenazando de muerte.

– ¿Quién lo dice?

– Usted. Y yo también. Estaba sentado aquí mismo y lo he escuchado todo.

– ¿Qué has escuchado?

Danny le miró con intensidad por un momento, luego bajó los párpados y sonrió de manera dócil.

– Lo que usted diga que he escuchado.

Jude le devolvió una franca sonrisa, muy a su pesar. Danny era un desvergonzado. En ese momento no tuvo más remedio que preguntarse por qué a veces su secretario no le gustaba.

– No -prosiguió Jude-. No es así como me voy a ocupar de este asunto. Pero puedes hacer algo por mí. Anna me envió un par de cartas después de volverse a su casa. No sé qué hice con ellas. ¿Quieres buscarlas?

– Claro. Veré si puedo encontrarlas. -Danny volvió a mirarlo con cierta inquietud, y aunque tenía otra vez el habitual buen ánimo, no le había vuelto el color.

– Jude…, cuando asegura que no es así como se va a ocupar de esto…, ¿qué quiere decir? -Se pellizcó el labio inferior, con la frente arrugada por la concentración que exigían sus pensamientos-. Eso que usted ha dicho cuando ha colgado. Lo de enviar a cierta gente a que la visitara. La amenaza de ir usted mismo. Parecía muy enfadado. Nunca lo había visto tan enfadado. ¿Tengo que preocuparme?

– ¿Tú? No -respondió Jude-. ¿Ella? Tal vez.

Capítulo 9

Su pensamiento saltaba de una imagen terrible a otra igualmente tremenda: Anna desnuda y con los ojos inexpresivos, flotando, muerta, en el agua enrojecida de la bañera; Jessica Price en el teléfono: «Usted va a morir y será la fría mano del fantasma la que estará sobre su boca»; el anciano sentado en el salón, con su traje negro estilo Johnny Cash, levantando lentamente la cabeza para mirar a Jude mientras éste pasaba a su lado.

Necesitaba calmar el torbellino desatado en su cabeza, algo que por lo general conseguía haciendo un poco de ruido con las manos. Llevó la guitarra a su estudio, tocó para probarla, y no le gustó el punto de afinación del instrumento. Jude fue a un armario a buscar una cejilla y en su lugar encontró un montón de balas.

Estaban en una caja con forma de corazón, uno de los estuches amarillos que el padre solía regalar a su madre el día de los enamorados, el día de la madre, en Navidad y por su cumpleaños. Martin nunca le regaló otra cosa, ni rosas, ni anillos, ni botellas de champán. Siempre le daba la misma caja grande de bombones, comprada en el mismo establecimiento.

La reacción de la madre era tan invariable como el regalo de su marido. Siempre le dedicaba una sonrisa incómoda, delgada, con los labios apretados. Era tímida. Le daba vergüenza enseñar los dientes. Los de arriba eran postizos. Los verdaderos habían desaparecido casi de golpe. Siempre le ofrecía bombones de la caja a su marido, y éste, sonriendo orgullosamente, como si su obsequio fuera un collar de diamantes y no una caja de bombones de tres dólares, agitaba la cabeza para rechazarlos. Luego se los ofrecía a Jude.

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