Dedicó mucho tiempo al intento de interpretar un denso discurso sobre animales poseídos, criaturas de intensos sentimientos muy ligadas por amor y por sangre a sus amos, y que podían comunicarse directamente con los muertos. Pero estaba escrito en un inextricable inglés del siglo XVIII, sin ningún signo de puntuación. Jude trataba de leer un párrafo esforzándose durante diez minutos, para finalmente no entender ni siquiera lo esencial. Se dio por vencido.
En otro libro se detuvo en un capítulo referido a la posesión, tanto por parte de un demonio como de un espíritu maligno. Una grotesca ilustración mostraba a un anciano tendido en la cama, entre unas sábanas desordenadas, con los ojos desorbitados por el horror y la boca muy abierta, mientras un lascivo homúnculo desnudo trepaba por sus labios, saliendo o, tal vez peor, entrando.
Jude leyó que cualquiera que abriese la puerta dorada de la muerte para echar una mirada al otro lado corría el riesgo de dejar entrar algo infernal, y que los enfermos, los viejos y los adoradores de la muerte estaban particularmente en peligro. El tono era enérgico y experto, por lo que Jude se sintió alentado a continuar, hasta que leyó que el mejor método de protección contra aquellos horrores era bañarse en orina. Jude tenía una mente abierta en lo que se refería a la depravación, pero trazaba una línea roja en lo referente a las actividades acuáticas de aquella clase, y cuando el libro se le escapó de sus manos frías no se molestó en recogerlo. En lugar de ello, lo alejó con una patada.
Leyó un texto sobre la embrujada mansión Borley, otro sobre la forma de ponerse en contacto con los espíritus afines por medio del tablero de ouija y uno más acerca de los usos esotéricos de la sangre menstrual. Leía hasta que sus ojos se le nublaban, y entonces arrojaba los libros lejos de sí, por todo el despacho. Aquellas palabras eran porquerías. Demonios, poseídos, círculos mágicos, beneficios sobrenaturales de la orina. Uno de los libros arrastró con estrépito, al ser lanzado, una lámpara del escritorio. Otro golpeó un disco de platino enmarcado, que se resquebrajó. El marco cayó de la pared, chocó con el suelo y quedó boca abajo. La mano de Jude encontró la caja de bombones llena de balas y casquillos. La lanzó contra la pared, y la munición se desparramó por el suelo ruidosamente.
Cogió otro libro, y respiró con fuerza, con la sangre hirviendo. Ahora sólo quería romper algo de inmediato, sin importarle lo que fuera. Pero se contuvo, porque el tacto de lo que tenía en la mano le resultó extraño. Miró y lo que vio fue una cinta de vídeo, negra y sin etiqueta. No se dio cuenta de inmediato de qué se trataba y tuvo que pensar un rato antes de que le viniera a la mente. Era la película pornográfica en la que alguien muere durante el acto sexual. Había estado allí guardada en el estante, con los libros, separada de los otros vídeos, durante… ¿cuánto tiempo? ¿Cuatro años? Llevaba en aquel lugar tanto tiempo que había dejado de verla entre los libros de tapas duras. Había llegado a convertirse en una parte más del montón de objetos colocados sobre los estantes.
Jude había entrado en el estudio una mañana y había encontrado a su esposa, Shannon, mirándola. Él estaba haciendo las maletas para un viaje a Nueva York y había ido a buscar una guitarra que quería llevar consigo. Se detuvo en la entrada al verla. Shannon estaba de pie frente al televisor, observando a un hombre que asfixiaba con una bolsa de plástico transparente a una adolescente desnuda, mientras otros hombres miraban.
La mujer tenía el ceño fruncido y la frente arrugada por la concentración mientras contemplaba cómo moría la niña en la película. A él no le afectaban los enojos de su esposa, porque la cólera no le impresionaba; pero había aprendido a preocuparse cuando ella estaba así, en calma, en silencio, recogida en sí misma.
– ¿Esto es real? -preguntó finalmente.
– Sí.
– ¿La está matando de verdad?
El miró el televisor. La muchacha desnuda había caído, floja, como sin huesos, sobre el suelo.
– Está realmente muerta. Mataron a su novio también, ¿no?
– Él lo pidió.
– Me la dio un policía. Me dijo que los dos jóvenes eran drogadictos de Texas que habían asaltado una tienda de licores y habían matado a alguien. Luego huyeron a Tijuana. Los policías dejan muchas porquerías en cualquier parte.
– El chico imploró por ella.
– Es horripilante -dijo Jude-. No sé por qué la tengo todavía.
– Yo tampoco lo sé -comentó ella. Se puso de pie y sacó la película. Permaneció observándola como si nunca antes hubiera visto una cinta de vídeo y estuviera tratando de imaginar para qué podría servir aquello.
– ¿Estás bien? -preguntó Jude.
– No sé -respondió la mujer. Le dirigió una mirada vidriosa y confundida-. Y tú, ¿estás bien?
Jude no respondió. Entonces ella cruzó la habitación y pasó junto a él. Al llegar a la puerta, Shannon se detuvo y se dio cuenta de que todavía tenía en sus manos la película. La puso suavemente sobre el estante antes de marcharse. Más tarde, la criada colocó el vídeo con los libros. Fue un error que Jude nunca se molestó en corregir. No tardó mucho en olvidar que estaba allí.
Tenía otras cosas en qué pensar. Después, cuando regresó de Nueva York, encontró la casa y la parte del armario ropero dé Shannon vacías. No se había molestado siquiera en escribir una nota. Nada de explicar que su amor había sido un error o que ella amaba una versión de él que en realidad no existía, que se habían ido apartando el uno del otro cada vez más, o algo por el estilo. Ella tenía cuarenta y seis años y había estado casada antes. No hizo escenas propias de amoríos de una escuela secundaria. Cuando tuvo algo que decirle, le llamó. Cuando necesitaba algo material de él, telefoneaba su abogado.
Al mirar la cinta en ese momento no supo realmente por qué se había apegado a ella, o por qué la cinta se había apegado a él. Le pareció que debía haberla buscado y haberse deshecho de ella cuando volvió a casa y descubrió que su mujer se había ido. Ni siquiera sabía las razones por las que la había aceptado cuando se la ofrecieron. Jude coqueteó luego con la incómoda idea de que con el tiempo se había mostrado demasiado dispuesto a aceptar lo que le dieran, sin pensar en las posibles consecuencias. Eso mismo le había llevado a meterse en el problema en que se hallaba. Anna se le ofreció, y él la había recibido, y pasado el tiempo estaba muerta. Jessica McDermott Price le había ofrecido el traje del muerto, y ya era suyo. Ya era suyo.
Nunca había tenido interés alguno por poseer el traje de un muerto, ni una cinta de vídeo de mortal pornografía mexicana, ni ninguno de los otros objetos de su colección. Le pareció que todas aquellas cosas habían sido atraídas hacia él como objetos de hierro hacia un imán, y él no podía evitar atraerlos y conservarlos, como tampoco el imán podía evitar sus efectos. Pero eso sugería indefensión, y nunca había sido un hombre indefenso. Si algo debía ser estrellado contra la pared, era aquella cinta.
Pero se había quedado allí pensando demasiado tiempo. El frío reinante en el estudio se apoderó de él, de modo que se sintió cansado, sufrió el peso de la edad. Se sorprendió de que no fuera visible su propio aliento, tal era el frío que sentía. No podía imaginar nada más tonto, o más débil, que un hombre de cincuenta y cuatro años tirando sus libros en un ataque de rabia, y si había algo que despreciaba era la debilidad. Estuvo tentado de tirar al suelo la cinta y aplastarla con los pies, pero en lugar de ello se volvió y la puso en el estante. Sintió que lo más importante era recuperar la compostura, actuar, al menos por un momento, como un adulto.
Читать дальше