Joe Hill - El traje del muerto

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«El traje del muerto es, sencillamente, la mejor opera prima de terror desde que Clive Barker escribió su Damnation Game hace veinte años. Es el tipo del libro para el que los exagerados adjetivos que se utilizan en las contraportadas de los libros -sobrecogedor, absorbente, impactante, imposible de soltar- encajan a la perfección, ya que es todas esas cosas además de enormemente inteligente. Una auténtica y terrorífica novela llena de personas con las que uno se identifica; la clase de libro que permanece en la memoria después de haber finalizado su lectura. Tiene toda mi admiración». Neil Gaiman, The New York Times.
«La primera y apasionante novela de Joe Hill está repleta de momentos tan espeluznantes que te hielan la sangre o tan escalofriantes como una llamada telefónica de un viejo amigo muerto».Entertainment Weekly.
«Inquietante… con tantos giros y sustos que los lectores al llegar al final se quedarán pálidos agarrando con fuerza los brazos de su sillón». Denver Post.

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– ¿Qué quiere decir exactamente con eso de que ha aparecido el fantasma? ¿De verdad que lo ha visto?

– Sí. El fantasma que compramos. Ha aparecido. Quiero llamarla. Necesito saber algunas cosas.

Danny se concedió unos instantes para asimilar las sensacionales noticias. Hizo medio giro hacia el ordenador y cogió el teléfono, pero su mirada permaneció fija en Jude.

– ¿Seguro que se siente bien?

– No -dijo-. Voy a ocuparme de los perros. Busca su número de teléfono, por favor.

Salió cubierto sólo con el albornoz y la ropa interior, y se dirigió al exterior para sacar de sus casetas a Bon y Angus . La temperatura era baja, menos de diez grados centígrados, y el aire estaba blanqueado por una fina bruma. De todas maneras, era más llevadero que el frío húmedo y pesado de la casa. Angus le lamió la mano. Su lengua era áspera y cálida. Le resultó tan real que, por un momento, Jude tuvo un sentimiento casi doloroso de gratitud. Estaba feliz de encontrarse con los perros, con su olor a pelo mojado y su entusiasta afán de jugar. Pasaron corriendo junto a él, persiguiéndose uno a otro, y luego regresaron. Angus mordisqueaba el rabo de Bon .

Su propio padre había tratado siempre a los perros mejor que a su madre, o que al mismo Jude. Con el tiempo, a él le había ocurrido algo semejante, y poco a poco tendió a tratar a los animales mejor que a sí mismo. Había pasado la mayor parte de la infancia compartiendo la cama con perros, durmiendo con uno a cada lado, y a veces con otro más a los pies. Había sido compañero inseparable de la sucia jauría llena de pulgas propiedad de su padre. Nada le recordaba con más rapidez quién era él y de dónde venía que el olor acre de un perro. Cuando volvió a entrar en la casa se sentía más seguro, más anclado en su propio ser, su realidad habitual.

Atravesó la puerta de la oficina y vio que Danny estaba hablando por teléfono.

– Muchas gracias. ¿Puede esperar un momento, señor Coyne? -Apretó un botón y le ofreció el auricular-. Se llama Jessica Price. Vive en Florida.

Cuando Jude cogió el teléfono, se dijo a sí mismo que aquélla era la primera vez que escuchaba el nombre de la mujer. Cuando había decidido entregar dinero a cambio del fantasma, no había sentido curiosidad por saberlo. En ese momento le parecía que se trataba de una información que debía haber conocido desde el principio.

Frunció el ceño. El nombre de la mujer era del todo corriente, y sin embargo, por alguna razón, le pareció singular. No creía haberlo escuchado antes, pero era tan fácil de olvidar que resultaba difícil estar seguro.

Jude se puso el teléfono en la oreja e hizo una señal con la cabeza. Danny apretó el botón de llamada en espera para ponerlos al habla.

– Jessica. Hola. Judas Coyne.

– ¿Le ha gustado el traje, señor Coyne? -quiso saber ella. Su voz tenía un delicado tono del sur, y su manera de hablar era sencilla, agradable… y algo más. Parecía ocultar una promesa dulce y graciosa, algo parecido a una burla.

– ¿Qué aspecto tenía? -preguntó Judas a su vez. Nunca había sido persona propensa a dar rodeos para llegar al tema que le interesaba-. Me refiero a su padrastro.

– Reese, querida -dijo la mujer, hablando con otra persona, no con Jude-. Reese, ¿quieres apagar la televisión e ir afuera? -Una niña, lejos del teléfono, emitió una protesta sombría-. Porque estoy en el teléfono. -La niña dijo algo más-. Porque es privado. Vamos, ahora vete. Vete. -Se oyó una puerta que se cerraba de golpe. La mujer suspiró, y habló de nuevo con Jude en tono divertido-: Ah, estos niños. En fin. ¿Lo ha visto usted? ¿Por qué no me dice qué aspecto cree usted que tiene, y yo le aclaro si era él o no?

Estaba jugando con él. Vaya. Menudo atrevimiento, jugar con él.

– Lo voy a devolver -dijo Jude.

– ¿El traje? Envíelo. Usted puede enviarme el traje. Eso no quiere decir que el fantasma vuelva también. No hay reembolso, señor Coyne. No hay cambios.

Danny miraba fijamente a Jude con una sonrisa perpleja y la frente arrugada, reflexiva. Entonces el viejo cantante sintió su propia respiración, áspera y profunda. Luchó en busca de palabras. No sabía qué decir.

Ella habló primero.

– ¿Hace frío allí? Apuesto cualquier cosa a que hace frío. Hará mucho más frío antes de que todo haya terminado.

– ¿Qué es lo que está buscando usted? ¿Más dinero? No lo conseguirá.

– No sea tonto. Ella regresó a su hogar para suicidarse -dijo aquella Jessica Price, de Florida, cuyo nombre era desconocido para él, pero tal vez no tanto como le habría gustado. La voz había perdido repentinamente, sin previo aviso, el tono festivo-. Después de hablar con usted, se cortó las venas de las muñecas en la bañera. Nuestro padrastro fue quien la encontró. Ella habría hecho cualquier cosa por usted, y usted la despreció como si fuera basura.

Florida.

Florida. Jude sintió un malestar repentino en la boca del estómago, una sensación de pesadez fría, enfermiza. En ese mismo momento, su cabeza pareció aclararse, eliminando las telarañas del agotamiento y del miedo supersticioso. Aquella chica siempre había sido Florida para él, pero su nombre era realmente Anna May McDermott. Adivinaba el futuro, conocía el tarot y la quiromancia. Ella y su hermana mayor habían aprendido esas artes de su padrastro. Era hipnotizador de profesión, el último recurso de fumadores y damas gordas descontentas consigo mismas que querían librarse de los cigarrillos y las golosinas. Pero durante los fines de semana el padrastro de Anna trabajaba como zahori y usaba su péndulo de hipnotizador, una navaja de plata colgada de una cadena de oro, para encontrar objetos perdidos e indicar a la gente dónde debía perforar sus pozos. Lo colgaba sobre los cuerpos de los enfermos para purificar sus auras y frenar sus hambrientos cánceres, para hablar con los muertos, haciéndolo oscilar sobre un tablero de ouija. Pero el hipnotismo era lo que le daba de comer: «Usted puede relajarse ahora. Puede cerrar los ojos. Sólo escuche mi voz».

Jessica Price estaba hablando otra vez.

– Antes de que mi padrastro muriera, me dijo lo que tenía que hacer. Debía ponerme en contacto con usted y enviarle su traje. Me dijo lo que ocurriría después. Me aseguró que él se ocuparía de usted, maldito hijo de puta sin talento.

Era Jessica Price, no McDermott, porque se había casado y luego había enviudado. Jude creía recordar que su marido era un reservista que resultó muerto en Tikrit. Anna se lo contó en una ocasión. No estaba seguro de que la chica hubiera mencionado alguna vez el apellido de casada de su hermana mayor, aunque sí le había contado que Jessica había seguido los pasos de su padrastro y practicaba también el hipnotismo. Según Anna, su hermana ganaba casi setenta mil dólares al año.

– ¿Por qué tenía que comprar el traje? -quiso saber Jude-. ¿Por qué no me lo envió sencillamente? -La calma de su propia voz fue motivo de satisfacción para él. Parecía más tranquilo que su interlocutora.

– Si usted no pagaba, el fantasma no le pertenecería realmente. Tenía que pagar, era imprescindible. Y… vaya, vaya…, le aseguro que pagó, y va a pagar. Pagará un precio muy alto.

– ¿Cómo sabía usted que yo lo compraría?

– Yo le envié un correo electrónico, ¿no? Anna me contó todo lo relativo a su pequeña y enfermiza colección…, sus perversas porquerías ocultas. Me imaginé que no resistiría la tentación.

– Otra persona podría haberlo comprado. Otros participantes en la subasta…

– No había otros. Sólo usted. Yo misma inventé todos esos compradores. El remate no tendría lugar hasta que usted hiciera su oferta. ¿Le gusta lo que ha comprado? ¿Es lo que se imaginaba? Bueno, bueno. Le espera mucha diversión. Voy a gastar los mil dólares que me ha pagado por el fantasma de mi padrastro en flores para el funeral que se celebre por usted. Será una bonita ocasión.

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