Joe Hill - Fantasmas

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Imogene es joven y guapa. Besa como una actriz y conoce absolutamente todas y cada una de las películas que se han filmado.
El caso es que también está muerta y a la espera de Alec Sheldon en el teatro Rosebud una tarde de 1945… Arthur Rod es un niño solitario con unas ideas brillantes y un don para atraer los malos tratos. No es fácil hacer amigos cuando eres el único chico hinchable de tu ciudad…
Francis no es feliz. Francis fue humano una vez, pero eso tuvo lugar hace ya algún tiempo. Ahora es una langosta de dos metros y medio de altura, y todo el mundo en Calliphora se estremece cada vez que lo escuchan cantar… John Finney está encerrado en un sótano lleno de manchas de sangre que pertenecen a los asesinatos de otra media docena de chicos. Con él en el sótano hay un viejo teléfono, desconectado desde hace mucho tiempo, pero que cada noche suena con llamadas de los muertos…

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– Quierooo -dice arrastrando mucho las vocales-. Quierooooo.

– Acabamos de instalar cuatro ordenadores nuevos en la biblioteca -explica el señor Grace-. Con conexión a Internet.

– Mira este mármol -dice mi madre mientras mi padre apoya una mano en mi hombro y me da un apretón cariñoso.

El primer domingo de septiembre voy con mi padre al estadio y como siempre llegamos temprano, tan temprano que no hay casi nadie, salvo un par de jugadores debutantes que llevan allí desde el amanecer para impresionar a mi padre. Éste está sentado en la tribuna, detrás de la pantalla que da a la base principal, hablando con Shaughnessy para la sección de deportes y al mismo tiempo los dos estamos jugando a un juego que se llama el juego de las cosas secretas. Consiste en que mi padre hace una lista de cosas que tengo que encontrar. Cada una vale un número de puntos y yo tengo que ir por todo el estadio buscándolas (no vale hurgar en la basura, aunque mi padre sabe que soy incapaz de hacer eso): un bolígrafo, una moneda de veinticinco centavos, un guante de señora, etcétera. No es fácil, sobre todo si han pasado ya los del servicio de limpieza.

Según voy encontrando cosas de la lista se las llevo a mi padre: el bolígrafo, un regaliz negro, un botón metálico. Una de las veces que voy veo que Shaughnessy se ha marchado y mi padre está allí sentado con las manos entrelazadas detrás de la cabeza, una bolsa abierta de cacahuetes en el regazo y los pies apoyados en el asiento de delante. Me dice:

– ¿Por qué no te sientas un rato?

– Mira, he encontrado una caja de cerillas. Cuarenta puntos -le digo, y la tiro al asiento que está a su lado.

– Disfruta de esta vista -dice mi padre-. ¡Qué bien se está cuando no hay nadie, cuando el lugar está en silencio! ¿Sabes lo que más me gusta de cómo está ahora?

– ¿El qué?

– Que puedes pensar y comer cacahuetes al mismo tiempo. -Lo dice mientras abre uno.

Fuera hace fresco y el cielo tiene un color azul ártico. Una gaviota sobrevuela el campo con las alas desplegadas, y parece no moverse. Los novatos están haciendo estiramientos y charlando en el cuadro interior. Uno de ellos ríe con una risa potente, joven y saludable.

– ¿Dónde piensas tú mejor? -le pregunto-. ¿Aquí o en casa?

– Aquí es mejor que en casa -dice mi padre-. Mejor para comer cacahuetes, porque en casa no puedes tirar las cascaras al suelo. -Y para demostrarlo tira una-. A no ser que quieras ganarte una patada de tu madre en el culo.

Nos quedamos en silencio. Una brisa fresca y constante sopla desde el jardín y nos acaricia la cara. Nadie va a conseguir un home run hoy en nuestro equipo, con este viento en contra.

– Bueno -digo poniéndome en pie-. Cuarenta puntos. Aquí está la caja de cerillas. Será mejor que vuelva a ello. Casi he encontrado todo lo que buscaba.

– Qué suerte -me dice.

– Es un buen juego -digo yo-. Seguro que podríamos jugarlo en casa. Me puedes poner una lista de cosas y yo las busco. ¿Por qué nunca lo hacemos? ¿Por qué nunca jugamos en casa a encontrar cosas secretas?

– Porque se juega mejor aquí -dice.

En ese momento me fui a buscar lo que quedaba en la lista -un cordón de zapato y un llavero con una pata de conejo-, dejando a mi padre allí, pero después he recordado la conversación y se me ha quedado grabada, pienso en ella todo el tiempo y a veces me pregunto si no fue aquél uno de esos momentos que se supone que debes recordar, en los que parece que tu padre te dice una cosa, pero en realidad te está diciendo otra, cuando hace comentarios que parecen normales, pero que tienen un significado oculto. Me gusta pensar eso. Es un bonito recuerdo de mi padre: allí sentado con las manos detrás de la cabeza y el cielo azul de invierno sobre nosotros. También esa vieja gaviota planeando con las alas abiertas, que parece no ir a ninguna parte. Es un recuerdo bonito y todos deberíamos tener uno parecido.

El teléfono negro

1

Al hombre gordo del otro lado de la calle estaba a punto de caérsele la compra al suelo. Llevaba una bolsa de papel en cada brazo y peleaba por meter una llave en la cerradura trasera de su furgoneta. Finney estaba sentado en las escaleras delanteras del almacén de Poole, con un refresco de uva en la mano, mirándolo. Al hombre gordo se le iba a caer la compra al suelo en el momento en que consiguiera abrir la puerta. La bolsa del brazo izquierdo ya se le había escurrido.

No era sólo gordo, sino grotescamente gordo. Tenía una cabeza afeitada y brillante y en la intersección entre el cuello y la base del cráneo se le formaban dos gruesos pliegues. Vestía una camisa hawaiana de colores estridentes y un estampado de tucanes y lianas, aunque no hacía calor para manga corta. El viento era más bien fresco, y por eso John Finney se acurrucaba y apartaba la cara para resguardarse de él. Tampoco él llevaba la ropa adecuada para el tiempo que hacía y habría sido más sensato que esperara a su padre dentro, sólo que no le gustaban las miradas casi feroces que le dirigía el viejo Tremont Poole, como si pensara que iba a romper o a robar algo. Lo que sucedió a continuación es probablemente el mejor número de cine cómico jamás visto, aunque Finney no reparó en ello hasta más tarde. La parte trasera de la furgoneta estaba llena de globos y en cuanto se abrió la puerta salieron todos disparados… hacia la cara del hombre gordo, que reaccionó como si no los hubiera visto en su vida. La bolsa que llevaba bajo el brazo izquierdo se le cayó, se estrelló contra el suelo y se abrió. Las naranjas rodaron en todas direcciones y las gafas de sol del hombre gordo se le deslizaron de la nariz. Consiguió recuperar el equilibrio y empezó a saltar de puntillas intentando coger los globos, pero era demasiado tarde y éstos se alejaban ya por el aire.

El hombre gordo maldijo y les hizo gestos furiosos con la mano. Después se volvió, bizqueó en dirección al suelo y se arrodilló. Dejó la otra bolsa en la parte de atrás de la furgoneta y empezó a palpar el suelo buscando sus gafas, con tan mala suerte que aplastó con la mano un huevo. Hizo una mueca de desagrado y agitó una mano llena de salpicaduras de yema.

Para entonces, Finney ya trotaba por la carretera tras dejar la botella de refresco en la barandilla del porche.

– ¿Le ayudo, señor?

El señor gordo pareció mirarlo con ojos llorosos y sin comprender.

– ¿Ha visto esa mierda?

Finney miró calle abajo. Los globos estaban ya a diez metros del suelo siguiendo la línea continua de la carretera. Eran negros… todos ellos, tan negros como el pelo de foca.

– Sí, sí. Yo… -Su voz se apagó mientras fruncía el ceño viendo elevarse los globos en el cielo nublado. Su visión lo inquietó ligeramente. A nadie le gustaban los globos negros; además, ¿para qué se usaban? ¿Para funerales festivos? Se los quedó mirando, paralizado por un momento, pensando que parecían uvas negras. Se pasó la lengua por el interior de la boca y por primera vez reparó en que los refrescos de soda que tanto le gustaban tenían un regusto metálico, como si hubiera estado masticando un cable de cobre.

El hombre gordo lo sacó de su ensimismamiento.

– ¿Has visto mis gafas?

Finney apoyó una rodilla en el suelo y miró debajo de la furgoneta. Las gafas del señor gordo estaban debajo del parachoques.

– Aquí están -dijo alargando un brazo entre las piernas del señor gordo para cogerlas-. ¿Para qué son los globos?

– Trabajo de payaso a tiempo parcial. -El hombre gordo tenía medio cuerpo dentro de la furgoneta y sacaba algo de la bolsa de papel que había dejado allí-. Soy Al. ¿Quieres ver algo gracioso?

Finney levantó los ojos a tiempo de ver a Al sosteniendo una lata de acero amarilla y negra, con dibujos de avispas. La agitaba con fuerza y Finney sonrió, pensando que eran serpentinas.

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