Joe Hill - Fantasmas

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Imogene es joven y guapa. Besa como una actriz y conoce absolutamente todas y cada una de las películas que se han filmado.
El caso es que también está muerta y a la espera de Alec Sheldon en el teatro Rosebud una tarde de 1945… Arthur Rod es un niño solitario con unas ideas brillantes y un don para atraer los malos tratos. No es fácil hacer amigos cuando eres el único chico hinchable de tu ciudad…
Francis no es feliz. Francis fue humano una vez, pero eso tuvo lugar hace ya algún tiempo. Ahora es una langosta de dos metros y medio de altura, y todo el mundo en Calliphora se estremece cada vez que lo escuchan cantar… John Finney está encerrado en un sótano lleno de manchas de sangre que pertenecen a los asesinatos de otra media docena de chicos. Con él en el sótano hay un viejo teléfono, desconectado desde hace mucho tiempo, pero que cada noche suena con llamadas de los muertos…

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Ramón Diego opina que es muy raro, y yo también. Eso de las ardillas no me lo trago. Una cosa es ser un palurdo sureño borracho que bebe cerveza helada, y otra muy distinta un asesino psicópata al que le gusta murmurar y con una enfermedad nerviosa degenerativa en la cara.

Mi padre lleva muy bien mis manías, como aquella vez que me llevó con él a jugar fuera de casa una final contra los White Sox y pasamos la noche en el Four Seasons de Chicago.

Nos dan una suite con un gran cuarto de estar y a un extremo está su habitación y al otro la mía. Nos quedamos despiertos hasta medianoche, viendo una película que echan en la televisión por cable. De cena pedimos cereales al servicio de habitaciones (idea de mi padre, no mía). Mi padre está hundido en su butaca, desnudo a excepción de unos calzoncillos, y tiene los dedos de la mano derecha metidos dentro del elástico, como hace siempre, salvo cuando mi madre está delante. Mira la televisión, distraído y somnoliento. Yo no recuerdo haberme quedado dormido con la televisión puesta, sólo que me despierto cuando me levanta del sofá de cuero para llevarme a la habitación y tengo la cara vuelta hacia su pecho y puedo notar lo bien que huele. No puedo explicar ese olor, sólo que tiene hierba y tierra y la dulzura propia de una piel curtida, vivida. Me apuesto a que los granjeros huelen igual de bien.

Cuando se ha ido, me quedo allí tendido, en la oscuridad, tan cómodo como me es posible en aquel nido helado de sábanas, y entonces por primera vez reparo en un chirrido leve y agudo, desagradable, como cuando alguien está rebobinando una cinta de vídeo. En cuanto lo oigo noto el primer pinchazo en las muelas. Ya no tengo sueño -mi padre, al levantarme, me ha espabilado un poco, y las sábanas congeladas han hecho el resto-, así que me siento y escucho en la oscuridad que me rodea. Oigo el tráfico de la calle circular a gran velocidad, y cláxones lejanos. Me llevo la radio-despertador a la oreja, pero no es ése el ruido que oigo, así que enciendo la luz. Tiene que ser el aire acondicionado. En la mayoría de los hoteles la instalación de aire acondicionado consiste en un aparato que cuelga de la ventana, por fuera, pero no es el caso del Four Seasons, que es demasiado lujoso. Aquí lo único que encuentro es una rejilla de ventilación gris en el techo, y cuando me coloco debajo compruebo que el ruido procede de ahí. No lo puedo soportar, me duelen los tímpanos. Saco de mi bolsa el libro que me he traído y me pongo de pie en la cama para tratar de lanzarlo contra la rejilla.

– ¡Cállate! ¡Para! ¡Basta ya!

Consigo alcanzar la rejilla un par de veces, y ¡clong! Uno de los tornillos se suelta y la rejilla se abre, pero el chirrido no sólo no desaparece, sino que ahora se alterna con un suave zumbido, como si se hubiera soltado una pieza de metal y temblara con el aire. Tengo las comisuras de la boca empapadas de saliva y empiezo a sorber. Dirijo una última mirada de desesperación a la rejilla de ventilación y echo a correr hacia el salón, tapándome las orejas para no oír, pero allí el gemido es aún más fuerte. No sé dónde meterme, y taparme los oídos no me sirve de nada.

Tratando de huir del ruido acabo en el dormitorio de mi padre.

– Papá -digo mientras me seco la barbilla, cubierta de baba, en su hombro-. Papá, ¿puedo dormir contigo?

– ¿Eh? Bueno, pero tengo gases, te lo aviso.

Trepo a su cama y me cubro con las sábanas. Pero claro, también en esta habitación se oye el chirrido débil, pero penetrante.

– ¿Estás bien? -me pregunta.

– Es el aire acondicionado. Hace un ruido horrible. Me hace daño en los dientes, pero no he encontrado dónde apagarlo.

– El interruptor está en el salón, justo al lado de la puerta.

– Voy a apagarlo -digo, y ruedo hasta el borde de la cama.

– Eh -me dice sujetándome por el antebrazo-. Más vale que no lo hagas. Es junio y estamos en Chicago. Hoy hemos tenido treinta y nueve grados. Si lo apagas nos cocemos. Lo digo en serio. Nos podemos morir aquí dentro.

– Pero es que no lo soporto. ¿Tú no lo oyes? ¿No oyes el ruido que hace? Me duelen los dientes. Es como cuando la gente muerde papel de plata, papá. Igual de horrible.

– Sí. -Se queda callado un buen rato mientras parece escuchar-. Tienes razón. El aire acondicionado de este sitio es un asco, pero es un mal necesario. Sin él nos asfixiaríamos como los bichos metidos en un tarro de cristal puesto al sol.

Oírle hablar me calma, y además, aunque cuando me subí a su cama las sábanas aún tenían ese frío crujiente de las habitaciones de hotel, ya he entrado en calor y he dejado de temblar. Me encuentro mejor, aunque todavía noto punzadas en la mandíbula que me rebotan en los tímpanos y dentro de la cabeza. Además, mi padre se está tirando pedos, como me avisó, pero incluso ese olor a huevo podrido me resulta vagamente reconfortante.

– Está bien -decide-. Ya sé lo que vamos a hacer. Ven.

Se levanta de la cama y le sigo en la oscuridad hasta el cuarto de baño. Da la luz. El baño es una amplia estancia con paredes de mármol beis, grifos dorados en el lavabo y una ducha con mampara en la esquina. Es el cuarto de baño de hotel con el que todo el mundo sueña, vamos. Junto al lavabo hay una colección de pequeños botes de champú, acondicionador y loción hidratante, cajitas de jabón y dos frascos, uno con gasas para limpiar y otro con bolas de algodón. Mi padre abre el de los algodones y se mete uno en cada oreja. Al verle me echo a reír. Está muy gracioso, allí de pie con dos trozos de algodón colgando de sus grandes y bronceadas orejas.

– Toma -me dice-. Ponte esto.

Me meto una bola de algodón dentro de cada oreja y, una vez que están colocadas, el mundo a mi alrededor se llena de un clamor hueco. Pero es mi clamor, un fluir continuo de mi propio sonido, un sonido que me resulta extremadamente agradable.

Miro a mi padre y me dice:-¿Bsbsbsbs bsbs bs bsbs bsbsbsbsbsbs?

– ¿Qué? -le grito, encantado de la vida.

Asiente con la cabeza, me hace una señal de conformidad juntando los dedos índice y pulgar y volvemos a la cama. Es a lo que me refiero cuando digo que mi padre es muy comprensivo con mis problemas. Los dos dormimos a pierna suelta y a la mañana siguiente, para desayunar, papá pide al servicio de habitaciones macedonia en conserva y un abrelatas.

No todos son tan comprensivos con mis problemas, y menos todavía mi tía Mandy.

Mi tía Mandy ha empezado un montón de cosas, pero ninguna la ha llevado a ninguna parte. Mamá y papá la ayudaron a pagarse estudios de arte, porque durante un tiempo pensó que quería ser fotógrafa. Después, cuando cambió de opinión, también la ayudaron a montar una galería en Cape Cod, pero, como dice tía Mandy, aquello no llegó a «cuajar». Es decir, que la cosa no funcionó. Después fue a la escuela de cine en Los Ángeles y probó suerte como guionista, sin éxito. Se casó con un hombre que pensó que iba a convertirse en novelista, pero resultó ser únicamente un profesor de Literatura, y además muy satisfecho de serlo, y durante un tiempo después de separarse la tía Mandy tuvo que pasarle una pensión, así que ni siquiera lo de casarse le salió bien.

Ella diría que todavía no ha decidido lo que quiere ser en la vida. Mi padre diría, en cambio, que Mandy se equivoca al pensar así, puesto que ya es la persona que siempre estuvo destinada a ser. Es como Brad McGuane, que era el exterior derecha cuando mi padre pasó a dirigir el Equipo, que tiene un promedio de bateo de 292, pero sólo de 200 cuando los jugadores de su equipo están en posición de conseguir un tanto, y que jamás ha conseguido un batazo en las fases finales, a pesar de tener veinticinco oportunidades la última vez que consiguió llegar a los playoffs. Un cataclismo andante, así es como mi padre lo llama. McGuane ha pasado de un equipo a otro y la gente sigue contratándolo, porque sus estadísticas, en general, son buenas, y porque la gente cree que alguien que batea tan bien terminará por dar el salto algún día, pero lo que no ven es que ya lo ha dado, y esto es a lo máximo que puede llegar. Ya ha dado lo mejor de sí, y no parece que el futuro le depare gran cosa a ese joven profesional del maravilloso juego del béisbol, como tampoco se lo depara a una mujer de mediana edad que se casa con el hombre equivocado y nunca está satisfecha con lo que hace y sólo piensa en qué otras cosas podría estar haciendo. Eso es también cierto para todos nosotros, en realidad, y por eso supongo que, a pesar de que el doctor Faber diga que estoy mejor, estoy más o menos igual que siempre, lo que dista mucho de ser lo ideal.

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