Joe Hill - Fantasmas

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Imogene es joven y guapa. Besa como una actriz y conoce absolutamente todas y cada una de las películas que se han filmado.
El caso es que también está muerta y a la espera de Alec Sheldon en el teatro Rosebud una tarde de 1945… Arthur Rod es un niño solitario con unas ideas brillantes y un don para atraer los malos tratos. No es fácil hacer amigos cuando eres el único chico hinchable de tu ciudad…
Francis no es feliz. Francis fue humano una vez, pero eso tuvo lugar hace ya algún tiempo. Ahora es una langosta de dos metros y medio de altura, y todo el mundo en Calliphora se estremece cada vez que lo escuchan cantar… John Finney está encerrado en un sótano lleno de manchas de sangre que pertenecen a los asesinatos de otra media docena de chicos. Con él en el sótano hay un viejo teléfono, desconectado desde hace mucho tiempo, pero que cada noche suena con llamadas de los muertos…

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Entonces el payaso le roció la cara con una espuma blanca. Finney intentó girar la cabeza, pero no lo suficientemente rápido como para evitar que le alcanzara en los ojos. Gritó, y parte de la espuma se le metió en la boca; tenía un sabor fuerte, a producto químico. Sus ojos eran brasas encendidas ardiendo en las cuencas y le quemaba la garganta; jamás en su vida había sentido un dolor semejante, como un frío ardiente que le desgarraba. El estómago se le revolvió y regurgitó el refresco de uva notando su dulzor caliente en la boca.

Al lo había agarrado por el cuello y lo empujaba hacia el interior de la furgoneta. Finney tenía los ojos abiertos, pero sólo veía ráfagas de color naranja y marrón grasiento que crecían, menguaban, chocaban entre sí y después desaparecían. El hombre gordo lo sujetaba del pelo con una mano y con la otra le apretaba la entrepierna, levantándolo. Cuando el interior de su brazo rozó la mejilla de Finney, éste giró la cabeza y le mordió, hundiendo los dientes en la carne gorda y fofa, apretando hasta notar el sabor a sangre.

El hombre gordo gimió y lo soltó un instante, que Finney aprovechó para volver a poner los pies en el suelo. Dio un paso atrás y pisó una naranja. El tobillo se le torció y se tambaleó, a punto de caer al suelo. Entonces el hombre gordo lo sujetó de nuevo por el cuello y lo empujó hacia delante. La cabeza de Finney chocó contra una de las puertas traseras de la furgoneta con un fuerte ruido, y se quedó sin fuerzas.

Al le había pasado un brazo alrededor del pecho y lo empujaba a la parte de atrás de la furgoneta, sólo que no era la parte de atrás de una furgoneta, sino una tolva para carbón por la que Finney se precipitó, a velocidad vertiginosa, en la oscuridad.

2

Una puerta se abrió de golpe. Sus piernas y rodillas se deslizaban sobre un suelo de linóleo. No podía ver gran cosa y un haz de tenue luz gris que revoloteaba juguetón tiraba de él. Se abrió otra puerta y alguien lo arrastró escaleras abajo. Sus rodillas chocaban con cada peldaño.

Al dijo:

– Puto brazo. Debería cortarte el cuello ahora mismo, después de lo que me has hecho.

Finney consideró la posibilidad de ofrecer resistencia. Eran pensamientos distantes, abstractos. Escuchó descorrerse un cerrojo y cruzó una última puerta hasta aterrizar de un empujón, tras pisar un suelo de cemento, en un colchón. El mundo parecía dar vueltas a su alrededor y sentía náuseas. Se tendió de espaldas y esperó a que se le pasara el mareo.

Al se sentó junto a él, jadeando por el esfuerzo.

– Joder, estoy lleno de sangre, como si hubiera matado a alguien. Mira mi brazo -dijo. Después rió secamente y con incredulidad-. Qué tontería. Si no puedes ver nada.

Ninguno de los dos habló y un silencio desagradable llenó la habitación. Finney temblaba, llevaba haciéndolo desde que recuperó la consciencia.

Por fin Al habló:

– Ya sé que me tienes miedo, pero no voy a hacerte más daño. Lo que dije de cortarte el cuello era porque estaba enfadado. Me has hecho polvo el brazo, pero no te guardo rencor. Supongo que así estamos empatados. No estés asustado, porque aquí no va a pasarte nada. Te doy mi palabra, Johnny.

Al escuchar su nombre Finney se quedó completamente quieto y dejó de temblar. No era sólo que aquel hombre gordo supiera su nombre… Era también la manera en que lo había pronunciado, con un tono de leve excitación. «Johnny». Finney sintió un hormigueo recorriéndole el cuero cabelludo y se dio cuenta de que Al le acariciaba el pelo.

– ¿Quieres un refresco? -preguntó-. ¿Sabes lo que te digo? Te voy a traer uno y… ¡espera! -La voz le tembló ligeramente-. ¿Has oído el teléfono? ¿Lo has oído sonar desde algún sitio?

Finney escuchó el suave timbre del teléfono desde una distancia que era incapaz de calcular.

– Mierda. -Al soltó aire con dificultad-. No es más que el teléfono de la cocina. Qué otra cosa iba a… De acuerdo, voy a ver quién es y a coger un refresco para ti y enseguida vuelvo y te lo explico todo.

Finney oyó cómo se levantaba del colchón con dificultad, suspirando profundamente, y enseguida el sonido de las pisadas de sus botas al alejarse. Después se corrió un cerrojo y el teléfono sonó de nuevo escaleras arriba, aunque Finney no lo oyó.

3

Ignoraba qué le diría Al cuando volviera, pero no hacía falta que le explicara nada. Finney ya sabía de qué iba aquello.

El primer chico había desaparecido dos años atrás, justo después de que se derritieran las nieves invernales. La colina detrás de St. Luke's era un montón de barro pringoso, tan resbaladizo que los niños bajaban por él en sus trineos hasta estrellarse abajo contra el suelo. Una niña de nueve años llamada Loren se fue a hacer pis entre los matorrales al final de Mission Road y nunca volvieron a verla. Dos meses más tarde, el 1 de junio, otro chico desapareció. Los periódicos se referían a su secuestrador como «el Abductor de Galesburg», un nombre que, para Finney, era una pobre imitación de Jack el Destripador. Se llevó a un tercer niño el 1 de octubre, cuando el aire estaba impregnado del aroma a hojas muertas que crujían al pisarlas.

Esa noche, John y su hermana Susannah se sentaron en lo alto de las escaleras y escucharon a sus padres discutir en la cocina. Su madre quería vender la casa, mudarse a otro sitio, y su padre dijo que cuando se ponía histérica resultaba odiosa. Algo se cayó o alguien lo tiró. Su madre dijo que no lo soportaba más, que vivir con él la estaba volviendo loca. Su padre le contestó que nadie la obligaba a seguir haciéndolo y encendió el televisor.

Ocho semanas después, justo a finales de noviembre, el Abductor de Galesburg se llevó a Bruce Yamada.

Finney no era amigo de Bruce, jamás había hablado con él, pero lo conocía. Habían jugado de lanzadores en equipos contrarios el verano anterior a la desaparición de Bruce. Bruce Yamada era probablemente el mejor lanzador al que los Cardinals de Galesburg se habían enfrentado jamás; desde luego el más duro. La bola sonaba distinta cada vez que él la lanzaba al guante del catcher, nada que ver con lo que ocurría cuando la lanzaban otros chicos. La pelota de Bruce Yamada sonaba como si alguien acabara de descorchar una botella de champán.

Finney también lanzó bien, sólo perdió un par de carreras, y eso fue porque Jay McGinty lanzó una bola a la izquierda que era imposible de atrapar. Después del partido, en el que Galesburg perdió cinco a uno, los equipos formaron dos filas y los jugadores fueron saludándose, chocando los guantes. Cuando les llegó el turno a Bruce y a Finney hablaron por primera y última vez en vida de Bruce.

– Has jugado duro -dijo éste.

Finney se sorprendió gratamente y abrió la boca para contestar, pero sólo le salió «bien jugado», lo mismo que les había dicho a los demás. Era una felicitación automática que acababa de repetir veinte veces y que salió de sus labios sin poder remediarlo. Deseaba haber dicho algo más original, algo tan guay como «has jugado duro».

No volvió a ver a Bruce durante el resto del verano, y cuando lo hizo, a la salida del cine, no hablaron, se limitaron a saludarse con la cabeza. Unas pocas semanas después Bruce salió del salón de videojuegos de Space Port tras decir a sus amigos que se iba a casa andando, y nunca se le volvió a ver. La draga de la policía encontró una de sus deportivas en la alcantarilla de Circus Street. A Finney le conmocionó pensar que un chico al que conocía había sido secuestrado, despojado de sus zapatillas y que nunca volvería a verlo, pues ya estaba muerto en alguna parte, con la cara sucia, gusanos en el pelo y los ojos abiertos mirando a la nada.

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