– No sé si lo hizo a propósito, pero se desvió.
– ¿Se fijó en el número de la matrícula?
– ¡Imposible! Compruebe usía mismo si desde aquí se puede tomar el número de la matrícula.
En efecto, no se podía. El desnivel entre el campo y la carretera era demasiado grande.
– Y después, ¿qué hizo usted?
– Eché a correr hacia el montículo. Cuando llegué, me di cuenta enseguida de que el niño estaba muerto o a punto de morir. Entonces corrí a mi casa, que desde aquí no se ve, y llamé a Montechiaro.
– ¿Les dijo a los de la Policía de Tráfico lo que me ha dicho a mí?
– No, señor.
– ¿Por qué?
– Porque no me lo preguntaron.
Lógica implacable: si no hay pregunta, no hay respuesta.
– Yo, en cambio, le pregunto ahora: ¿cree que lo hicieron a propósito?
El campesino parecía haber reflexionado sobre el asunto. Contestó con otra pregunta:
– ¿No podría ser que el coche hubiera derrapado en la gravilla?
– Podría ser. Pero usted, en su fuero interno, ¿qué piensa?
– Yo no pienso, señor mío. Yo ya no quiero pensar. El mundo se ha vuelto demasiado malo.
La última frase resultaba esclarecedora. Era evidente que el campesino se había formado una opinión muy concreta. El pequeño había sido arrollado a propósito, asesinado por una razón inexplicable. Pero el campesino había querido borrar de su mente aquella idea. Demasiado malo se había vuelto el mundo. Mejor no pensar en ello.
Montalbano anotó el número de teléfono de la comisaría en un trocito de papel y se lo entregó al hombre.
– Este es el número de mi despacho en Vigàta.
– ¿Y yo qué hago con él?
– Nada. Guárdelo. Si por casualidad viene la madre, el padre o algún otro familiar del niño, averigüe dónde viven y me lo dice.
– Como quiera usía.
– Buenos días.
– Buenos días.
La subida hasta la carretera fue más dura que la bajada. Respiraba afanosamente. Cuando llegó al coche, subió, pero en lugar de arrancar se quedó allí. Puso los brazos sobre el volante, la cabeza sobre los brazos, y cerró los ojos, como si quisiera negar el mundo, de la misma manera que lo hacía el campesino, que había reanudado su tarea con la azada y seguiría con ella hasta que empezara a oscurecer. De repente, un pensamiento se introdujo en su cabeza como una hoja afilada, la cual, tras partirle el cerebro por la mitad, continuó hacia abajo, traspasándole dolorosamente el pecho: el eficiente y brillante comisario Salvo Montalbano había tomado de la manita a aquel niño y lo había entregado a sus verdugos.
Era demasiado pronto para regresar a su refugio de Marinella, pero, aun así, prefirió hacerlo sin pasar por el despacho. La rabia que lo reconcomía por dentro le hacía hervir la sangre y seguramente le había provocado algunas décimas de fiebre. Sería mejor que desahogara él solo aquella rabia, y no hacerles pagar las consecuencias a sus hombres aprovechando cualquier pretexto. La primera víctima fue un jarrón de flores que alguien le había regalado y que, de repente, le resultó tremendamente antipático. El jarrón fue levantado con ambas manos y arrojado al suelo con gran placer y con el acompañamiento de una sonora maldición. Después del impresionante trastazo, Montalbano constató con sorpresa que el jarrón no había sufrido el mínimo rasguño.
¿Sería posible? Se agachó, lo cogió del suelo, lo alzó y volvió a arrojarlo con todas sus fuerzas. Nada. Es más: una baldosa se astilló. ¿Tendría que cargarse toda la casa para conseguir destruir aquel maldito jarrón? Se dirigió al coche, abrió la guantera, sacó la pistola, regresó al interior de la casa, salió a la galería con el jarrón, echó a andar por la playa, llegó a la orilla del mar, depositó el jarrón sobre la arena, retrocedió diez pasos, amartilló el arma, apuntó, disparó y falló.
– ¡Asesino!
Era una voz de mujer. Se volvió a mirar. Desde el balcón de un lejano chalet dos figuras agitaban los brazos gesticulando en su dirección.
– ¡Asesino!
Esta vez era una voz de hombre. Pero ¿quién coño eran? De repente, se acordó: ¡los Bausan de Treviso! Los que habían provocado que saliera desnudo en la televisión. Enviándolos mentalmente a tomar por aquel sitio, volvió a apuntar cuidadosamente y disparó. Esta vez el jarrón estalló en pedazos. Finalmente regresó satisfecho a casa, acompañado por un coro cada vez más distante que decía: «¡Asesino! ¡Asesino!»
Se desnudó, se duchó, incluso se afeitó, y se cambió de ropa como si fuera a salir para ver a alguien. Sólo tenía que verse a sí mismo, pero quería estar presentable. Fue a sentarse en la galería, a pensar. Porque, aunque no la hubiera formulado con palabras, ni siquiera pensado, le había hecho una solemne promesa a aquel par de ojitos abiertos que lo miraban desde el cajón-frigorífico. Le vino a la mente una novela de Dürrenmatt en la que un comisario consagra su vida a cumplir la promesa que ha hecho a unos padres: encontrar al asesino de su hija… un asesino que entre tanto ha muerto, pero el comisario no lo sabe. La caza de un fantasma. Sólo que en el caso del niño inmigrante el fantasma era la víctima. No conocía su procedencia, ni su nombre, nada. Como tampoco sabía nada de la víctima del otro caso que estaba investigando: un anónimo cuarentón al que habían ahogado. Y, por si fuera poco, tampoco se trataba de una investigación propiamente dicha, pues no se había abierto ningún expediente: el desconocido había muerto por ahogamiento, utilizando el lenguaje burocrático, y el niño era la enésima víctima de un vándalo de la carretera. Oficialmente, ¿qué había que indagar? Menos que nada. Nada de nada.
«Éste es el tipo de investigaciones que podrían interesarme cuando me retire… -pensó el comisario-. Pero, si me encargo de ellas ahora, ¿quiere decir que ya empiezo a sentirme jubilado?»
Y sintió una aguda punzada de melancolía. El comisario tenía dos sistemas infalibles para combatir ese estado: el primero consistía en meterse en la cama y taparse hasta la cabeza; el segundo, en darse un buen atracón de comida. Consultó el reloj. Demasiado pronto para acostarse. Si se quedaba dormido, ¡a lo mejor se despertaba a las tres de la madrugada y se pasaba la noche dando vueltas por la casa! No le quedaba más remedio que darse un atracón. Pensándolo bien, a mediodía no había tenido tiempo de comer. Fue a la cocina y abrió el frigorífico. Adelina le había preparado unos rollitos de carne. No le apetecían. Salió, subió al coche y se fue a la trattoria Da Enzo. Al primer plato, espaguetis con tinta de jibia, la melancolía comenzó a ceder. Cuando terminó el segundo, calamares fritos crujientes, emprendió una precipitada huida hacia el horizonte. De regreso en Marinella, sintió los engranajes del cerebro lubrificados, fluidos, como nuevos. Volvió a sentarse en la galería.
En primer lugar, había que darle la razón a Livia por haber señalado que el comportamiento del niño aquella noche había sido muy extraño. Era evidente que el pequeño había tratado de aprovechar la confusión del momento para desaparecer. Y si no lo había logrado, había sido porque él, el sublime, el superinteligente comisario Montalbano, se lo había impedido. De cualquier modo, admitiendo que se tratara de una conflictiva reagrupación familiar, según la opinión de Riguccio, ¿por qué motivo el pequeño había sido tan brutalmente asesinado? ¿Porque tenía la manía de escapar de cualquier lugar donde se encontrara? Pero ¿cuántos niños hay en el mundo de todos los colores, blancos, negros, amarillos, que se escapan de casa persiguiendo sus fantasías? Cientos de miles, sin duda. ¿Y por eso los castigan quitándoles la vida? ¡Bobadas! Entonces, ¿lo habían matado tal vez porque no paraba quieto, contestaba mal, no obedecía a papá o se negaba a comerse la sopita? ¡Anda ya! A la luz de aquel asesinato, la tesis de Riguccio resultaba ridícula. Había otra cosa, un peso grande que el chiquillo cargaba sobre sus hombros desde el momento de emprender el viaje, cualquiera que fuera su país de origen.
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