Andrea Camilleri - Un Giro Decisivo

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Casi al límite del agotamiento, mientras nada en el mar con la furia de quien quiere liberarse de una noche de pensamientos obsesivos, el comisario Salvo Montalbano se topa, literalmente, con la investigación más difícil de cuantas ha llevado a cabo hasta la fecha. En efecto, su hallazgo de un cadáver medio descompuesto, con unos profundos cortes en las muñecas y los tobillos, desencadenará una serie de reacciones que harán que se sienta más aislado y superado por las circunstancias que nunca. La realidad política, la actitud de la policía hacia los inmigrantes, todo conspira contra su natural deseo de que se haga justicia con el cadáver anónimo, destinado si no, como tantos casos de clandestinos ahogados, a ser archivado sin más trámite y a perderse en un anonimato que, de un modo extrañamente macabro, parece armonizar con la acuciante sensación de soledad que padece Montalbano. Sin embargo, la iniquidad sacude por fin al comisario, borra del mapa cualquier intención de abandonar su profesión y lo empuja hacia el arriesgado camino de una doble investigación sobre unos delitos aparentemente independientes y sólo equiparables por la infame violencia que se adivina. Dos misterios que, a pesar de estar destinados a confluir en un punto determinado, se niegan a hacerlo, conformando un enigma inquietante que desbarata una y otra vez el rompecabezas. Al final del camino, la verdad que aguarda a Montalbano es de esas cuyo horror inconmensurable transforma para siempre a una persona, incluso a alguien tan curtido en mil batallas como Salvo Montalbano.
En esta última novela de su famoso personaje, Andrea Camilleri ha dejado traslucir, con la profunda dimensión humana que lo caracteriza, su enfado con un mundo que le disgusta, pero también con quienes se acomodan, entre falsamente resignados y ocultamente satisfechos, a una realidad que casi siempre está sujeta a la voluntad del hombre.

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Lo mejor era empezar por el principio, sin olvidar los detalles que a primera vista pudieran parecer intrascendentes. Debía ir por bloques, por secuencias, sin acumular demasiada información. Bueno, empecemos. Aquella noche, él estaba sentado en su despacho, esperando que llegara la hora de ir a casa de Ciccio Albanese para que le informara sobre las corrientes marinas y, de paso, zamparse los salmonetes de roca de la señora Albanese, motivo éste en modo alguno secundario. En determinado momento, llama desde el puerto el subjefe Riguccio para ver si puede proporcionarle unas gafas, pues las suyas se le han roto. Él se las consigue y decide llevárselas en persona. Cuando llega al muelle, una de las patrulleras ha tendido ya la pasarela y baja por ella una mujer embarazada, que es conducida directamente a una ambulancia. A continuación, salen cuatro inmigrantes. Cuando están llegando al final de la pasarela, comienzan a tambalearse extrañamente, empujados por un niño que se ha colado entre sus piernas. El pequeño consigue esquivar a los agentes y echa a correr hacia el viejo silo. Él lo persigue hasta un callejón sin salida, lleno de basura. El pequeño comprende que no tiene escapatoria y, literalmente, se rinde. Él lo coge de la mano y, mientras lo acompaña hasta el lugar donde están desembarcando los inmigrantes, ve a una mujer más bien joven, con dos chiquillos pegados a sus faldas. Al ver al niño, la mujer corre a su encuentro, dando muestras con ello de ser la madre. En este momento, el pequeño lo mira a él (mejor correr un tupido velo sobre este detalle), la madre tropieza y cae. Los agentes intentan levantarla, pero no lo consiguen. Alguien avisa a una ambulancia…

Stop. Un momento. Recapacitemos. No, en realidad, él no vio a nadie que avisara a una ambulancia. ¿Estás seguro, Montalbano? Repasemos una vez más la escena. No, estoy seguro. Dejémoslo así: alguien debió de avisar a una ambulancia. Del vehículo bajan dos auxiliares sanitarios. Uno de ellos, el delgado y con bigote, tras haber tocado la pierna de la mujer, dice que probablemente está rota. La mujer y los tres pequeños son introducidos en la ambulancia y ésta se pone en marcha con destino a Montelusa.

Volvamos atrás para más seguridad. Gafas. Muelle. Desembarco mujer embarazada. Niño aparece entre las piernas de cuatro inmigrantes ilegales. Niño escapa. Él lo persigue. Niño se rinde. Vuelven al punto de desembarco. Madre los ve y echa a correr hacia ellos. Niño lo mira. Madre tropieza, cae, no puede levantarse. Llega ambulancia. Auxiliar sanitario diagnostica pierna rota. Mujer y niños en la ambulancia. El vehículo se pone en marcha. Final de la primera secuencia.

En resumen: casi con toda seguridad nadie avisó a la ambulancia. Ésta llegó por su cuenta. ¿Por qué? ¿Porque había visto a la mujer caída en el suelo? Era posible. Y después, auxiliar sanitario diagnostica pierna rota. Y estas palabras autorizan el traslado en ambulancia. Si el auxiliar no hubiera dicho nada, algún agente habría avisado al médico, el cual, como siempre, se encontraba allí con ellos. ¿Por qué no consultaron con el médico? No lo consultaron porque no hubo tiempo: la oportuna llegada de la ambulancia y el diagnóstico del auxiliar sanitario hicieron que las cosas discurrieran según los deseos del director. Sí, señor. El director. Aquello había sido una escena teatral dirigida con mucha habilidad. A pesar de la hora, cogió el teléfono.

– ¿Fazio? Soy Montalbano.

Dottore, no hay novedades; si las hubiera, yo…

– Ahorra aliento. Te quiero preguntar otra cosa. ¿Mañana por la mañana tenías intención de reanudar las investigaciones?

– Sí, señor.

– Pues primero tienes que averiguar otra cosa.

– A sus órdenes.

– En el hospital de San Gregorio hay un auxiliar sanitario muy delgado y con bigote, de unos cincuenta y tantos años. Quiero saberlo todo sobre él, lo conocido y lo desconocido, ¿me explico?

– Sí, señor, perfectamente.

Colgó y volvió a llamar al San Gregorio.

– ¿Está la enfermera Agata Militello?

– Un momento. Sí, creo que sí está.

– Quisiera hablar con ella.

– Está de guardia, tenemos orden de…

– Mire, soy el comisario Montalbano. Es un asunto importante.

– Espere, que la busco.

Cuando ya empezaba a desesperarse, oyó la voz de la enfermera.

– Comisario, ¿es usted?

– Sí. Disculpe que…

– No se preocupe. Dígame.

– Necesito verla y hablar con usted. Lo antes posible.

– Verá, comisario. Trabajo toda la noche y mañana por la mañana querría dormir un poco. ¿Podríamos vernos a las once?

– Por supuesto. ¿Dónde?

– Delante del hospital, por ejemplo.

Estaba a punto de decir que sí, pero lo pensó mejor. ¿Y si por casualidad el auxiliar sanitario de la ambulancia los veía juntos?

– Preferiría que fuera delante del portal de su casa.

– Muy bien. Via della Regione, veintiocho. Hasta mañana.

Durmió como un inocente angelito, sin pensamientos ni problemas. Siempre le ocurría lo mismo cuando, al principio de una investigación, comprendía que había dado con el camino adecuado. Al llegar a su despacho, sonriente y descansado, encontró sobre el escritorio un sobre dirigido a él y entregado en mano. No constaba el nombre del remitente.

– ¡Catarella!

– ¡A sus órdenes, dottori !

– ¿Quién ha traído esta carta?

– Poncio Pilato, dottori. La trajo anoche.

Se la guardó en el bolsillo. La leería después. O puede que nunca. Mimì Augello se presentó al poco rato.

– ¿Qué tal ha ido con el jefe superior?

– Lo he visto un poco desanimado, no estaba tan soberbio como de costumbre. Está claro que de Roma sólo ha vuelto con buenas palabras. Ha dicho que el flujo migratorio clandestino del Adriático se ha desplazado claramente al Mediterráneo, y que por este motivo será más difícil detenerlo. Pero esta evidencia, al parecer, tardará mucho en ser reconocida por parte de quien corresponda, de la misma manera que costará reconocer que aumenta día a día el número de robos y atracos. En resumen, ellos cantan a coro «sin novedad, señora baronesa», mientras nosotros aquí nos vemos obligados a seguir tirando con lo que tenemos.

– ¿Te has disculpado en mi nombre por mi ausencia?

– Sí, claro.

– ¿Y qué te ha dicho?

– Salvo, ¿qué esperabas? ¿Que se echara a llorar? Ha dicho: «Muy bien.» Y punto. Y ahora, ¿quieres explicarme qué mosca te picaba ayer?

– Tuve un contratiempo.

– Salvo, ¿a quién pretendes engañar? Primero me dices que tienes que ir a ver al jefe superior para presentarle la dimisión, y un cuarto de hora después cambias de idea y me dices que vaya a verlo yo. ¿Qué contratiempo tuviste?

– Si de veras quieres saberlo…

Y le contó toda la historia del niño. Cuando terminó, Mimì permaneció en actitud pensativa.

– ¿Hay algo que no te cuadra? -le preguntó Montalbano.

– Me cuadra y no me cuadra.

– ¿Qué quieres decir?

– Tú estás estableciendo una relación directa entre el asesinato del niño y el intento de fuga que éste protagonizó en el momento de desembarcar. Y en eso puede que te equivoques.

– ¡Anda ya, Mimì! ¿Por qué iba a comportarse de esa manera, si no?

– Te contaré algo. Hace un mes, un conocido mío estuvo en Nueva York, en casa de un amigo norteamericano. Un día fueron a comer por ahí y pidieron un bistec con patatas. La ración era tan grande que mi amigo no pudo terminarlo y lo dejó en el plato. Después de pagar, cuando se disponían a irse, el camarero le entregó una bolsa con las sobras de la comida. Mi amigo la cogió y, al salir del restaurante, se acercó a un grupo de vagabundos para dársela. En ese momento, el amigo americano lo agarró del brazo y le dijo que los vagabundos no la aceptarían. Si de veras quería hacer algo por ellos, sería mejor que les diera medio dólar. «¿Por qué no habrían de aceptarlo?», preguntó mi amigo. Y el otro le contestó: «Porque hay gente que les ofrece comida envenenada, como se hace con los perros vagabundos.» ¿Lo entiendes?

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